“Florence”; entre el éxito apócrifo y el desencanto

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Los delirios de grandeza, el éxito apócrifo, el engaño y el consecuente desencanto son los cuatros pilares sobre los cuales se sustenta “Florence, la mejor peor de todas”, la dramática comedia biográfica del realizador británico Stephen Frears.

Esta película ambientada en 1944, en Nueva York, narra un crucial fragmento de la peripecia real de Florence Foster Jenkins (Meryl Streep), una acaudalada norteamericana que fue considerada una de las peores sopranos conocidas de todos los tiempos.

Esa afirmación -que tiene mucho de desprecio y segregación- puede ser corroborada escuchando una de las tantas grabaciones de la cantante disponibles en Internet.

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Aunque los registros fonográficos datan de más de setenta años y carecen por supuesto de la tecnología contemporánea que permite otras posibilidades en materia de producción, la voz de la cantante –que era potente- suena estridente y siempre descontextualizada.

Pese a las deficientes condiciones de una vocalización que al oído resulta insufrible, llegó a alcanzar singular éxito y a llenar varias salas teatrales, porque el público concurría masivamente con el propósito de reírse y divertirse. Incluso, ella solía regalar entradas con tal de actuar ante un nutrido auditorio.

Asimismo, pese a que la crítica de la época la castigó en forma impiadosa, esa circunstancia no fue óbice para que la cantante cosechara una nutrida adhesión no exenta de admiración.

En efecto, la mayor motivación era percibir y comprobar que la soprano era realmente tan paupérrima como se comentaba, lo cual retrata una suerte de mentalidad provinciana que contrasta claramente con la presunta cultura de una gran urbe.

Ese desenfrenado entusiasmo popular coincidió en buena medida con las dos grandes guerras del siglo pasado, que motivaron a la gente a buscar en el espectáculo, particularmente en el cine, en el teatro y aun en la lírica, la válvula de escape que permitiera evadirse de las tragedias de ese tiempo histórico.

La película se centra en el tramo tal vez más significativo de la vida artística de la cantante, quien financió toda su carrera gracias a la cuantiosa herencia que le legó su padre.

Ello le permitió también apoyar, entre otros, al eminente director de orquesta italiano Arturo Toscanini, y al compositor de música popular estadounidense Cole Porter.

En ese contexto, un personaje clave del relato es St. Clair Bayfield (Hugh Grant), quien fue su manager y su pareja platónica durante una etapa relevante de su vida, pese a que no residía bajo el mismo techo y mantenía una estrecha relación con Kathleen Weatherley (Rebecca Fergurson), la amante oculta con quien compartía el lecho y otras experiencias propias de una pareja.

Obviamente, este singular personaje, que era un actor de escaso o nulo éxito, se hacía cargo de la organización de las veladas, contemplando naturalmente todos los detalles.

En ese marco, no dudaba en sobornar a maestros de música, productores y hasta a los habitualmente implacables críticos de la época, con tal de mantener enhiesto el apócrifo pedestal de la mujer.

En esas circunstancias, la protagonista –quien padecía sífilis, que por entonces era una enfermedad casi incurable- vivía en un limbo de fantasía y sin asumir sus carencias.

Otro personaje fundamental de su entorno es Cosme McMoon (Simon Helberg), un joven y talentoso pianista que recibe una muy buena remuneración para adaptarse a los delirios líricos de su poderosa clienta.

Por supuesto, padece las de Caín para acompañar las desafinadas lucubraciones de la malograda soprano, porque de ello depende su sustento, aunque hipoteque su futura carrera y su eventual prestigio profesional.

Aunque la narración está básicamente construida en formato de desenfadada comedia, en ella subyace el drama de una persona tan infeliz como desencantada.

El film también propone un tan agudo como punzante retrato humano de la época, que reflexiona sobre la búsqueda colectiva de la evasión a través de la risa para encubrir el trauma de la guerra y también de la más rampante grosería.
Apoyado en un sólido guión de Nicholas Martin, el cineasta Stephen Frears recrea una historia que -más allá de su fino e irónico humor- destila una abundante dosis de amargura.

No obstante, la película igualmente reflexiona sobre la extrema vulnerabilidad de una mujer enferma de cuerpo y alma, cuya irrefrenable pasión engendró una suerte de utopía.

“Florence” propone una cuidada reconstrucción de época, a lo cual se adosa la excelsa calidad interpretativa de la monumental Meryl Streep y el buen trabajo actoral de Hugh Grant, al frente de un reparto altamente profesional.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

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