Con el apoyo de las grandes potencias, los aplausos de los ricos y poderosos y la anuencia de buena parte de la población local, el mariscal transformado en presidente, Abdel Fattah al-Sissi, está haciendo de Egipto una de las dictaduras más viles y opresoras de la actualidad. Cuatro años después del derrocamiento de Hosni Mubarak, el ciclo de la Primavera Árabe se cerró en el más populoso de los países árabes. El antiguo régimen está de vuelta, más fuerte aún y con más poder en las manos de los militares.
Luego de 30 años en el poder, Mubarak cayó el 11 de enero de 2011 por causa de la presión popular contra él, pero también por haberse tornado dispensable para las Fuerzas Armadas de Egipto. Los militares controlan una porción enorme de la economía egipcia, que puede llegar al 40% del PBI, y abarca desde panaderías hasta la industria militar, pasando por supermercados y fábricas de cemento. En 2011, Mubarak era visto por las Fuerzas Armadas como una amenaza a este dominio, pues su hijo, Gamal Mubarak, estaba ganando mucho poder en el Partido Nacional Democrático, la sigla gubernamental. Reformista neoliberal, Gamal buscaba sustituir parte del dominio ejercido por los hombres uniformados por civiles fieles a él. Con la Primavera Árabe, vino la oportunidad de ahuyentar la apariencia del régimen, sin desarmarlo en los hechos.
Durante algunos meses, los militares comandaron la política egipcia por medio del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, el Scaf. Presionados por un movimiento revolucionario que todavía conservaba el ímpetu para buscar cambios genuinos, decidieron permitir la realización de las primeras elecciones libres de la historia de Egipto. La Hermandad Musulmana, principal representante del llamado Islam político, ganó las dos disputas. Instalado como presidente en junio de 2012, Mohamed Morsi lideró un gobierno incompetente y autocrático, y acabó derrocado por un golpe cívico-militar en julio de 2013.
Abdel Fattah al-Sissi, que se había convertido en el número 1 de las Fuerzas Armadas bajo la presidencia de Morsi, emergió como la principal figura nacional. Líder del golpe, Sissi aglutinó en torno de sí a diversos sectores de la sociedad egipcia: la elite económica; partidos seculares, de matices liberal e izquierdista; la mayoría del Poder Judicial; el establishment religioso oficial, cristiano y musulmán; movimientos salafistas, musulmanes ultraconservadores; la prensa pública y privada; el poderoso Ministerio del Interior y sus policías; y activistas revolucionarios que se opusieron a Mubarak, al Scaf y a Morsi. Del otro lado, estaba la Hermandad Musulmana, aislada. La división de la sociedad egipcia en estos dos campos, un fenómeno iniciado bajo la presidencia de Morsi, se agudizó luego del golpe y sirvió de base para que Sissi pusiera en marcha la reconstrucción del antiguo régimen bajo un modelo todavía más tiránico.
El momento más tétrico de la ascensión de Sissi al poder se dio 40 días después del golpe. El 14 de agosto de 2013, la policía y el ejército egipcios mataron a 1150 simpatizantes de la Hermandad Musulmana, una masacre, según la Human Rights Watch, equivalente a la de la Plaza de la Paz Celestial, en 1989, en China. Desde entonces, por medio de leyes, decretos y acciones represivas, Sissi ha combatido todas las formas de disenso, proveniente de los hermanos musulmanes o no. El paquete de medidas incluye una ley anti protestas, que torna casi imposible la realización de manifestaciones masivas; la clasificación de la Hermandad Musulmana como organización terrorista; una Constitución que impide la supervisión civil sobre actos y gastos militares; la prisión de 41 mil personas en los nueve meses siguientes al golpe; una nueva ley electoral que rehabilita a los integrantes del NDP, el partido de Mubarak ; un decreto que devuelve al presidente el derecho de elegir a los rectores de las universidades; la entrega de parte de la infraestructura de comunicaciones de Egipto al Ministerio de Defensa, dando a las Fuerzas Armadas poder de regulación sobre las telecomunicaciones del país; la inclusión de civiles en la policía; la permisión de prisiones dentro de las mezquitas; la expansión del papel del ejército en la seguridad pública; la suspensión de 56 jueces que manifestaron su apoyo a Mohamed Morsi; una nueva ley de ONGs que impide el financiamiento de estas entidades por parte de extranjeros; más allá de la publicación de sentencias judiciales con condenas a muerte en masa contra disidentes.
Estas acciones son justificadas por la lógica de la “guerra al terror” implantada por Sissi, para quien los grupos extremistas, como el Ansar Bait al-Maqdis, que actúa en la Península del Sinaí (frontera con Israel) y recientemente declaró lealtad al Estado Islámico, y la Hermandad Musulmana son la misma cosa. En nombre del combate a la amenaza del terror islámico, Sissi pasó a personificar un fenómeno que el analista político Taufiq Rahim llamó de hipernacionalismo: una respuesta a la ascensión de la supremacía religiosa en las últimas tres décadas en la cual el estado es supremo y cualquier respuesta intelectual es recibida con una excomunión retórica, o incluso legal. Por esta lógica, la Hermandad Musulmana está “del otro lado” y quien cuestiona la masacre de sus simpatizantes, o la prohibición de protestas, es catalogado como terrorista. En este clima, la xenofobia se propaga, alcanzando en especial a refugiados palestinos y sirios.
Las prácticas draconianas del nuevo régimen cuentan con la anuencia de buena parte de la sociedad. Es un fenómeno que hace que Egipto, se asemeje cada vez más al escenario de distopías en el que los individuos renuncian deliberadamente a su libertad en nombre de la seguridad. Como escribió recientemente el investigador Amro Ali, burócratas, periodistas, jueces, celebridades, y el «ciudadano patriótico» promedio de Egipto, son los protagonistas de un fenómeno de «servidumbre voluntaria» a un orden represivo. Cómplices colectivos de la barbarie, afirma Ali, estas personas entregaron al régimen una carta blanca para el estado de violencia, nepotismo y corrupción que se está reconstruyendo en Egipto. Un marco de la barbarie en las prisiones egipcias fue revelado en el ensayo de Tom Stevenson en el London Reviews of Books. El texto detalla como miles de prisioneros sin haber sido juzgados, vienen siendo torturados sistemáticamente en detenciones militares secretas y sometidos a condiciones inhumanas, como la confinación de 60 personas en celdas de 18 metros cuadrados y la reclusión en solitario en calabozos repletos de cucarachas.
El cuadro se completa con el clima de persecución existente en Egipto, simbolizado por las teorías conspirativas demenciales difundidas por la prensa, que ayudan a que cada ciudadano se convierta en un informante en potencia. Un caso famoso ocurrió en el mes de noviembre pasado, con el periodista francés Alain Gresh, que fue detenido en el Cairo al salir de un café. Él conversaba sobre política con dos egipcios y fue denunciado a la policía secreta por una cliente de la mesa de al lado, que sospechó del diálogo.
No sorprende, por lo tanto, que Hosni Mubarak esté a punto de ser liberado y eximido de todas las acusaciones, y que algunos de los principales nombres de las elecciones parlamentarias egipcias (cuya primera fase se produce el 22 de marzo) sean ex integrantes del NDP. Rehabilitados, los integrantes del antiguo régimen han sustituido rápidamente a los reformistas que apoyaron el golpe de Sissi, creyendo que se trataba de un reinicio de la revolución de 2011, para ellos “robada” por la Hermandad Musulmana.
La consolidación del poder de Sissi se da, también, con la anuencia de importantes actores internacionales, incluso de aquellos que dicen preocupase por los derechos humanos. El horror de la masacre de 1.150 personas hizo vacilar el apoyo del gobierno de los Estados Unidos al dictador, pero inmediatamente la realpolitik prevaleció, y John Kerry, secretario de Estado norteamericano, afirmó que el golpe significaba la “restauración de la democracia”. En septiembre, Sissi fue recibido por David Cameron, premier del Reino Unido, y tuvo la oportunidad de escuchar loas respecto al «papel esencial» de Egipto para la política británica, confirmado por la visita, en enero, de la mayor delegación empresarial británica al Cairo en más de una década. François Hollande, el presidente de Francia, mantuvo una distancia prudencial de Sissi mientras este no era oficialmente presidente de Egipto – lo que ocurrió en una elección fraudulenta en mayo de 2014 – pero inmediatamente después lo recibió de forma acogedora en París. El pasado 12 de febrero, Hollande anunció, exultante, la venta de 24 de los carísimos cazas Rafale a Egipto. En el Foro Económico Mundial, el cónclave de los ricos y poderosos del mundo, realizado a fines de enero en Davos (Suiza), llegó la consagración internacional de Sissi: fue aplaudido efusivamente luego de su mensaje con respecto a la necesidad de reformar el Islam.
La ascensión de Sissi es, para Egipto y para el mundo, la reproducción de un modelo que sólo puede producir la ruina. Símbolo del delirio según el cual un “hombre fuerte” creará la estabilidad, él cuenta con apoyo interno y externo en su «guerra contra el terror». Sus prácticas, sin embargo, sólo conducen a la inestabilidad. En primer lugar, por generalizar como terroristas a los adeptos al Islam político, señalando a los moderados, como los hermanos musulmanes, que estaban equivocados al defender la participación leal en el sistema. En segundo lugar, por relegar a segundo plano los problemas que hacen de la sociedad egipcia, así como de otras en el Medio Oriente, el caldo cultural perfecto para el florecimiento del extremismo: la pobreza, el desempleo, el analfabetismo, el sexismo, el sentimiento de insignificancia cultural y, sobre todo, la represión política que bloquea la oposición de partidos, ONGs, movimientos sociales, vehículos de prensa, sindicatos, entidades estudiantiles y deja como única puerta abierta al disenso una religión radicalizada justamente por la situación de penuria a la que muchos de sus adeptos son sometidos. Sissi no es otra cosa, por consiguiente, que la continuación del círculo vicioso de represión, radicalismo y violencia que marca la historia de Egipto y de Medio Oriente.
La diferencia, ahora, es que la sociedad cambió. La Primavera Árabe provocó una alteración fundamental en la sociedad egipcia. Aquella insurrección hizo que la población le perdiera el miedo al gobierno, como afirman el activista Hossam Bahgat y el analista Thanassis Cambanis. El asesinato de la activista de izquierda Shaima al-Sabbagh en enero y la muerte de 22 hinchas en un partido de futbol a principios de febrero, rindieron raras críticas públicas al régimen en los medios de comunicación. En la Península del Sinaí existe una creciente insatisfacción con el gobierno, todavía reprimida, por causa de la lucha contra el Ansar Bait al-Maqdis – entre las estrategias de las Fuerzas Armadas para quitarle territorio a los extremistas están la demolición de centenas de casas y el despeje de familias que habitan en la frontera con la Faja de Gaza. Más allá de esto, la «guerra al terror» no ha traído más seguridad a la población. Por el contrario, ataques y explosiones se han vuelto más comunes en el Cairo.
Al igual que Mubarak, Sissi posa, para el público interno y externo, como el guardián de la estabilidad. Sus prácticas, sin embargo, fomentan lo contrario. En regímenes cerrados, es bastante complicado medir el tamaño de la furia de la población e imposible prever un levantamiento. Esta es la lección que Sissi debería aprender del régimen de Mubarak: cuanto más insostenible es para el pueblo la situación creada por el gobierno, mayor es la indignación colectiva. La respuesta puede demorar, pero vendrá, tal vez cuando menos se la espere.
Por José Antonio Lima
Fuente: Carta Capital
Traducido para LA ONDA digital por Cristina Iriarte
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