El Parlamento del Canadá está debatiendo un nuevo proyecto de ley contra la prostitución. La legislación propuesta, titulada “Ley de Protección de las Comunidades y las Personas Explotadas”, penalizaría la compra de “servicios sexuales”. Para quienes no estén seguros de lo que podría constituir un servicio sexual, el Departamento de Justicia del Canadá ofrece una útil definición de ese término que incluye el lap-dancing, pero no el striptease ni los “actos relacionados con la producción de pornografía”.
El Canadá no es el único país que intenta penalizar las relaciones sexuales de carácter comercial entre adultos consintientes. Más de 120 países penalizan algunos aspectos del trabajo sexual y su ejercicio en las calles, incluidos trece que, como el proyecto de ley canadiense, penalizan también al cliente y ocho en los que se considera la posesión de un condón prueba de trabajo sexual y, por tanto, punible. Si bien el Senado francés revocó recientemente una ley similar, varios países europeos están siguiendo adelante al respecto. En el pasado mes de febrero, el Parlamento Europeo aprobó una resolución para ilegalizar la compra de servicios sexuales a toda persona menor de 21 años de edad.
Las consecuencias de semejantes leyes serán mucho más importantes de lo que muchos creen. Las encuestas de opinión hechas en 54 países de todo el mundo han revelado que hasta un 14 por ciento de hombres de muestras nacionalmente representativas –y una media mundial de entre el nueve y el diez por ciento– habían pagado por mantener relaciones sexuales en el último año. Las encuestas de opinión similares hechas a mujeres revelan una proporción mucho menor de venta de relaciones sexuales.
Las medidas encaminadas a regular o prohibir el comercio sexual no son nuevas precisamente. Las prescripciones religiosas y culturales encaminadas a controlar la conducta sexual existen desde hace milenios. Sin embargo, con el paso del tiempo el concepto de qué, cuándo y con quién es permisible la actividad sexual ha cambiado y a veces muy arbitrariamente, según quién esté en el poder.
A consecuencia de ello, las leyes que rigen la conducta sexual son casi tan variadas como la propia sexualidad humana. Muchos países penalizan las relaciones sexuales extramatrimoniales. Además, más de veinte países penalizan las relaciones sexuales prematrimoniales entre adultos consintientes, si bien en al menos 34 países, los jóvenes no pueden casarse hasta que tengan veinte años de edad y en un país los hombres deben tener 29 años de edad. A la inversa; en más de 50 países una niña de menos de quince años de edad puede ser entregada en matrimonio, si sus padres están de acuerdo, aun cuando ella no lo esté.
Según cálculos de las Naciones Unidas, más de 14 millones de muchachas menores de 18 años de edad –un tercio de las cuales son menores de 15 años– contraen matrimonio todos los años, es decir, 39.000 niñas desposadas todos los años. En tres países, un tercio de todas las muchachas están ya casadas al cumplir los quince años de edad.
Las leyes que rigen las relaciones sexuales entre adultos consintientes pueden ser igualmente severas. En 78 países, la homosexualidad está prohibida y en siete de ellos está castigada con la pena de muerte. Los perjuicios causados por leyes tan restrictivas y represivas están bien documentados, incluido, por ejemplo, un riesgo cada vez mayor de VIH entre hombres homosexuales. ¿Cuentan más los valores religiosos y culturales que esos motivos de preocupación?
Una definición universal de la salud y los derechos sexuales resulta absolutamente necesaria. Las NN.UU,. llevan mucho tiempo intentando determinar lo que constituye una sociedad sexualmente sana. A lo largo de los cuarenta últimos años, los comités de expertos convocados por la Organización Mundial de la Salud han acordado que la salud sexual comprende el bienestar físico, emocional, mental y social en relación con la sexualidad y está respaldada por el respeto de los derechos humanos y la autonomía individual, pero la OMS nunca ha propuesto semejante definición a su órgano rector, la Asamblea Mundial de la Salud, seguramente porque algunos de sus Estados miembros rechazarían la definición y las consiguientes obligaciones de fomentarla en el nivel nacional.
Sin embargo, ahora el mundo tiene una oportunidad de pasar de la penalización al consentimiento. En vista del debate sobre los Objetivos de Desarrollo Sostenible a partir de 2015, que se inició el mes pasado en la Asamblea General de las NN.UU., se puede explorar enteramente una referencia indirecta a la necesidad de “garantizar el acceso a los servicios”, en la que normalmente se incluirían los servicios de atención de salud sexual y reproductiva, como, por ejemplo, la planificación familiar y el tratamiento de las infecciones de transmisión sexual.
Pese a ser importante, el acceso a los servicios no es sinónimo de una concepción de la sexualidad basada en los derechos humanos y la autonomía individual. De hecho, se mencionan los derechos sólo en relación con la reproducción y se refieren sólo a muchachas y mujeres. Sin embargo, si el consentimiento pasa a ser fundamental para la cuestión de la salud sexual, todos los adultos tendrán derecho a adoptar decisiones autónomas sobre su sexualidad.
Entre dichos derechos figurarían los de elegir a sus parejas sexuales, a decidir si casarse y cuándo y con quién, a rechazar las propuestas de relaciones sexuales e incluso a comprar relaciones sexuales con otro adulto consintiente. Los derechos van acompañados de la responsabilidad de proteger a los niños que no pueden expresar legalmente su consentimiento, a velar por que las parejas sexuales no se vean coaccionadas y a fomentar una vida sexual segura y satisfactoria para todos. Esos derechos y responsabilidades son los que el Canadá y otros países deberían consagrar en sus legislaciones. Sería un servicio sexual al que nadie debería oponerse.
Por Sarah Hawkes y Kent Buse
Traducido del ingles por Carlos Manzano.
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