Violencia e Individuo: Causas psicológicas y antropológicas de la violencia

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La cuestión es cómo y en qué condición lidiamos con “la violencia”- La Antropología Social nos permite llevar adelante un análisis multidisciplinario de la violencia, puesto que esta guarda relación con las circunstancias de vida que afectan al individuo y su comunidad, lo que puede provocar las más diversas reacciones, tanto individuales como sociales.

Dice el antropólogo chileno Andrés Recasens (i) que el fenómeno mantiene, en general, una dependencia del contexto histórico y geopolítico en el cual se produce, y las características propias de la cultura en la que entra a jugar un rol impregnan las formas en que la violencia se expresa.

Hoy en día, a su vez, inmersos en la globalidad reinante, en especial desde su faz mediática, las formas y expresiones violentas de diferentes culturas se retroalimentan. Esto bien puede suceder merced a las vastísimas y complejas redes de comunicación que nos hacen creer que estamos al mismo tiempo en los más diversos lugares del mundo. Esa violencia difundida por los medios de comunicación de masas, nos bombardea y condiciona, según sea el grado de nuestra independencia crítica o dependencia pasiva de aquellos.

Así, la violencia se hace presente en la reunión familiar que en lugar de optar por el diálogo permite que el televisor sea encendido, recibiendo de los informativos centrales multiplicidad de hechos violentos, sucedidos a lo largo y ancho del mundo, en noticias que duran de 45 a 90 segundos, mostrándonos vejaciones, asesinatos, explotaciones humanas las más variadas.

De regreso al estudio del antropólogo chileno, observamos que el fenómeno de la violencia hace con que nos encontremos, por un lado, con el ejercicio de la fuerza, la dominación, la impunidad, la arbitrariedad; en tanto que, del otro lado, podemos hallar la presencia de la debilidad, el sometimiento, la marginalidad, el temor, la indefensión o la desesperación y la rebeldía.

La violencia como proceso
En oportunidad del 5º Congreso Chileno de Antropología, Recasens advertía que se requería una definición operacional sobre el fenómeno de la violencia, cuidándonos de no encasillar el hecho inmediata y acríticamente como de “doméstica”, “juvenil”, “de género”, “étnica”, “sexual”, etcétera.

Al analizar desde su contexto multidisciplinario al fenómeno de la violencia podremos abordar el hecho con mayor amplitud y profundidad. De este modo, nos alejaremos de una visión reduccionista, evitándonos el incurrir en otro hecho de violencia, esta vez inaudita: la del que, al reaccionar irracionalmente, se torna en un violento de segundo orden al arrogarse el atributo de juzgar o, digámoslo con todas las letras, de vengarse.

La venganza, se sabe, está en las antípodas de la justicia y ésta, para que sea tal, merece darse, como antes mencionamos, tiempo, espacio, rigor y misericordia.

Si nos dejamos llevar por la venganza, daremos paso a la bestia con sus fauces abiertas, en loca carrera, teniendo por fin la destrucción del otro. Es por todo eso que nos adscribimos a la idea de que la violencia debe estudiarse como un proceso y nunca como una cosa.

La cosificación de la violencia
Al aceptar al fenómeno de la violencia en su apariencia o unicidad, no nos permitimos advertir sus variados prismas que la componen y así la cosificamos. Es decir, la tratamos como objeto.

El profesor Recasens dice, en este sentido, que cuando se define la violencia como “el uso de la fuerza física, o la amenaza creíble de tal fuerza para hacer daño físico a una persona o grupo (OPS)”, se la cosifica. Veamos, entonces, adónde apunta y por qué lo traemos a colación.

Al tratarla desde su manifestación, nos privamos de analizar su proceso. Dejamos afuera los escenarios desde donde se tejen y enlazan una trama de situaciones que eclosionan en un punto determinado, generando el fenómeno perceptible de la violencia el cual resulta ser, en definitiva, un síntoma de un problema pero no, claramente, el problema en sí. Luego, al cosificarla, al restringirla y etiquetarla, sin más, estudiamos el síntoma pero no sus causas.

Como añade Recasens, a veces los meta-relatos resultantes son verdaderos torbellinos que van reclutando víctimas y victimarios al tiempo que operan sobre las condiciones y sobre las propiedades de éstos, y sobre la ´historia´ que precede a cada uno antes de que se ejerza la violencia.

Víctima y victimario, junto con el meta-relato en el que están entrelazados, pueden constituir un sistema cuya finalidad es el ejercicio continuado de la violencia; ambos ocupan roles que los complementan, ambos se dan existencia mutuamente, y ambos retroalimentan la enfermedad del sistema al mismo tiempo que retroalimentan su existencia enferma dentro del sistema.

El presentar, desde nuestra perspectiva, la complejidad del fenómeno de la violencia, nos lleva a una toma de posición respecto de que las cuestiones centrales de la vida humana merecen ser estudiadas, investigadas y analizadas como procesos y nunca como cosas. Pues si creyéramos esto último estaríamos no sólo banalizando la vida humana sino llevándola, en nuestra mirada, hacia la nuda vida y no, ciertamente, hacia una vida sintiente, esto es, consciente de sí y de la existencia y trascendencia del otro.

De ese ser desconocido, del diferente, del disidente. Ese al que unos llamen de “extranjero”, por estar en el “afuera” de sus vidas, mientras que ellos están en el “adentro” de sus patrias, con los consiguientes etnocentrismos que a la larga engendran violencia, devastación y muerte.

El hacer de la violencia un objeto, hablaría de nuestra propia cosificación. Desnudaría, entonces, la ausencia de equilibrio emocional y espíritu crítico toda vez que nos arropamos con la violencia de los brutos. Esto, a su vez, deja en claro el no ejercicio de una consciencia psicológica, no hablemos ya de la consciencia moral.

El individuo, solo con sus instintos, carente de afectividad (algo mucho más profundo que la mera emotividad) y de razonamiento (desde una razón sensible, luego abierta al otro), se embrutece hasta hacer de su vida una suerte de teatro negro donde movimientos y sombras se proyectan en la blanca tela de una vida hueca.

Y ese es el problema en sí: el propender, por un efecto de vivir nuestra vida inercialmente, a ser hombres rellenos, hombres huecos, meros actores de reparto en una obra de la que nosotros mismos, en un momento dado de nuestras vidas, abandonamos nuestro protagonismo y así operamos en nosotros la violencia más grave: la servidumbre voluntaria. Vivir la vida como un pequeño y anónimo tirano que se apoya en uno “grande”, sea hombre o tótem. Luego, la carencia de libertad responsable y así la ausencia de cualquier vestigio de humanismo.

La antropología mimética
Es aquella que tiene en cuenta y estudia el deseo del otro.

Convengamos que la violencia, en su origen, es un factor generador y estructurador de las sociedades humanas, con toda la carga que esto lleva consigo. Las relaciones humanas, como apunta el doctor Ángel J. Barahona Plaza (ii), son normalmente conflictivas, competitivas, violentas y solo, ocasional y esporádicamente, tranquilas o no conflictivas.

El deseo, alega el especialista, está en la base de esas relaciones. Dice más: que la mayoría de las veces el objeto en disputa tiene un carácter metafísico: se lucha por el prestigio, el honor, por una mirada mal interpretada, por un nombre, por una idea o bien ¡por nada!

Aduce, que el deseo humano es mimético. Es decir, imita el deseo de otro por un objeto. Según esta rama de la antropología, el carácter mimético del ser humano es una evidencia, puesto que muestra la diversidad, complejidad y omnipresencia de la violencia como fenómeno humano y social.

Factores psicológicos actuantes
Ciertamente tenemos, como seres instintivos, apetencias de diverso orden: salvajes y primitivas.

Pero al mismo tiempo y dado el paso de la humanidad a través de las diferentes épocas de su historia, lo antropológico debe conjugarse con lo sociológico y psicológico y así constatar que, además de aquellos instintos, se encuentran convenciones sociales, éticas y morales.

Por ejemplo aquellas que en Occidente son inculcadas desde estructuras no tan lejanas, como ser la familia, que nos llevan a coexistir y toda vez que nos permitimos ser, morigerar en no menor grado, la irrupción salvaje de nuestros instintos, sin que por ello dejemos de reconocer las latencias que perviven por debajo de la alfombra, toda vez que las represiones pueden más que el vivir con una inteligencia emocional más natural que fingida o autoimpuesta por los tabúes sociales y culturales.

Para ello, la educación, es tarea esencial. Diría más: primordial. Pero una educación con cultura, no meramente instrumentista, ese vector tan caro a los hombres prácticos. Y nos referimos a la educación del primer entorno, la familia, como la que luego comienza a recibir en su tuteo con el mundo: la escuela y sus siguientes peldaños, el trabajo, etcétera, pero siempre junto a lo cultural, como ligazón inseparable para la emergencia de una persona humana apta para convivir con los otros bien como preparada para solventarse a sí misma y, eventualmente, a su núcleo familiar.

Debemos buscar ser coprotagonistas de nuestras respectivas comunidades, a los fines que el humanismo y lo trascendente nos convocan. En este sentido, nos viene a la memoria una frase del filósofo y maestro de vida Martin Buber, que reza así: “Toda vida verdadera es encuentro.” (iii)

Y para ello, debe ser uno el que dé el primer paso en el sentido de apoyar la prevalencia del otro, del respeto para con él, de su consideración que, a la postre, será la de ambos. La de un Yo para un Tú y no, la de un Yo para un Ello.

La cuestión es cómo y en qué condición lidiamos con “la violencia”, tanto desde los otros como en y desde nosotros para con los otros. Y cómo interactúan, entonces, los instintos, la educación, la instrucción y así la convivencia social que tengamos, o no, poca o suficiente, y cómo esa sociedad conjuga, a la vez que administra, alienta, regula o constriñe el fenómeno mismo de la violencia, en sus variadas manifestaciones.

Por: Héctor Valle
Historiador y geopolítico uruguayo

i Recasens Salvo, Alfredo, “Aproximaciones antropológicas al fenómeno de la violencia”, Revista de Antropología nr.18, 2005-2006, Facultad de Ciencias Sociales/Universidad de Chile, Santiago de Chile.
ii Barahona Plaza, Dr. Ángel J., “El origen mimético de la violencia”, Jornadas Universitarias ‘Jaes2006’, UNED-Madrid, 21 y 22 de abril de 2006. iii (2) Buber, Martin, “Yo y Tu”, Caparrós Editores, Colección Esprit, Madrid, 2005, pág. 18.

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