La televisión, que nació como un medio de información y entretenimiento, hace tiempo que dejó de lado su preferencia por los contenidos culturales para centrarse en la publicidad y en la guerra de las audiencias. No en vano, la caja tonta es una metáfora que define tanto su ideologización informativa como su escasa originalidad y calidad de la programación propia.
Hace algunos años, los concursos de televisión eran una excusa para la reunión familiar, la participación y el aprendizaje cultural. En la actualidad, predominan los programas en los que se premia la extravagancia, el morbo y el exabrupto. El reality show Gran Hermano, importado de otros países, se convirtió en su día en un fenómeno social de análisis de la convivencia humana, pero superada con creces la decena de ediciones, el objetivo del suculento premio económico es inseparable al de poder amortizar la participación en el concurso con la fama televisiva y poder vivir de ella.
Este éxito de audiencias, en especial entre los jóvenes, de ese tipo de concursos dio pie a un sinfín de ellos -personas obligadas a convivir en un castillo, en un autobús, en un hotel…- y el siguiente paso fue ayudar a encontrar pareja a los concursantes en espacios como Granjero busca esposa, Un príncipe para…, Quién quiere casarse con mi hijo, …con mi madre…
El último invento en el sinsentido del entretenimiento televisivo ha sido un nuevo concurso, Adán y Eva, en el que varios jóvenes, chicos y chicas, completamente desnudos, pretenden encontrar entre ellos el amor de sus vidas en una isla. Y como no puede ser de otra manera siempre que el morbo y el escándalo rondan la pantalla, la audiencia del estreno fue un éxito. El anzuelo para los telespectadores es muy claro: el primer concurso de la historia de la televisión en España con sus participantes desnudos, si bien la productora del programa insiste en que la falta de ropa es algo circunstancial que se muestra con normalidad.
Sin embargo, la primera entrega dejó entrever algo mucho peor, y es que la desnudez de los cerebros de los concursantes es mucho más llamativa que la ausencia de ropa y se acabará convirtiendo en la seña de identidad del concurso. Basta contemplar los rituales de apareamiento de los jóvenes, con continuas coces a la Gramática y sin un ápice de cultura general en sus conversaciones, para darse cuenta de que más peligroso que el cortejo entre ellos y que se lleguen a enamorar será que se planteen tener descendencia…
Escuchar, por ejemplo, a uno de los participantes situar “La Alambrada de Granada en Córdoba”, decir que “no me gusta el arte, soy anárquica”, o que “la historia de Adán y Eva aparece en el primer fascículo de la Biblia” da para muchas bromas, pero también es el triste resultado que ofrece en la mayoría de los casos el fracaso de las sucesivas leyes educativas, tan cambiantes como nefastas. Es el nivel medio al que responde una generación de jóvenes que, aunque digan que es la mejor preparada de la historia, se muestra en gran medida desinhibida, apática, consentida y cuya única aspiración es la ley del mínimo esfuerzo, la fama y el dinero fácil por encima del sacrificio y la disciplina.
Estos jóvenes, que reconocen sin pudor alguno en la televisión que no leen un libro y que se mueven con mayor facilidad en el mundo de la noche, las discotecas y los coches de gran cilindrada, por fortuna no tienen nada que ver con todos aquellos que luchan por su futuro incluso fuera del país y teniendo que compaginar un trabajo con sus estudios, pero resulta preocupante que exista un perfil tan alto al que lo que más le interesa es salir en la tele.
El problema de fondo es que la televisión no es el mundo real, como no lo es obsesionarse o pensar que encontrar pareja en una isla o a través de las redes sociales es algo normal. Los sentimientos no se pueden imponer, de la misma manera que la fama efímera, con o sin ropa, no tiene que ver con el reconocimiento público que sí dan una formación y unos valores.
Alberto López Herrero
Periodista español
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