La memoria, la desmemoria y el inenarrable horror de la barbarie cuyas secuelas se perpetúan en el tiempo son los tres disparadores temáticos de “Recuerdos Secretos”, el complejo drama del cineasta armenio-canadiense Arom Egoyan.
El film se adentra retrospectivamente en la historia del peor crimen de lesa humanidad del siglo pasado, que es el demencial holocausto perpetrado por los nazis contra millones de judíos y presos políticos.
El tema, que ha conocido múltiples adaptaciones al formato cinematográfico y literario, aporta por lo menos tres títulos recientes, que, en mayor o en menos medida, merecen ser destacados: “Laberinto de mentiras”, de director milanés Giulio Ricciarelli, “Agenda secreta”, del realizador alemán Lars Kraume, y “El hijo de Saúl”, la formidable película del creador húngaro László Nemes.
No es casualidad que las dos primeras películas refieran a la herencia maldita del fanatismo autoritario del denominado Tercer Reich y se centren en la investigación de las abominaciones registradas en los campos de concentración.
“Recuerdos secretos” también alude al exterminio perpetrado en los mastines de Adolfo Hitler en Auschwitz, escenario de la peor carnicería de la que se tenga memoria.
En este caso, el protagonista del relato es Zev Guttman (Christopher Plummer), un octogenario judío que padece demencia senil, cuya familia fue masacrada por los nazis.
Es tan severo su padecimiento que el anciano hasta olvidó que su esposa está muerta y guía todos sus actos mediante una libreta de apuntes, para no perder noción de la realidad.
En las primeras secuencias del relato, que están ambientado en un asilo, el hombre despierta y clama por su compañera, sin advertir que ella ya no está con él.
Sin embargo, pese a sus lagunas mentales, que son cada vez más frecuentes, pergeña un plan con Max (Martin Landau), con el propósito de identificar al nazi que asesinó a sus seres queridos, que vive en los Estados Unidos bajo una falsa identidad.
“Solamente tú puedes reconocer al hombre que asesinó a nuestras familias”, afirma Max, quien espera el fin de sus días conectado a un respirador y movilizándose en una silla de ruedas.
El proyecto es localizar al genocida y posteriormente matarlo, a los efectos de hacer justicia por mano propia y comenzar a restañar las heridas por el dolor del pasado.
En ese contexto, el protagonista se fuga del residencial de ancianos e inicia un prolongado periplo en busca del monstruo que se propone eliminar.
Por supuesto, la inesperada partida pone en estado de alerta a su hijo y a las autoridades policiales, que inician la compleja búsqueda del hombre teniendo plena conciencia de que su enfermedad puede derivar en males mayores.
Al margen de su grave afección, el mayor obstáculo que afronta el protagonista para el cumplimiento de la misión encomendada es su pérdida de memoria, que lo pone en permanentes aprietos.
En esas circunstancias la localización del genocida se torna ciertamente traumática e incluye visitas a numerosos asilos en los cuales eventualmente se encontraría internado el criminal, sin poder concretar su propósito.
En buena medida, el film deviene en una suerte de road movie, signado por la complejidad de una búsqueda que tiene por supuesto mucho de irracional, por la avanzada edad del personaje central de la historia.
En ese periplo cargado de malentendidos y contratiempos, el incansable Zev se topa, por ejemplo, con un policía de ultraderecha que guarda con cariño los “trofeos” de la era de mayor esplendor del nazismo de su padre fallecido.
Esta es la única referencia a un determinado arquetipo de norteamericano intransigente y ultra-conservador, que remite a especimenes con mucho predicamento como el inefable candidato presidencial Donald Trump.
El realizador Arom Egoyan sabe administrador las tensiones inherentes a un tema sin duda desgarrador, corroborando su indudable oficio para narrar.
No obstante, la película –que está despojada de efectismos- no logra conmovedor ni entusiasmar, por la extrema pobreza de un libreto que no explota adecuadamente todos los ángulos de un tópico removedor que admite múltiples lecturas reflexivas.
Pese a un epílogo absolutamente inesperado, que enriquece la propuesta y da por tierra con todas las eventuales hipótesis y especulaciones del espectador más avezado, el film está ciertamente lejos de colmar las expectativas generadas.
Por cierto, son realmente brillantes las actuaciones de Christopher Plummer y Martin Landau, quienes encarnan a sus respectivos personajes con su habitual solvencia interpretativa.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
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