“Francofonia”; la tensión entre el arte y la violencia

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La radical confrontación entre la creación artística y la demoledora violencia de la guerra que todo lo destruye es la clave temática de “Francofonia”, el formidable film alegórico del revulsivo realizador ruso Alexander Sukurov.

A diferencia de la no menos emblemática “El arca rusa” (2002), que recreaba la historia de Rusia a través de las inconmensurables piezas artísticas arropadas por el Museo Hermitage de San Petersburgo, en este caso el tema abordado es el origen del Museo Louvre, de París.

Como se recordará, en el film precedente el iconoclasta director construye una potente y por momentos desmesurada arquitectura visual rodada en una sola toma, con el propósito de indagar en los secretos de tres siglos de historia de una de las naciones más poderosas del planeta.
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La película, que está concebida en formato documental, es una suerte de complejo periplo a través del antiguo Palacio de Invierno, poblado de personajes reales y ficticios.

En ese caso, la apuesta era a la reconstrucción y en cierta medida la deconstrucción de un devenir de por sí turbulento, en el marco del inexorable tránsito de la monarquía al socialismo y ulteriormente al capitalismo contemporáneo.

“Francofonia”, que en cierta medida completa un díptico cinematográfico que se inició precisamente con “El arca rusa”, es una suerte de ensayo histórico que indaga en el origen del Louvre y lo liga a las grandes confrontaciones del siglo pasado.

No en vano ese paradigmático museo fundado en 1793- un año después del derrocamiento del rey Luis XVI por parte de los revolucionarios y de la proclamación de la primera república- es un reservorio que aglutina y condensa buena parte del legado ancestral de la Francia monárquica y de los aportes de la Ilustración.

Por supuesto, también alberga en sus amplias galerías incalculables tesoros artísticos de otras culturas y civilizaciones pretéritas, lo cual lo transforma en un auténtico emporio cultural.

Al igual que en “El arca rusa”, la voz en off del propio Sukurov construye un relato que aterriza en 1940, cuando los nazis entran en París luego del desdoroso armisticio firmado en Compiègne que entregó el territorio y el poder al invasor. El permanente sobrevuelo de aviones caza sobre la Ciudad Luz y la presencia del propio Adolfo Hitler junto a sus lugartenientes, dan cuenta de la apropiación del país por parte del ominoso nazismo.

En ese contexto, el propio Louvre se transforma en un territorio en disputa que obviamente trasciende a lo meramente material y adquiere una connotación simbólica.

Los protagonistas de esta historia, que jamás abandona su estética documental, son el oficial responsable de la gestión cultural en el Tercer Reich, Franziskus Wolff-Meeternich (Benjamín Utzerath) y Jacques Jaujard (Louis-Do de Lencuquesaing), quien por entonces ejercía la dirección del museo.
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La tensa relación entre ambos se centra en un supuesto pacto de conservación del patrimonio cultural atesorado por el Louvre, mediante el traslado de las piezas y los materiales a lugares seguros y resguardados de eventuales bombardeos.

Aunque a ambos los inspira el mismo objetivo de preservar el museo y todo lo que este contiene, representan sin dudas sensibilidades radicalmente diferentes, que oscilan entre la convicción y la obsecuencia. El realizador mixtura la historia con la ficción, con abundantes imágenes documentales y hasta incorpora personajes reales o meramente simbólicos, como el emperador Napoleón Bonaparte (Vincent Nemeth) y Marianne, la mujer de testa coronada por un gorro frigio que representa los ideales de la república francesa y pronuncia recurrentemente la proclama “libertad, igualdad, fraternidad”.

En este caso, entran en juego nada menos que el autoritarismo de la monarquía restaurada y la autodeterminación, dos conceptos que han colisionado permanentemente en el devenir de la historia.

Obviamente, es insoslayable recordar que el emperador nutrió el Louvre, saqueando y robando despiadadamente el patrimonio de naciones sojuzgadas por su poder.

Incluso, la imagen del propio director comunicándose vía Skype con un marinero que transporta obras de arte en un inmenso buque que desafía a un océano embravecido, comporta también una construcción alegórica de naturaleza bíblica que invoca, en forma naturalmente subliminal, a Leviatán, el monstruo marino engendrado por las santas escrituras.

Esa lucha por la supervivencia que parece preanunciar un naufragio, debería ser interpretada como la dicotomía esencial que opone el milagro de la creación a la ominosa experiencia de la destrucción.

“Francofonia” corrobora el inconmensurable genio de un cineasta osado, innovador, irreverente y rupturista, cuya fermental obra reflexiona sobre la historia, la condición humana, la violencia y el incondicional amor a la belleza estética.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

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