Goytisolo y los campos de Níjar

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El 4 de junio, a los 86 años, falleció en Marrakesh donde vivía desde 1996, el escritor español Juan Goytisolo. Novelista, ensayista, periodista, viajero infatigable, es sin discusión el más importante de los escritores españoles de su generación. Hijo de vascos, nació y se crió en Barcelona. En 1956 se radicó en París, se identificó con los árabes maghrebíes, vivió de cerca el racismo y las persecuciones desencadenadas contra los argelinos que luchaban contra el colonialismo francés. En 1959 publicó Campos de Níjar un registro estremecedor de su recorrido por una de las zonas más pobres de España sumida en la noche de la tiranía franquista. Desde entonces su voz ha sido la de los desheredados y olvidados de la tierra.

No se nos ocurre mejor homenaje que transcribir un pasaje de la obra testimonial que condensa el drama de España y muestra la gran calidad del escritor. Un episodio. Un encuentro. Al mismo tiempo recordamos que una de las obras cumbre del teatro español, Bodas de Sangre, de Federico García Lorca, se desarrolla precisamente en esos campos desérticos, los campos de Níjar.

Goytisolo caminaba desde el pueblo de Níjar hacia el sur, hacia la costa donde se encuentra el Cabo de Gata, por una carretera calcinada por el sol implacable. A mitad del camino encontró una pareja de turistas franceses, varados desde hacía horas por falta de agua para rellenar el radiador del coche. Aparte de los franceses hay un tercer personaje al borde del camino.

“Junto al talud hay un viejo con una chaqueta raída y, al oírle, el corazón me da un brinco en el pecho. Aunque tiene la cara medio oculta bajo el ala del sombrero, barrunto que es el mismo que, la víspera, me ofreció las tunas en el mercado.
_ Explíquele que hay un pozo a dos kilómetros de aquí – dice sin reconocerme.
_ Il dit qu’il y a un puits a deux kilométres d’ici.
_ De quel côté?
_ ¿Hacia qué dirección?
El viejo se incorpora y veo sus ojos azules, cansados. Son los mismos de ayer, pero, ahora, ya no imploran nada.
_ ¿Vé usté aquel cerro detrás de las chumberas?
_ Si.
_ Al otro lado hay un cortijo donde encontrará agua.
Traduzco las indicaciones del viejo y el turista abre la puerta del coche.
Il parait qu’il y a un puits lá-bas.
La mujer hace como si no le oyera y se abanica furiosamente con el periódico.
Au revoir – dice el hombre – Muchas gracias.
El viejo y yo continuamos por la carretera. El sol aprieta fuerte y mi compañero lleva un cenacho enorme en el brazo.
_ Habla usté muy bien el español – dice al cabo de cierto tiempo.
_ Soy español.
_ ¿Usté?
_ Si, señor.
El viejo me mira como si desbarrara.
_ No. Usté no es español.
_ ¿No?
_ Usté es francés.
_ Hablo francés, pero soy español.
El viejo me observa con incredulidad. Para la gente del sur la cultura es patrimonio exclusivo de los extranjeros. Un francés hablando perfectamente diez idiomas sorprende menos que un español chapurreando mal gabacho.
_ Mire – digo echando mano al bolsillo – . Aquí está el pasaporte. Lea. Nacionalidad: española.
El viejo da una ojeada y me lo devuelve.
_ ¿Dónde dice que vive usté?
_ En París.
_ Ah, ¿lo ve? – exclama triunfalmente – Entonces es usté francés.
_ Español.
_ Bueno. Español de París.
Su conclusión es irrebatible y renuncio a la idea de discutir. Durante unos minutos caminamos los dos en silencio. La carretera parece alargarse indefinidamente delante de nosotros. El viejo lleva el cenacho cubierto con un trozo de saco y le pregunto si aún le quedan tunas.
_ ¿Tunas? ¿Porqué?
_ Ayer por la tarde, ¿no estaba usted en Níjar?
_ Si, señor.
_ Es que me pareció verle allí en el mercado.
_ ¿Y todavía dice usté si me quedan tunas?
El viejo se detiene y me mira casi con rabia.
_ Las que usté quiera. Tenga. Se las regalo.
_ No le había dicho eso…
_ Pues se lo digo yo. Cójalas. Y, si no le gustan, escúpalas. No me ofenderé.
Ha quitado el saco de encima y me enseña el cesto, lleno de chumbos hasta los bordes.
_ Quince docenas. Se las doy gratis.
_ Se lo agradezco mucho pero…
_ No debe agradecerme nada. Nadie las quiere. Tengo mi mujer en la cama, con fiebre. Necesito ganar dinero y ¿qué hago? Coger varias docenas de tunas e irme al pueblo. ¡Imbécil que soy! La gente prefiere que le pidan limosna en la cara.
El viejo deja caer las palabras lentamente, con voz ronca, y se vuelve hacia mi.
_ ¿Las sabe usté cortar?
_ Si.
_ Entonces, venga. Le daré tenedor y cuchillo.
_ ¿Ahora?
_ Si, ahora. Estarán un poco calientes, pero es igual. Frías, tampoco tientan a nadie.
En la linde de la carretera hay una higuera amarilla y raquítica, pero de alguna sombra. Nos sentamos en el suelo y el viejo me tiende el cuchillo y el tenedor.
_ Coma usté las que quiera. Al cabo al cabo igual tendría que echarlas.
Yo digo que saben distinto que en Cataluña y el viejo calla y se mira las manos.
_ Prefiero éstas. Son mucho más sabrosas.
_ Lo dice usté para ser amable y se lo agradezco.
_ No. Es la pura verdad.
Con el cuchillo cortó los extremos de la tuna y rajó la corteza por en medio. Al levantarme sólo había bebido un mal café y descubro que tengo hambre.
_ Cuando era niño, en casa, las tomábamos por docenas.
El viejo me observa mientras como y no dice palabra.
_ Mi padre nos prohibía mezclarlas con la uva porque decía que las pepitas malcasaban en el estómago y provocaban un corte de digestión.
El viejo, ahora, se mira atentamente las manos.
_ Tengo dos hijos que viven en Cataluña – dice.
La música monocorde de las cigarras pone sordina a sus palabras. En la llanura el sol brilla como un tumor de fuego.
_ Cuando era joven, mi mujer quería que tuviésemos muchos. La pobre pensaba que estaríamos más acompañados al llegar a viejos. Pero ya lo ve usté. Como si no hubiéramos tenido ninguno.
_ ¿Dónde están?
_ Fuera. En Barcelona, en América, en Francia …. Ninguno volvió del servicio. Al principio nos escribían, mandaban fotografías, algún dinero. Luego, al casarse, se olvidaron de nosotros.
El viejo sonríe con gesto de fatiga. Sus ojos azules parecen desteñidos.
_ El mayor no era como ellos.
_ ¿No?
_ Desde pequeño pensaba en los demás. No en su madre, su padre o sus hermanos, sino en todos los pobres como nosotros. Aquí la gente nace, vive y muere sin reflexionar. Él, no. Él tenía una idea de la vida. Su madre y yo lo sabíamos y lo queríamos más que a los otros, ¿comprende?
_ Si.
_ Cuando hubo la guerra se alistó enseguida a causa de esta idea. No fue a rastras como muchos, sino por su propia voluntad. Por eso no lo lloramos.
_ ¿Murió?
_ Lo mató un obús en Gandesa.
Hay un momento de silencio durante el que el viejo me observa sin expresión. El viento levanta remolinos de polvo en el llano.
_ En su país debe llover. Siempre he querido ir a un país donde haya lluvia pero nunca lo he hecho y, ahora … Está ya duro el alcacer para zampoñas…
Las palabras salen difícilmente de sus labios y mira absorto a su alrededor.
_ Aquí han pasado años y años sin caer una gota, y mi mujer y yo sembrando cebada como estúpidos, esperando algún milagro … Un verano se secó todo y tuvimos que sacrificar las bestias. Un borrico que compré al acabar la guerra se murió también. No se puede usté imaginar lo que fue aquello…
La llanura humea en torno a nosotros. Una banda de cuervos vuela graznando hacia Níjar. El cielo sigue imperturbablemente azul. El canto de las cigarras brota como una sorda protesta del suelo.
_ Nosotros sólo vivimos de las tunas. La tierra no da para otra cosa. Cuando pasamos hambre nos llenamos el estómago hasta atracarnos. ¿Cuántas dijo que se comía usté?
_ No sé, docenas.
_ En casa hemos llegado a tomar centenares. El año pasado, antes de que mi mujer cayera enferma, le dije “Come, haz igual que yo, a ver si reventamos de una vez”, pero los pobres tenemos el pellejo muy duro.
El viejo parece verdaderamente desesperado y, como hace ademán de levantarse y escampar, me incorporo también.
_ ¿A cuánto las vende usted? – digo.
El viejo vuelca las tunas por el suelo y se mira las alpargatas.
_ No se las he vendido. Se las he regalado.
Torpemente saco un billete de la cartera.
_ Es una caridad – dice el viejo enrojeciendo -. Me da usté una limosna.
_ Es por las tunas.
_ Las tunas no valen nada. Déjeme pedirle como los otros.
Por la carretera pasa una motocicleta armando gran ruido.
El viejo alarga la mano y dice:
_ Una caridad por amor de Dios.
Cuando reacciono ha cogido el billete y se aleja muy tieso con el cenacho, sin mirarme.”

Goytisolo, Juan (1959) Campos de Níjar. Seix Barral, Barcelona ( pp. 58 – 63).

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Sugerencia del Lic. Fernando Britos V.

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