Cuentos de Pueblo (lll Parte)

En esta tercera entrega, suprimo la introducción para agregar algunas anécdotas más de la publicación cuya avanzada, generosamente, ha acogido este medio.

Doña Nicetta
La cañada que atraviesa el pueblo se llama oficialmente “De los Zorros”. Corridos estos desde hace mucho tiempo por la invasión urbana, fue popularmente rebautizada con el nombre de la única habitante de sus márgenes, a quien conocí en mi temprana edad. Cada vez que una lluvia abundante convertida en torrente bajaba desde las nacientes en la cercana cuchilla de Haedo, la cañada crecía y desbordaba rápidamente, rodeando la humilde choza de la vieja. Esto obligaba a los solidarios vecinos al rescate, pues ella, en una actitud entre la tozudez y el arraigo, no salía por sí misma, mientras la correntada amenazaba llevarla con casa y todo. Pasaron muchos años; Nicetta se fue al cielo, la casa desapareció y la cañada entubada se atraviesa sobre puentes en las calles de cruce. Sin embargo, producto del cambio climático, las lluvias más copiosas superan a veces el caudal de los tubos desbordando sobre las calles. Hace muy poco tiempo, telefoneando a mi madre desde la capital, me comentó que ese día su empleada no había venido, el paso cortado por la cañada. Desde la memoria colectiva y la aprendida solidaridad de pueblo saltó como reflejo condicionado la pregunta: “Mamá; ¿sacaron a doña Nicetta?”

Arq- Luis Fabre

Los vuelos del inventor
Darío Guichón, descendiente directo del fundador, era formalmente el Juez de Paz, pero su verdadera vocación era la de inventor. Emulando al gran Leonardo, del que seguramente algo había leído, Darío soñaba con hacer efectiva la posibilidad de volar para el hombre. Así que por sus propios medios fabricó un prototipo con tela, madera y alambre que decidió probar en el cerro junto a la curva de entrada al pueblo. Una extensión del mismo, cuya plana superficie se corta en un desnivel de varios metros, le permitiría tomar vuelo sin necesidad de un largo recorrido previo, dada la falta de motor del artefacto.

La historia no incluye más testigos que su ayudante, un pariente que lo secundaba en sus afanes. Fue el destinatario de la orden ¡empuje tío chilito! para mover el aparato que ni bien salió de la rampa, cayó estrepitosamente rebotando dos veces hasta unos 15 metros del punto de despegue. Los escasos tramos entre golpe y golpe, recorridos sobre la tierra, convencieron a Darío, no obstante haber destruido el prototipo, que efectivamente había volado. Pasado un tiempo, curados los magullones, decidió adoptar el sistema de las aves. Consiguió una buena cantidad de plumas de ganso, aves que en la época se producían en la región y eran exportadas en ferrocarril. Fabricó una vestimenta que le permitió pegar las plumas, sobre todo en los brazos a modo de alas y decidió saltar desde el tanque de OSE ubicado dentro del pueblo. Esa nochecita se congregó la gente, atraída por difusión boca a boca de la idealizada hazaña anterior. Subió trabajosamente por la escalerilla metálica y ante el murmullo de los curiosos presentes un tanto desconfiados, se tomó un instante para saludar con la solemnidad del momento: ¡gracias Pueblo! A continuación saltó, abriendo y cerrando frenéticamente los brazos, esparciendo el plumerío -que en la semioscuridad daba un toque irreal al episodio- mientras se precipitaba a tierra donde cayó de rodillas, lastimándose más el espíritu que el físico sin sospechar que, independientemente de sus fracasos, había ganado la posteridad.

Ayala
Como chispazos en la crónica de su historia, síntesis de sabiduría colectiva, los “dichos” se trasladan oralmente, de generación en generación, dentro del pueblo. Algunos evaden ese ámbito llevados por emigrantes hacia otras ciudades incluida la capital, como era nuestro caso; estudiantes a seguir una carrera universitaria.

El juego del “gofo” era preferido por los timberos locales que disimuladamente concurrían a los locales donde aunque prohibido por la Ley, se jugaba, desapercibido para la mayoría de la comunidad mientras la policía hacía la vista gorda. La costumbre no era nada inocente pues en la mesa con tapete verde quedaban ahorros y sueldos, generando singulares dramas y el cumplimiento de códigos resumidos en “las deudas de juego son sagradas”. El ambiente en la sala a la cual se entraba con permiso del locatario, era espeso por el humo de tabaco, tolerado aún por lo no fumadores y la seriedad de los participantes que se jugaban la ropa. En el doble sentido, allí no volaba una mosca.

En ese contexto estaba una noche observando el juego nuestro protagonista, parado en segunda fila alrededor de la mesa. Allí estaba entre otros el “flaco” Almada, compañero de andanzas, diestro en el billar y todo juego por dinero, que sin embargo esta vez, venía perdiendo feo. Obstinado como todo jugador, insistía en seguir buscando revancha en la jugada siguiente. Ya en plena madrugada ésta no se daba y llegó en cambio, como no podía ser de otra manera, el momento de quedarse sin plata. En su desesperación encontró a la vista el recurso de su compadre, al que interpeló de inmediato: “Ayala, ¿tiene cinco pesos que me preste? ” recibiendo rápida contestación: “qué rigor, aquí hasta los mirones pierden! dijo Ayala sin perder la circunspección, dando vida a una máxima aún hoy usada en el pueblo.

Leguay
Personaje cotidiano en los bares del pueblo, Leguay y su acordeón vivía en la calle como el caracol, pues no se le conocía vivienda. Así fuera mediodía o madrugada estaba en alguna vereda, donde dos o tres temas, repetidos y monótonos, se hacían oír desde su banquito bajo. Claro que tenía locales preferidos, ambos a orillas del pueblo; uno era el prostíbulo de “La Chela” y otro el “Bar y terraza” de Jorgito Chuayre, donde en noches de verano los mejores años de su carrera solía amenizar los bailes. Poco apreciado como artista,
la gente quería al viejo con abstracción de su condición de músico, seguramente autodidacta. Ese afecto colectivo motivó mi “hazaña” cuando en viaje de estudiantes de cuarto año del Liceo, vinimos a conocer Montevideo. El corto, educativo itinerario, incluyó el Teatro Solís y el Planetario. En el primero nos aburrimos y en el segundo -aprovechando la oscuridad de la función- a consecuencias de una noche entera de “siete y medio” en el apartamento de los padres de Arturo, nos dormimos. Al otro día encaramos una formal- realizaríamos la informal por nuestra cuenta esa misma noche- recorrida matutina por “18 de Julio”. Al encontrarnos con el prestigioso Palacio de la Música en la esquina de la calle Paraguay, entramos en tropel, atraídos por las coloridas carátulas de discos nuevos, desconocidos para nosotros. Cuando la barra revisaba, sin ninguna intención de compra, las mesas que parecían tener toda la música del mundo, se acerca una dependiente muy bien vestida al grupo de paisanitos, y con aire sobrador pregunta: “Señores; qué títulos están buscando?” Confieso que me salió del alma, mezcla de homenaje y reivindicación: “¿ tiene Concierto para Bandoneón en do mayor, por Ernesto Leguay”? Y me mantuve serio, en medio de la cómplice risa contenida de mis compañeros, hasta escuchar la resignada negativa de la vendedora.

Arq- Luis Fabre 
luisfabre@gmail.com

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