Cuando se apagan las luces todos somos responsables

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El suicidio sucesivo de tres jugadores de fútbol en menos de dos meses (Williams Martínez, Emiliano Cabrera y Maximiliano Castro), que se suman al de Santiago “Morro” García en febrero pasado, son claros indicativos de que el sistema deportivo está manifestando señales de gravedad inusitada, que hay que atender. Porque no alcanza claramente, con el necesario minuto de silencio o los sentidos mensajes de condolencia con que el sistema deportivo salda estas situaciones.

Los colegios aristocráticos de Inglaterra en el siglo XIX necesitaban disciplinar a su díscolos alumnos, que no respetaban la sagrada propiedad privada ni la paz de los vecinos; que, en los días libres, se emborrachaban, maltrataban al prójimo, saqueaban, destrozaban, violaban e incendiaban todo lo que encontraban a su paso.

Un clérigo, director del Colegio de Rugby, llamado Thomas Arnold (1795-1842) (al que no le gustaban para nada, por cierto, las actividades físicas), inventó un sistema de equipos en que dividió al alumnado y les organizó diferentes desafíos usando algunos juegos populares de ese entonces, especialmente carreras, partidos de cricket y los que se conocía desde el siglo X como “fútbol”, un “vale todo” que se disputaba entre localidades vecinas en oportunidad de festividades religiosas. Y parece que aquietó las ansias destructivas del alumnado o por lo menos las circunscribió, hasta cierto punto, a una rivalidad controlada dentro de un sistema jerárquico y tradicional.

Arnaldo Gomensoro.
Fernando Britos V.

Al conseguir “domar” al alumnado, aprovechó para infundirle una serie de reglas o “códigos” que coincidían con la moral y la ideología del liberalismo político y sobre todo económico, que reinaba entre las clases dirigentes de esa Inglaterra victoriana.

Los colegios llevaron estas competencias a su encuentros interuniversitarios . Y así nació el deporte moderno.

Entre esos códigos que sostenían los gentlemen deportistas, uno era característico: el alejamiento emocional de los resultados (“lo importante es competir”). Sin embargo, el deporte rompió los límites aristocráticos y rápidamente se transformó en profesional. Y aunque muchos siguieron intentando mantenerlo de acuerdo a aquellas reglas iniciales del deporte por el deporte (por ejemplo, la ficción del “fair play”), de a poco se fue consolidando un sistema deportivo que representa, como toda producción cultural, una formulación que reproduce las relaciones de clase presentes en la sociedad capitalista.

Así lo indicaba, hace casi medio siglo, el sociólogo francés Jean-Marie Brohm [i]“La institución deportiva está insertada dentro de los engranajes del sistema capitalista. Los clubes deportivos funcionan como firmas comerciales que compiten entre si en el mercado deportivo” Por lo que “El deportista de competición es un nuevo tipo de trabajador que vende a un patrón su fuerza de trabajo (capaz de producir un espectáculo que atrae a multitudes)”.

Existen ciertamente similitudes. Hay deportistas estrella que ganan millones de dólares, así como hay empleados de las multinacionales como los CEO (directores ejecutivos) que también lo hacen. Otras de las características comunes es que esos privilegiados son un ínfima minoría de total de los trabajadores. Sin embargo, si bien un trabajador en una empresa que ingresa sabe que es dificilísimo llegar a la cúspide, en el deporte el sistema de la zanahoria funciona. Los miles de niños que pueblan el fútbol infantil y especialmente sus familias, esperan que su hijo sea un nuevo Suárez o un Godin y que se (y los) salve. Aunque se sepa que bastante menos del 1% de esos 8.000 que comienzan cada año en el fútbol infantil, lleguen a conseguir un pase al exterior.

Muchos adolescentes, sobre todo del interior, son traídos a Montevideo a “probar” en un club profesional, con todas las implicaciones psicológicas y sociales que eso tiene. Muchos de ellos, sin embargo, son descartados y vuelven derrotados al pago chico, situación que pasa desapercibida (el periodismo sólo se ocupa de los “ganadores”) y que ha destrozado no pocas vidas. En el desarraigo se combina la derrota irremediable.

Y, cuando una minoría logra debutar en un cuadro profesional, es claro que el deportista se conforma como el eslabón más débil de esos “engranajes del sistema capitalista”, como afirmaba Brohm. La mayoría cobra (cuando cobra) salarios que apenas llegan a una canasta básica, aunque el jugador esté siempre ilusionado en el “pase” salvador al exterior. En todo esto, depende del directivo que lo apadrina, del “ojeador” que lo llevó, del intermediario que lo representa y finalmente, del dirigente que, muchas veces, se queda con una parte sustancial del “pase”, para hacerlo posible.

Como cada vez se los exporta más jóvenes, como un “producto” sin “valor agregado”, que va sin mucha experiencia ni madurez a un mundo hostil donde todos (otra vez dirigentes, contratistas, amigos de ocasión, mujeres, periodistas, etc.) se le arriman para aprovechar el entorno de la fama y el dinero. En este caso el desarraigo conlleva además una afección identitaria: la alucinación de la grandiosidad trasciende lo local, la mejor piscina, la vivienda más lujosa, los mejores autos, las mejores ropas, los patrocinios más rentables, los fanatismos magnetizados que muchas veces envuelven incluso a los familiares acompañantes.

La conocida fragilidad de la fama es capaz de afectar la psiquis de los deportistas y sus manifestaciones empiezan a producirse, en forma más notoria, cuando la luminarias empiezan a apagarse. Pocos de los elevados son capaces de desarrollar una personalidad capaz de manejar un futuro que parece imprevisible desde la perspectiva del éxito. Pocos son capaces de encontrar un entorno de contención, de desarrollo sustentable, al cabo de una carrera necesariamente breve que es casi imposible extender más allá de los 35 o 36 años de edad cronológica.

La mayoría de los deportistas empiezan entonces a rotar entre diferentes equipos de segunda y tercera categoría, sin consolidarse en ninguno, buscando desesperadamente otro contrato para no volver al pago de nuevo, derrotado. La carrera breve, característica decisiva de la vida profesional del deportista, influye poderosamente en quien piensa en su porvenir. La adicción al éxito que genera el mundo del espectáculo tiene efectos demoledores cuando el olvido y la soledad empiezan a tomar una densidad viscosa, cuando se empiezan a apagar las luces del estadio.

Los problemas psicológicos se manifiestan. No es inexorable pero la adicción al éxito es capaz de destruir a deportistas destacados y de afectar, con otras adicciones, aún a los que se encuentran todavía en la cumbre de su carrera. Aquella distancia emocional que ejercían los aristócratas del siglo XIX, fue dejando lugar a la más fuerte de las implicancias emocionales donde no existe “fair play” alguno. En algunos casos el desenlace es catastrófico. Eso es lo que estamos viendo con los suicidios de futbolistas.

Pero no hay que engañarse, la autoeliminación es la punta del iceberg, la frustraciones, los desengaños, las pérdidas, la soledad, la alienación en fin, se manifiestan muchas veces a través de enfermedades prevenibles, depresiones inhabilitantes, lesiones contumaces, difíciles de reconocer, de diagnosticar y desde luego de tratar.

El principal problema es que, según los “códigos” actuales del deporte, de esto no se habla. Bien lo hace notar el periodista argentino Claudio Gómez desde las páginas de la revista Perfil: “(…) se sabe que en el ámbito del deporte los trastornos emocionales son un tema tabú. Están mal vistos. Se ocultan” y transcribe la opinión del profesor Fernando Signorini, ex preparador físico de la Selección Argentina de fútbol: «Algún día tendremos que hacernos cargo de este ambiente tóxico y nefasto que hemos sabido construir. Público, periodistas, dirigentes, agentes, entrenadores, profes y también futbolistas, todos somos responsables”.

Ahora bien, no todos los procesos son idénticos, no todas las crisis catastróficas son iguales ni se desarrollan en el mismo momento o en la misma forma. La catástrofe puede sobrevenir muchos años después del retiro definitivo o producirse cuando aún el deportista está activo. Pero la negación, el silencio y en cierto sentido la complicidad efectivamente nos atañe a todos.

Apoyar a los deportistas no solamente es un desafío para favorecer su ascenso y perfeccionamiento – que es lo que generalmente se ve y se exige – sino fundamental cuidarles en su descenso para ayudarles a enfrentar los efectos tóxicos de la declinación, el retiro, la soledad. Este es un desafío eminentemente social, comunitario, solidario, porque el liberalismo salvaje, el mercado que mima a sus ídolos, es siempre cruel, negligente y muchas veces letal para quienes participaron como actores en su perpetuo Rollerball.

Por Arnaldo Gomensoro y Fernando Britos V.

[1]   Para Brohm, la teoría crítica del deporte se apoya en tres ejes principales: 1) el deporte no es simplemente un entretenimiento, sino una forma de gobierno, un medio de presión sobre la opinión pública y una forma de encuadrar ideológicamente a la población y a una parte de la juventud. 2) El deporte es un medio de acumulación de riqueza y por ende de capital dado que se trata de la vitrina más espectacular de la sociedad de mercado (precisamente el deporte es una de las mercancías fundamentales). 3) El deporte constituye un aspecto político, un lugar de inversión ideológica sobre los gestos y los movimientos. El deporte se muestra como un modelo ideológico dado que se puede acceder al éxito a través del esfuerzo, el entrenamiento y el renunciamiento. El deporte – dice Brohm – establece un orden corporal basado en la gestión de la pulsiones sexuales, de las pulsiones agresivas, y por ende es considerado como un integrador social, que reduciría la violencia y fomentaría la fraternidad (un discurso que amalgama ilusiones y mistificaciones).

 

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