En el frío mes de julio de hace 184 años, el naturalista inglés Charles Darwin –aquel que nos dijo que los seres humanos éramos descendientes de los monos- abandonaba Minas, hoy capital del departamento de Lavalleja, a 122 kilómetros de Montevideo, después de asombrar a sus habitantes y estampar en su diario de viaje que «el hecho de que me lavara la cara por la mañana dio muchísimo que hablar en el pueblo”.
El viajero, que había llegado a la región en el HMS Beagle, escribió que “un prominente comerciante me hizo un cuidadoso interrogatorio por causa de costumbre tan singular, y también indagó por qué usaba barba. Me demostró muy grandes sospechas; tal vez sabía de las abluciones practicadas por los mahometanos, y por conocer que yo era herético, probablemente llegó a la conclusión de que todos los heréticos eran feroces turcos».
Un diario local publicó la noticia de que “durante tres jornadas permaneció en la Villa de Minas, un joven naturalista inglés, de frondosa barba e insólitas costumbres (sin duda adquiridas en sus interminables viajes) y la asombrosa habilidad de establecer la dirección de cualquier ciudad o paraje, utilizando un enigmático adminículo. Charles Darwin pasó por esta villa en dirección hacia Aiguá y asombró a sus habitantes”.
«…Yo traía entre mis cosas algunos fósforos, y los encendía mordiéndolos; les parecía algo tan portentoso que una persona produjera fuego con los dientes, que era normal que toda la familia se reuniera para verlo. En una ocasión llegaron a ofrecerme un dólar por uno de los fósforos»
La publicación detalló que “el hombre tiene extrañas costumbres, más propias de moros que de cristianos. Como la de lavarse la cara por las mañanas. Pero, ahí no terminan sus peculiaridades, Darwin y sus compañeros ostentan pilosa condición, ya que desdeñan afeitarse mientras están navegando. Si sus costumbres son curiosas, más lo es un pequeño aparato con aguja imantada que señala la correcta ubicación de cualquier paraje, que el joven inglés utiliza para no perderse en los exóticos lugares que visita. Mediante ese adminículo denominado brújula, puede seguir la correcta dirección, aún en lugares por los que nunca haya pasado o senderos que no haya recorrido jamás. Darwin accedió, amablemente, a una demostración con la llamada brújula sobre un mapa (señaló sin hesitar la exacta dirección de varias ciudades) y prosiguió viaje hacia Aiguá”.
Darwin había llegado a Montevideo el 26 de julio de 1832 a bordo del Beagle apenas dos años después del nacimiento del Estado uruguayo bajo la presidencia de Fructuoso Rivera, quien el 11 de abril de 1831 había dirigido la matanza contra los Charrúas artiguistas accediendo al pedido de los terratenientes que reclamaban “restablecer el orden en la campaña”. Aquella acción malvada en la que los indígenas fueron convocados con engaños a la zona del Salsipuedes para ser masacrados, significó el bautismo de fuego del Ejército Nacional uruguayo, que contó para la ocasión con el refuerzo solidario de un destacamento argentino encabezado por el general Juan Lavalle -quien se había destacado por su lucha contra José Artigas- y dos escuadrones brasileños, encabezados por el coronel del ejército imperial y comandante de la Frontera de Río Pardo, José Rodríguez Barboza. Todo un malón de perversos soldados, que no eran moros sino cristianos.
El viajero inglés tenía apenas 22 años cuando el 27 de diciembre de 1831 se embarcó en Plymouth, en la costa suroeste de Inglaterra, en el velero fletado por el Almirantazgo británico, con 76 tripulantes y pasajeros, para recoger datos cartográficos alrededor del mundo y proseguir con las medidas cronométricas empezadas en un viaje anterior. Darwin se sumó a la expedición por azar, cuando el naturalista invitado rechazó sumarse a la aventura y alguien propuso su nombre como reemplazante. Recién egresado de Cambridge con cursos de geología y botánica y estudios para ser pastor, durante el viaje Darwin fue recolectando muestras de la flora, la fauna y los fósiles de los territorios visitados, mientras se sobreponía a los mareos que le causaba el viaje por aguas agitadas.
En enero del año siguiente el HMS Beagle recorre las costas de América del Sur y, al llegar a Bahía, el joven Charles queda cautivado por la exuberancia de la selva brasileña. Observa y estudia la extraña fauna, los monos silbadores, los cuatro ojos, los grandes osos hormigueros, las moscas luminosas, los tucanes con plumas encendidas de rojo o de color turquesa, los pumas, iguanas y camaleones. El 5 de julio de 1832 el barco zarpa de Río de Janeiro rumbo a Montevideo, adonde arriba el día 26. Al parecer la policía local recluta a algunos miembros de la tripulación para controlar una sublevación en la capital uruguaya, mientras Darwin viaja al interior del país. Llega a Minas el 27 de julio y abandona el poblado el día 30.
En su recorrida por la tierra purpúrea que W. H. Hudson describiría 53 años después, el inglés explorador descubre enormes carpinchos, ciervos asustadizos, graciosos manos pelada de antifaces negros, bandadas de pájaros coloridos, se asombra por la destreza con el lazo de los gauchos con quienes comparte platos exóticos, como lo son la carne de ñandú o de mulita, y no para de andar con ojos curiosos los caminos y campos despoblados.
“El país es tan desolado que apenas cruzamos una única persona en todo un día de viaje”, escribió Darwin en su diario. Destacó que la aldea de Las Minas “se ubica en una pequeña planicie rodeada de colinas rocosas muy bajas, aunque un habitante de las pampas sin dudas vería en ellas una región alpina. Las casas de los alrededores se yerguen en el campo aisladas, sin corrales ni jardines de ninguna especie, como es la costumbre del país, lo que les da un aspecto poco confortable”.
En el camino de Pan de Azúcar a Minas, Darwin había pedido permiso para pasar la noche en una estancia y escribió en su diario: “Su propietario es uno de los mayores terratenientes del país, y teniendo en cuenta su condición social, su conversación resultó en cierto modo risible. Expresaron todos un tremendo asombro por el hecho de que la tierra fuera redonda, y se resistían a creer que un pozo, si fuera lo suficientemente profundo, llegaría al otro lado del globo. Me consultaban si era la tierra o el sol lo que se movía; si hacia el norte hacía más frío o más calor; donde se encontraba España; y muchas otras preguntas similares (…) Yo traía entre mis cosas algunos fósforos, y los encendía mordiéndolos; les parecía algo tan portentoso que una persona produjera fuego con los dientes, que era normal que toda la familia se reuniera para verlo. En una ocasión llegaron a ofrecerme un dólar por uno de los fósforos».
Los restos de Darwin, el hombre que recorrió el mundo e investigó sobre la evolución humana, colocó la piedra fundamental de la moderna ciencia biológica, escribió El origen de las especies por medio de la selección natural – su obra fundamental- e instaló ese concepto generalizado que hoy tenemos de que “el Hombre desciende del mono”, descansan ahora en la Abadía de Westminster, muy cerca de donde están depositados los de Isaac Newton.
Por William Puente
Periodista
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