“Es, pues, necesario, que el obispo sea intachable, fiel a su esposa (otras traducciones: “hombre de una sola mujer) sobrio, modesto, cortés, hospitalario, buen maestro, no bebedor ni pendenciero, sino amable, pacífico, desinteresado, ha de regir su familia con acierto, hacerse obedecer por sus hijos con dignidad; pues si no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo se va a ocupar de la Iglesia de Dios?”
Este texto no es de ningún movimiento cristiano progresista actual que reivindique la supresión del celibato de los sacerdotes. Pertenece a la Primera Carta a Timoteo -del Nuevo Testamento-, escrita quizá a finales del siglo I, época en la que la mayoría de los obispos y sacerdotes estaban casados. El celibato no aparece como un mandato o condición necesaria que impusiera Jesús de Nazaret a sus seguidores y seguidoras. La actitud fundamental era la renuncia a los bienes y su reparto entre los pobres, pero nada relacionado con la sexualidad. Tampoco se exigió la continencia sexual a los dirigentes de las primeras comunidades, ni, posteriormente, a los obispos, presbíteros y diáconos. Era una opción libre y personal. El ejercicio de los carismas y ministerios al servicio de la comunidad no requería llevar una vida célibe.
En el año 52, Pablo de Tarso va todavía más allá y reivindica su derecho a casarse como el resto de los Apóstoles: “¿No tenemos derecho a hacernos acompañar de una esposa cristiana como los demás hermanos del Señor y Cefas?” (1Cor 9,4-6). No existe, por tanto, una vinculación intrínseca entre el celibato y el ministerio sacerdotal.
La primera ley oficial del celibato obligatorio para los sacerdotes se promulgó en el II Concilio de Letrán en 1139, apelando a la necesidad de la continencia sexual y a la pureza ritual para celebrar la eucaristía. Estamos ante una tradición tardía, ajena a los orígenes del cristianismo y a la intención de Jesús de Nazaret. Durante mucho tiempo se creyó que la ley de la continencia sexual de los clérigos tenía su origen en el Concilio de Elvira, de principios del siglo IV, y en el Concilio de Nicea (año 325). Hoy es opinión muy extendida entre los especialistas que los documentos atribuidos a Elvira no pertenecen al mismo, sino a una colección que data de finales del siglo IV. El Código de Derecho Canónico, promulgado por Juan Pablo II en 1983, se aleja de los orígenes y sigue la tradición represiva posterior en el canon 277: “Los clérigos están obligados a observar una continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos y quedan sujetos a guardar el celibato, que es un don peculiar de Dios, mediante el cual los ministros pueden unirse mejor a Cristo con un corazón entero y dedicarse con mayor libertad al servicio de Dios y de los hombres”.
El cambio es abismal: de la libertad de elección a la imposición de la vida celibataria, del libre ejercicio de la sexualidad a la abstinencia sexual, de la vida en pareja a la vida solitaria. La disciplina eclesiástica represiva impera sobre la experiencia liberadora del cristianismo primitivo. El Código de Derecho Canónico suplanta al Nuevo Testamento y su autoridad termina por imponerse.
Hoy hay un clima generalizado favorable a la supresión de la anacrónica ley del celibato. En el vuelo de vuelta a Roma, tras su visita a Jordania, Palestina e Israel, el papa Francisco afirmó que el celibato “es un don para la Iglesia”, por el que muestra “un gran aprecio“, pero que “al no ser un dogma de fe, siempre está la puerta abierta”.
En similares términos se pronunció monseñor Pietro Parolin secretario de Estado del Vaticano en declaraciones al diario El Universal, de Venezuela, de donde era nuncio: el celibato obligatorio de los sacerdotes “no es un dogma de la Iglesia y se puede discutir porque es una tradición eclesiástica”. Estos pronunciamientos no suponen ninguna novedad, ya que responden a algo sabido tanto por defensores como por detractores de dicha tradición eclesiástica.
Es hora, creo, de pasar de las palabras a los hechos, de las declaraciones propagandísticas al cambio de normativa. Es hora de declarar el celibato opcional. De lo contrario, los escépticos ante la intención de Francisco de reformar la Iglesia tendrán un argumento más para seguir siéndolo.
Conviene recordar que la incompatibilidad en el cristianismo de Jesús de Nazaret, no está entre el amor a Dios y la sexualidad, entre el amor divino y el amor humano. La oposición está entre el amor a Dios y el amor al dinero, conforme a la máxima evangélica: “Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y querrá al otro, o bien se apegará a uno y despreciará a otro. No podéis servir a Dios y al Dinero (Mateo 6,24). Si se ama al Dinero, Dios está de más.
Por Juan José Tamayo
Profesor de la Universidad Carlos III de Madrid, autor de Invitación a la utopía (Trotta, 2012) y Cincuenta intelectuales para una conciencia crítica (Fragmenta, 2013)
La ONDA digital Nº 676
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