No me interesan los pobres

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Alguien dijo que si se rasca un poco a un uruguayo se encontrará batllismo. Quisiera que dentro de cien años alguien pueda decir que encontrará frenteamplismo. Sin embargo, hay aspectos del sentir general que parecen estar retrocediendo.

Uruguay era un país que gustaba creerse solidario; ahora uno oye abiertamente decir: “A mí los pobres no me interesan, me interesa mi sueldo”. Ese es quizá el peor legado de la época neoliberal y de lo que se llamó postmodernismo. Y es nuestro mayor desafío en el debate de ideas.

Bauman
La muerte del polaco Zygmunt Bauman, el pasado 9 de enero, nos da algunas pistas. Comienza su libro Trabajo, consumismo y nuevos pobres diciendo: “Siempre habrá pobres entre nosotros: ya lo dice la sabiduría popular. Pero esa sabiduría no esta tan segura ni es tan categórica sobre la difícil cuestión de cómo se hace pobres a los pobres y cómo se llega a verlos como tales… Es una omisión lamentable… porque solemos transferir nuestros temores y ansiedades ocultos a la idea que tenemos de los pobres.”

Bauman, como otros, afirma que vivimos en una sociedad del consumo, pero ¿qué quiere decir eso? Entre otras jaime-secocosas, que nuestra identidad ya no está ligada a nuestro oficio -nuestro trabajo-, sino al nivel en que consumimos. Ya no estamos orgullosos de ser un diestro rebajador de cueros o de tener una musculatura monumental fruto de cargar medias reses sobre los barcos y, por ende, orgullosos de nuestros compañeros curtidores o pandilleros. Ahora estamos solitarios, orgullosos de nuestro teléfono 4G. Nuestro oficio va a desaparecer probablemente antes de diez años; la tecnología 4G antes de tres.

El trabajo no es el centro de nuestra vida, sino un lugar donde hay que ir todos los días para poder seguir satisfaciendo deseos siempre infinitos. No es raro que haya descaecido la ética del trabajo, del trabajo bien hecho. La sociedad no trata de disciplinarnos como antes, porque no precisa un ejército en las fábricas, sino consumidores alocados. Cualquier impedimento al consumo es un ataque. Por eso se sostiene la idea de una “clase marginal” y se alimenta “la imagen de una categoría inferior: gente plagada de defectos que constituye un ‘verdadero problema social’”. El nuevo pobre ya no es un trabajador de reserva, es un exiliado del consumo. Un ser peligroso.

Se tuvo que crear la palabra aporofobia, la fobia a los pobres.

Los meritorios y los culpables
Hay al menos dos aspectos a considerar.

El primero, la idea de que los pobres lo son por alguna culpa. En una universidad estadounidense se preguntó a los estudiantes de familias adineradas si creían merecer el dinero por sus méritos. Respondieron que sí. Estudiantes que nunca habían trabajado.

También en Uruguay hay encuestas que muestran un alto porcentaje que piensa que los pobres son culpables de su situación.

Pero no. Habrá gente que tomó decisiones equivocadas, pero la pobreza es producto de una sucesión de golpes que sus víctimas acumulan en su biografía desde el nacimiento. Golpes de cuyas consecuencias de vulnerabilidad se hace cada vez más difícil salir sin apoyos y que en este país fueron pautadas por sucesivas crisis brutales.

Pero ni siquiera es un problema de una vida. El historiador Gregory Clark notó que en Suecia, un país en que supuestamente hay alta movilidad social, hay dos tipos de apellidos. Están los que mencionan un oficio y terminan en ‘sson’ y los que refieren a un lugar. Los primeros son descendientes de artesanos de hace siglos, los segundos de los nobles de cada lugar. Encontró que hoy los Andersson siguen predominando en los estratos más bajos y aparecen menos en los altos, a diferencia de los apellidos aristocráticos.

Una investigación del banco de Italia encontró que la mayoría de los apellidos de Florencia que tenían rentas altas en un censo de 1427 siguen teniéndolas altas en 2011.

En Inglaterra, The Economist acaba de publicar que, casi un milenio después, los descendientes de los conquistadores normandos siguen teniendo “privilegios desproporcionados” en relación a los descendientes de los anglosajones. Los datos vienen de un minucioso censo conocido como Domesday Book encargado en 1085.

Queda claro, los pobres no son pobres de hoy ni lo son por alguna culpa.

El agravio moral
Un segundo aspecto a considerar es de orden emocional. “El hombre es hombre entre los hombres”, dijo un filósofo. Otro, Axel Honneth, entiende que cada uno de nosotros precisa para desarrollarse el reconocimiento de los otros, sean de su familia, la sociedad o el mismo Estado. Un amor familiar que genera autoconfianza, cuya ausencia es el maltrato. Un valoración social que produce autoestima, cuya ausencia es el desprecio. Un reconocimiento jurídico cuya ausencia es la discriminación.

Al maltrato, desprecio y discriminación, los llama patología social. La exclusión de los pobres causa enorme sufrimiento moral. Solo por eso, es un pecado no combatirla.

Pero aún desde el interés egoísta, no seremos hombres y mujeres plenos si vivimos en una sociedad patológica, segregada, resentida, violenta.

El IRPF
Y volvemos a Uruguay. Los pobres son desconocidos, son ‘los otros”, la Policía debiera ficharlos a todos los que viven cerca de Carrasco. Pero lo que realmente molesta es que disfrutan de ciertas prestaciones sociales.

Es cierto, pero el 40% del presupuesto nacional va a gastos sociales y solo 1,76% a tarjetas del Mides (datos de 2013). Una cantidad marginal; el grueso va a jubilaciones, educación, salud y seguridad. No necesariamente a personas pobres.

Los beneficiarios de la Tarjeta reciben (siempre datos de 2013) entre $700 y, excepcionalmente si tiene seis menores a cargo, hasta unos 7.200 pesos. Cantidades muy modestas destinadas a asegurar apenas el principal derecho humano, el de alimentarse para poder seguir con vida. El monto recibido solo representa el 29% de los ingresos de las familias. Además, el 85% de los prestatarios estudia y trabaja, lo que deja sólo 9.600 casos que no; vaya uno a saber por qué impedimento grave. No se está desangrando al fisco por esas tarjetas y eliminarlas influiría solo en vintenes en los impuestos que pagamos.

Pero hay más. Una vez fijado el porcentaje de impuesto a los ingresos, se fijan rebajas para las franjas más bajas y exoneración para la mayoría de la población (mínimo no imponible). Eso debe verse como una transferencia del estado a los trabajadores que ganan menos. “Usted tendría que pagar 36% de su ingreso, pero el Estado le subsidia 26% y le cobra solo 10% porque usted gana poco.” Visto así, casi la totalidad de los lectores reciben del Estado mucho más que un beneficiario de una tarjeta del Mides.

No tiene fundamento, por tanto, la acusación de que los gobiernos del Frente Amplio alientan vagos. Algunas de estos programas siempre existieron, como las Asignaciones Familiares. Y no es un invento de izquierda, Milton Friedman, el padre del neoliberalismo, propuso en 1966 un sueldo básico universal. Porque en un sistema competitivo, como el capitalismo, siempre habrá perdedores, excluidos, vulnerables y necesitados.

En los países que funcionan mejor, como Dinamarca, la distribución primaria de ingresos -los salarios y ganancias antes de impuestos o transferencias-, es peor que la de Uruguay. Lo que los hace países igualitarios es que tienen programas bien diseñados de servicios públicos. Uruguay ahora los tiene.

Por Jaime Secco
periodista uruguayo
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