Durante la última década, la desigualdad del ingreso fue equiparada con el terrorismo, el cambio climático, las pandemias y el estancamiento económico como uno de los temas más urgentes en la agenda de la política internacional. Sin embargo, a pesar de toda la atención que recibe, han sido pocas las propuestas de soluciones potencialmente eficaces. La identificación de las mejores políticas para reducir la desigualdad continúa siendo un rompecabezas.
Para entender por qué el problema confunde a los responsables de las políticas, resulta útil comparar las dos mayores economías del mundo. Estados Unidos es una democracia liberal con una economía basada en el mercado, en la cual los factores de la producción son de propiedad privada. China, por el contrario, está gobernada por una clase política que desprecia la democracia. Su economía —a pesar de décadas de reformas favorables al mercado— continúa definida por una fuerte intervención estatal.
Pero a pesar de contar con sistemas políticos y económicos radicalmente diferentes, ambos países exhiben aproximadamente el mismo nivel de desigualdad en el ingreso. El coeficiente de Gini —la medida más frecuentemente usada de la desigualdad en el ingreso— de ambos países es aproximadamente 0,47.
Sin embargo, hay una gran diferencia entre ambas situaciones: en EE. UU. la desigualdad está empeorando rápidamente. En 1978, el 1 % con mayores ingresos de la población era 10 veces más rico que el resto del país; actualmente, el ingreso promedio del 1 % en la cima es aproximadamente 30 veces el de la persona promedio en el 99 % restante. Durante ese mismo período, la desigualdad en China se ha reducido.
Esto plantea un desafío para los responsables de las políticas. El capitalismo de libre mercado ha demostrado ser el mejor sistema para impulsar el crecimiento del ingreso y crear un gran excedente económico, sin embargo, su desempeño no es tan bueno cuando a la hora de distribuir el ingreso.
La mayoría de las sociedades democráticas han intentado ocuparse del problema a través de políticas redistributivas de izquierda o enfoques de derecha a través de la oferta. Pero ninguno de esos intentos parece especialmente eficaz. En EE. UU. la desigualdad del ingreso ha aumentado sostenidamente tanto con gobiernos democráticos como republicanos. El éxito chino en esta cuestión resalta las posibles ventajas de la falta de miramientos de su sistema, una conclusión que incomoda a muchos responsables de las políticas occidentales.
Uno de los aspectos de la discusión, sin embargo, no genera tanta controversia. A los desafíos que plantea el debate sobre las políticas se suman quienes afirman que la desigualdad no es importante. Si la marea sube y eleva todos los botes, postulan, no importa que algunos lo hagan más lentamente que otros.
Quienes están a favor de quitar énfasis a la desigualdad del ingreso sostienen que las políticas públicas debieran procurar que todos los ciudadanos disfruten de un nivel de vida básico —alimentos nutritivos, refugio adecuado, atención sanitaria de calidad e infraestructura moderna— más que intentar reducir la brecha entre los ricos y los pobres. De hecho, hay quienes sostienen que la desigualdad del ingreso impulsa el crecimiento económico y que las transferencias retributivas debilitan los incentivos para trabajar, lo que a su vez deprime la productividad, reduce la inversión y, en última instancia, perjudica a la comunidad en su conjunto.
Pero las sociedades no prosperan solo gracias al crecimiento económico, sino que sufren cuando los pobres son incapaces de encontrar la forma de mejorar. La movilidad social en EE. UU. (y otros sitios) ha disminuido, socavando la fe en el «sueño americano» (que incluye la idea de que si uno trabaja duro, le irá mejor que a sus padres). Durante los últimos 30 años, la probabilidad de que un estadounidense nacido en el último cuartil de la distribución del ingreso termine su vida en el primero se ha reducido más de la mitad.
Ciertamente, se han logrado muchos avances. Durante los últimos 50 años, mientras países como China e India lograron tasas de crecimiento económico de dos dígitos, el coeficiente de Gini mundial cayó de 0,65 a 0,55. Pero es improbable que se logren mayores avances, al menos en el futuro previsible.
El crecimiento económico en la mayoría de las economías emergentes ha caído por debajo del 7 %: el umbral necesario para duplicar el ingreso per cápita en una generación. En muchos países, la tasa cayó más allá del punto en que puede hacer mella en la pobreza.
Esta sombría perspectiva económica tiene graves consecuencias. El aumento de la desigualdad alimenta el descontento político cuando los ciudadanos ven cómo empeoran sus perspectivas. Los informes que indican que tan solo 158 donantes adinerados aportaron la mitad de las contribuciones totales de campaña para la primera fase del ciclo electoral presidencial estadounidense en 2016 resaltan la preocupación de que la desigualdad del ingreso puede conducir a la desigualdad política.
En términos mundiales, la desaceleración de la convergencia económica tiene implicaciones similares, ya que los países más ricos mantienen su enorme influencia en todo el mundo, lo que lleva a la desafección y radicalización en los pobres. Independientemente de lo difícil que parezca actualmente el rompecabezas de la desigualdad del ingreso, si no lo solucionamos podríamos tener que enfrentar desafíos mucho más graves.
Por Dambisa Moyo
Economista norteamericana y autora de varios trabajos sobre problemas de la economía global
Traducción al español por Leopoldo Gurman.
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