“(…) La palabra del escritor tiene fuerza porque brota de una situación de no-fuerza.
No habla desde el Palacio Nacional, la tribuna popular o las oficinas del Comité Central:
habla desde su cuarto. No habla en nombre de la nación, la clase obrera, la gleba,
las minorías étnicas, los partidos. Ni siquiera habla en nombre de sí mismo:
lo primero que hace un escritor verdadero es dudar de su propia existencia.
¿Quién habla en mí cuando hablo? El poeta y el novelista proyectan esa duda sobre el lenguaje
y por eso la creación literaria es simultáneamente crítica del lenguaje y crítica de la misma
literatura. La poesía es revelación porque es crítica: abre, descubre, pone a la vista lo
escondido – las pasiones ocultas, la vertiente nocturna de las cosas, el reverso de los signos.
El político representa a una clase, un partido o una nación; el escritor no representa a nadie.
La voz del político surge de un acuerdo tácito o explícito entre sus representados; la voz del
escritor nace de un desacuerdo con el mundo o consigo mismo, es la expresión del vértigo ante
la identidad que se disgrega. El escritor dibuja con sus palabras una falla, una fisura. Y
descubre en el rostro del Presidente, el César, el Dirigente Amado y el Padre del Pueblo la
misma falla, la misma fisura. La literatura desnuda a los jefes de su poder y así los humaniza.
Los devuelve a su mortalidad, que es también la nuestra.”
Octavio Paz, México, D.F., octubre de 1972.1
Para hablar de Octavio Paz, además de osadía y cierto atrevimiento, hay que haberle leído y aprehendido, al menos inicialmente puesto que su obra es tan vasta y profunda que abarcarla es asunto de pocos. A nosotros, humildemente, nos basta con saberle, con tener ese tuteo con las venas y arterias de un corpus literario tan selecto como crítico y libertario.
El gran Octavio Paz es, si se nos permite esta libertad, como el propio México: acrisolado y endiabladamente vivo, más allá de la angostura y pequeñez de todo aquel que pretenda encasillarle dentro de una historia tan correctamente prolija como estereotipada.
Un México picante que hace que toda alma que pretenda atravesar las primeras capas de su realidad, se vea impregnada de un picante tan colorido como bravo, dejándole a uno sediento de un mayor saber, toda vez que tenga las agallas y el temple para ir en pos del conocimiento de sus culturas como de sus contradicciones. Éstas, a la postre, son las marcas que delinean el rostro de un México imprescindible para la cultura latinoamericana y occidental.
Don Octavio fue, mejor dicho, supo ser Embajador de su pueblo, como de sus culturas. Leer y entender “El laberinto de la soledad” va, ciertamente, en ese camino de conocimiento de un pueblo acrisolado.
Volviendo al legado del laureado escritor y poeta mexicano, digamos que para decirse y ser un librepensador no basta, ni por asomo, con vituperar, cuando es oportuno, contra adversarios civiles, ni tampoco basta para demostrar hombría dejarse crecer las cejas para mejor gloria de los caricaturistas. No. Para ser un librepensador y un hombre cabal hay que haberse jugado la pluma y la sangre en la noche de la democracia, sea donde fuere.
De eso, ciertamente, dio prueba Don Octavio. Solidario con la causa republicana española, supo abandonar todo dogma para quedar libre y al descampado, con su Verbo y su acento puesto en la búsqueda de más y mayor libertad, con solidaridad.
Supo, además, retratar con valor y en el peor momento de la dictadura chilena, el horror de aquellos miserables asesinos que, bajo el comando de un general estrellado, torturaban y mataban al tiempo que acallaban voces, y también conciencias. Si es necesaria una referencia, léase su ensayo “Los centuriones de Santiago.”
Ahora, cuando ya casi han transcurrido 101 años de su aniversario (31 de marzo de 1914), es que decimos, una vez más, que don Octavio fue, es y seguirá siendo, clave y conciencia de esta, nuestra, América Latina.
Don Octavio fue antes que instruido, culto, mientras que otros que escriben y parlotean han intentado instruirse pero sin alcanzar la estatura cultural y social del gran mexicano del siglo XX. Me refiero no al pueblo que camina descalzo, con hidalguía, sino a aquellos otros, tristes tribunos de cortes perimidas que, en un intento vano de rizar el rizo, se reúnen y cotorrean como si supieran lo que es abarcar a un gran literato y poeta. Pretender ubicarlo aquí o allá, cómoda y elegantemente, es desconocerlo en su esencia.
Pero, bueno, esto pretende ser, con mucho, además de una recordación, una invitación a aquellos que aun no tuvieron el privilegio de escudriñar y disfrutar las páginas de sus obras, a que lo hagan sin miramiento ni cortapisas. Vale la pena. Seguramente saldrán de esa primera experiencia más abiertos y con una mirada sonriente de cara al horizonte que amanece.
Nos iremos como empezamos, citándolo, desde su obra ¿Águila o Sol?:
Comienzo y recomienzo. Y no avanzo. Cuando
llego a las letras fatales, la pluma retrocede:
una prohibición implacable me cierra el paso.
Ayer, investido de plenos poderes, escribía
Con fluidez sobre cualquier hoja disponible:
un trozo de cielo, un muro (impávido ante el
sol y mis ojos), un prado, otro cuerpo.
Todo me servía: la escritura del viento, la de
Los pájaros, el agua, la piedra. ¡Adolescencia,
tierra arada por una idea fija, cuerpo tatuado
de imágenes, cicatrices resplandecientes!
El otoño pastoreaba grandes ríos, acumulaba
Esplendores en los picos, esculpía plenitudes
en el Valle de México, frases inmortales
grabadas por la luz en puros bloques de asombro.
Hoy lucho a solas con una palabra.
La que me pertenece, a la que pertenezco:
¿cara o cruz, águila o sol?/1
Por Héctor Valle
Historiador y geopolítico uruguayo
La ONDA digital Nº 707 (Síganos en Twitter y facebook)
1 Paz, Octavio, ¿Águila o Sol?, Editorial FCE, Colección Popular, México, D.F., año 1981 , Pág. 7.
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