Cada día, casi, un escándalo; cada día, casi, una noticia oriunda del área económica, política, social, educacional, cultural, descorazonada. El ciudadano común, independientemente de sus orientaciones ideológicas, de sus concepciones del mundo, ante ese tsunami se encuentra casi todo perdido. El golpe constitucional del año pasado generó una alianza, un gobierno y un esfuerzo perdidamente ‘modernizante’, orientados, en lo esencial, por el mapa neoliberal que se revela agotado, pese a que el gobierno temerario recién ha comenzado. Y mientras tanto la credibilidad de las principales instituciones ha sido reducida (casi) a cero. Crisis general, por lo tanto; evidente fenómeno de larga duración. Esa es la percepción de una parte creciente de los ciudadanos y ciudadanas brasileños.
El clima de la opinión pública es cada vez más pesado; el pueblo, las clases, los grupos sociales, todos se encuentran cada vez más divididos; los conflictos crecen. Mientras tanto, los que acompañan de verdad la vida económica, la social y la política, los que se rehusan a ser pautados por los grandes medios, estamos inmersos total o parcialmente en el sentimiento de que la república vive tiempos de sombría y vil tristeza que sólo encuentran paralelo con lo que predominaba durante la fase ascendente del largo ciclo que fue la dictadura militar instaurada en 1964. A esa visión al mismo tiempo intensa e impresionista, a partir de la cual fracciones crecientes de ciudadanos viven el mundo brasileño de hoy, se le suma la extraña sensación – quién sabe ese sentimiento sea la señal más grave de la crisis general – de que se instaura un proceso acelerado de anomia, algo que ya dejó de ser un fantasma que nos rondaba, real o imaginario, monstruo que efectivamente golpea a las puertas.
Desde el golpe constitucional-mediático asestado el año pasado, el rechazo a lo que es el gobierno se expande a lo largo de todo el espectro político-ideológico brasileño, en especial en el seno de las minorías que intentan pensar más allá de los juegos político-electorales de corto plazo. Ese fenómeno parece aun más preocupante porque la crítica del ‘statu quo’ no consigue transformarse en propuestas innovadoras y viables. Rechazo y superación no dialogan. Crítica del presente no abre margen para la construcción del futuro.
De tal modo, el efecto mayor del rechazo al presente estado de cosas es conducir buena parte de la sociedad que piensa por sí misma al peligroso desencanto con todas las ‘ideas de salida para la crisis’ ahora sobre la mesa. Poco a poco, o tal vez hasta incluso aceleradamente, esa insatisfacción alcanza a las propuestas neoliberales, defendidas por los golpistas entronizados en este (des)gobierno y por los que quieren, caso salgan victoriosos en el 2018, llevar adelante el mismo proyecto, pero, en ese eventual escenario, con indisputable legitimidad. Poco a poco, o aceleradamente, tal vez, ese mismo desencanto rechaza la visión ‘restauradora’ aun dominante en la izquierda, que defiende una simplicidad a la vera de lo imposible: para salir de la crisis sería necesario e suficiente que el futuro jefe del ejecutivo efectuara, a partir del 2019, un ‘retorno a la normalidad’. O sea, que retomara, exactamente donde paró, el proyecto de ‘aggiornamento’ victimado, junto con la confianza en las reglas constitucionales, por el golpe de 2016.
En alas conservadoras o reaccionarias modernizantes, simplificadamente entendidas como neoliberales, el único problema político-estratégico, a ser solucionado en breve, consiste en alcanzar por la vía electoral la legitimidad que hoy se les escapa, para que puedan fundamentar desde otra base el proyecto del gobierno actual, y profundizarlo.
En la punta opuesta y complementaria, la de los golpeados, ninguna señal visible, aun, de que los grandes o pequeños partidos de izquierda, si es que continúan existiendo más allá de la retórica, estén dispuestos a realizar una profunda autocrítica y de hecho encarar sin maniobras dilatorias el desafío que pasa por procesar un cambio profundo de los respectivos esquemas cognitivos. Un esfuerzo de tal amplitud debería incidir de manera decisiva sobre las relaciones intrapartidarias y los vínculos entre partidos y correligionarios, proceso que refleje, traduzca e impulse el cambio que puede estar siendo discretamente iniciado en lo más profundo de las corrientes sociales y en sus movimientos de masa. Al final son ellos quienes, en cada generación, definen el portulano político-ideológico del país. Rehusarse a emprender esa gigantesca tarea es reforzar la ilusión de que para ‘salir de la crisis’ basta más de lo mismo.
A esos actores victimados por la propia ilusión no parece llegarles el hecho de que, dada la real correlación de fuerzas vigente en la sociedad y en el estado, tal sueño restaurador, si es que eventualmente resulta victorioso en el registro electoral, inevitablemente servirá apenas para generar otra y aun más profunda derrota, a ser sufrida en un período más corto del que fuera delimitado por los años de ascenso y caída de la ‘era Lula’.
Dos propuestas prácticamente cristalizadas, si bien fueron bautizadas como innovadoras ‘salidas para la crisis’, disputan las preferencias del electorado, como si nada esencialmente importante hubiese sucedido en el año 2016. Cada una remite, directa o indirectamente, a concepciones diferentes e incluso opuestas del mundo brasileño, de la sociedad, de la historia, del país. Lo más grave estriba en que ni una ni otra tiene condiciones de dar cuenta del estado de cosas que no es coyuntural, sino estructural. En otras palabras, lo que nos alcanza – y es olvidado por los dos polos contrapuestos – no es una emergencia de corto plazo, sino un proceso de larga duración. La persistencia de respuestas que no contestan a las nuevas preguntas crea, recrea y mantiene, en último análisis, ese clima de aporía, aunque enmascarado por salidas fáciles. El resultado práctico es el refuerzo del escepticismo en la ciudadanía.
Cuando un país y un pueblo pierden el norte de la esperanza, y no consiguen pensar lo nuevo capaz de crear otro ‘espíritu de la utopía’, en el largo plazo es casi axiomático que se configure la amenaza mayor: en nuestro caso, la transformación del Brasil en ‘waste land’, final trágico de la ‘máquina de moler gente’ denunciada por Darcy Ribeiro y tantos otros brasileños críticos.
El mayor de todos los peligros, entonces, es que el Brasil, estado y sociedad, pueblo, ciudadanos y gentes, ingrese en plazo ni tan largo así en el rumbo sin retorno que en las últimas décadas ya creó tantos estados fallidos por tiempo indeterminable.
Los fracasos de las elites dirigentes, de los partidos políticos, de las ideologías contrapuestas, de la tecnocracia y de todos los poderes se explicitaron de manera aun más clara a partir del golpe. El vector final de su actuar conjunto es la emergencia de varios síntomas de un Brasil que se acaba, índices de la ruina que al final sobró de la crisis que viene de larga data y del abandono del proyecto democrático por la mayor parte de la elite (?) dirigente (…). Desde entonces el país está viviendo el tiempo de la oscuridad, lo que sumerge las expectativas generadas por la democracia del 88, por la Constitución Ciudadana, por la creencia en la viabilidad de un proyecto socialmente innovador en lo contemporáneo y renovador en el plano histórico. Ese tiempo difícil, apenas iniciado, pide por ser descifrado, en lugar de ser sometido a la mistificación que se centra en repetir lo mismo, en navegar en la ilusión, en ignorar las corrientes profundas del río llamado realidad.
Por un lado, el Brasil lucha a ciegas para no perecer. Brasil de nuestra (des)esperanza, ese país que hoy no tiene clase dirigente reconocida, ni elite política respetable, ni sindicalismo fuerte, ni empresariado digno, ni poderes debidamente institucionalizados, ni tampoco grandes pensadores. Algo nuevo en su forma y en su substancia atropelló al país. Por eso mismo, la dinámica imperante frustra a todos, dejando atónitos tanto a los golpistas arrepentidos cuanto a los golpeados que se engañan a sí mismos con el sueño de que corregir rumbos consiste en reiterarlos, y que la salida del desastre actual es mecánica, como si fuera posible marcha atrás en la historia.
Por otro lado, en lo externo, el mundo mayor, tal como el Brasil, se encuentra en una casi catastrófica deriva. Si le echamos una rápida mirada al panorama mundial, resulta fácil insertar la situación brasileña en el marco planetario que la contextualiza, hace décadas subsumido en la crisis cada vez más aguda del sistema-mundo en creciente desequilibrio. En su nivel más profundo, esa espiral de desastres tanto económicos como geopolíticos y ambientales resulta de las contradicciones y fracasos del capitalismo neoliberalmente globalizado, y de las agotadas estrategias imperiales y subimperiales adoptadas, en sus diferentes variantes, por todas las principales potencias. En última instancia se trata, en lo esencial, de salir de la jaula de hierro que conceptualmente viene de Weber y en la cual, en términos históricos, seguimos atrapados. Tal es la estructura o el sistema que somete a todos nosotros, sin que sus críticos, los teóricos y los prácticos, hayan encontrado la salida prometida por la Ilustración y sus herederos. Así, a las incógnitas internas se suman las regionales y las globales.
En el espacio delimitado por esa multiplicidad de incógnitas es donde nosotros vivimos, junto con la sensación de que un Brasil se acaba, en tanto otro no se vislumbra. Larga, inevitablemente, la travesía del desierto.
Tadeu Valadares
Embajador del Brasil, jubilado.
Traducido por Héctor Valle
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