CINE | “La chica sin nombre”: Dramas de la periferia social

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El traumático problema de la inmigración ilegal en Europa, que está por supuesto ligado a la explotación laboral, la pobreza, la degradación, la marginación y la segregación, es el sensible disparador temático de “La chica sin nombre”, el nuevo opus de los cineastas belgas Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne.

En el decurso de sus respectivas carreras como equipo de dirección y producción, estos hermanos han construido un cine crítico, incisivo y testimonial, que denuncia las miserias y las disfuncionalidades sociales del mundo desarrollado.

En ese contexto, sus títulos más recordados son “La promesa” (1996), “Rosetta” (1999), “El hijo” (2002), “El niño” (2005), “El niño de la bicicleta” (2011) y “Dos días, una noche” (2014), entre otros.

Como en toda su filmografía, ambos indagan en la matriz misma de una sociedad que padece fracturas subyacentes, abordando, en este caso concreto, el drama de las minorías que viven o bien sobreviven en la periferia.

En efecto, esa auténtica legión de inmigrantes que se radican particularmente en los países desarrollados, proceden casi siempre de África, aunque también de Asia y América Latina.

Esa suerte de movilidad geográfica, que responde casi siempre a factores de naturaleza económica, comporta también una radical ruptura con las raíces culturales de los países de origen.

En estos casos, el exilio compulsivo –que deviene inexorablemente en desarraigo- se transforma en una fuente de desencanto, potenciado, además, por las prácticas expulsivas de políticas migratorias signadas por la xenofobia.

Este fenómeno ha originado el crecimiento de numerosos movimientos y partidos ultra-nacionalistas, que seguramente inspiraron el visceral odio racial del propio Donald Trump.

Contrariamente a lo que sucedía en otras películas de los hermanos Dardenne, en este caso la protagonista no procede de un hogar proletario sino de la academia.

En efecto, Jenny Davin (Adèle Haenel) es una joven y dedicada médica, quien es convocada para reemplazar al experimentado doctor Habran (Yves Larec), al frente de una clínica ubicada en un barrio humilde de Lieja.

Es tal su compromiso con el ejercicio de la medicina y con la comunidad, que no duda en mudarse al propio consultorio, con el propósito de estar atenta a las emergencias.

Su intrínseco sentido de la responsabilidad la induce incluso a observar severamente a su interno Julien (Olivier Bonnaud), por no asumir la tarea con la madurez requerida.

Esa circunstancia la transforma en una trabajadora solitaria y virtualmente sin vida privada, para quien es imposible disociarse del rol que cumple en la sociedad.

En ese contexto, asiste cotidianamente a personas de humilde condición, algunos de ellas inmigrantes ilegales que no pueden acudir a un hospital por temor a ser deportados.

El meollo del relato es un presunto caso de omisión de asistencia que se registra una noche, cuando suena el timbre del centro asistencial fuera del horario de consulta y la facultativa desestima el llamado.

Al día siguiente, un policía le requiere a la médica el video de la cámara de vigilancia, con el propósito de indagar qué le sucedió a una joven mujer negra que fue encontrada muerta en el lugar con visibles signos de violencia.

Este episodio es el comienzo de una investigación paralela, que involucra también a la profesional. Consciente que la difunta es la persona que solicitó ayuda la noche anterior, su obsesión es saber quién es para que no sea sepultada en una tumba sin nombre.

Por supuesto, también experimenta un sentimiento de culpa por su inicial actitud de prescindencia, aunque nadie la responsabilice por el fatal desenlace.

Aunque por momentos el film deviene en una suerte de thriller por el misterio que rodea a la pesquisa en curso, jamás se aparta de su formato de trama con trasfondo testimonial.

Incluso, la indagatoria personal emprendida por la médica no está exenta de riesgos, ya que, en determinado momento, su vida llega a correr peligro si persiste en su búsqueda.

Sin embargo, la circunstancia que la muerta haya sido una prostituta que vendía sus servicios sexuales al mejor postor para sobrevivir, añade una cuota de intriga a la historia.

A partir de esta trágica contingencia, el núcleo del relato es la situación de alta vulnerabilidad de algunas mujeres inmigrantes, recurrentemente flageladas por la miseria y la degradación en esos presuntos “paraísos” capitalistas.

Aunque el testimonio de dos o tres personajes secundarios coadyuva a arrojar luz sobre el intricando episodio, lo crucial es realmente la actitud de compromiso y el sentido solidario de la médica protagonista, que es paradigmático.

Empero, más allá de esa loable actitud de desprendimiento individual, la película denuncia la insensibilidad e indiferencia de una sociedad refractaria, encerrada en sí misma y sin respuestas a las demandas de naturaleza humanitaria de quienes habitan en la periferia social.

Pese a que “La chica sin nombre” dista de la enjundia y la calidad artística de otras producciones de los hermanos Dardenne, igualmente motiva múltiples reflexiones en torno a uno de los temas sin dudas más dramáticos del un tiempo histórico signado por la más exacerbada mezquindad.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

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