Aunque son pocos quienes lo reconocen, la economía brasileña está semiestancada hace mucho tiempo.
El país no crece, el desempleo resurge y en la práctica la recesión ya está instalada en la economía. No obstante, el gobierno no tiene otra alternativa que no sea comprometerse en un proceso de ajuste fiscal – algo que se hace cuando existen excesos, no cuando hay falta de demanda. ¿Como explicar este extraño panorama?
El bajo crecimiento no es nuevo. Aunque son pocos quienes se dan cuenta de esto, la economía brasileña está semiestancada hace mucho tiempo. Desde 1980 el crecimiento de la renta per cápita ha sido, en promedio, del 0,9% anual contra el 4,1% entre 1950 y 1980. Si excluimos dos períodos atípicos – la fuerte retracción ocurrida en los años 1980 causada por la política de crecimiento con ahorro externo y el período del boom de las commodities (2004-2010) -, la tasa de crecimiento fue casi la misma: 0,8% anual.
El principal hecho novedoso que explica el bajo crecimiento desde 1990-91 es la trampa de las altas tasas de interés y el tipo de cambio sobrevaluado, que reduce la tasa de ganancia esperada (cuando no la torna simplemente negativa) y hace inviables las inversiones. El real sobrevaluado, por su parte, es una resultante del desmantelamiento del competente mecanismo de neutralización de la enfermedad holandesa que existió entre 1967 y 1990 – el «modelo Delfim Netto» basado en altos aranceles de importación y elevados subsidios para la exportación de bienes manufacturados. En este mecanismo la mitad era proteccionismo, la otra mitad neutralización de la enfermedad holandesa, pero nadie se dio cuenta de esto. Sin esta neutralización, las empresas industriales brasileñas pasaron a tener una grave desventaja competitiva, y así fue que se desencadenó la desindustrialización.
Los objetivos del ajuste son cuatro: controlar la inflación desencadenada por la depreciación reciente del real, sancionar la depreciación del real ya en curso, revertir el proceso de aumento del endeudamiento público y recuperar la confianza en el gobierno y en Brasil.
La pérdida de confianza se dio en los dos últimos años del primer mandato. En el segundo semestre de 2012, apoyado en la baja de la tasa de interés y en la depreciación del real que había logrado promover, el gobierno anunció que había tenido éxito en cambiar la «matriz macroeconómica» y que el país estaba ahora listo para crecer. Este fue un primer error. La matriz macroeconómica realmente había cambiado un poco, pero no lo suficiente para sacar al país de la trampa del largo plazo en la que está metido.
Dilma había recibido del gobierno anterior un tipo de cambio brutalmente apreciado (R$ 2 por dólar, a precios de hoy). Por esto la depreciación real de cerca del 20% alcanzada en los dos primeros años del gobierno no bastó para que las empresas brasileñas competentes se tornasen competitivas, sus expectativas de lucro cambiasen y volviesen a invertir en expansión de capacidad. A esto se le deben sumar dos hechos – los salarios reales continuaron aumentando y la productividad de la industria continuó bajando porque el tipo de cambio apreciado no justificaba inversiones en el sector – y comprenderemos porqué la economía permanecía semiestancada.
Sin embargo, la devaluación de 2012 tuvo un precio. Como no estuvo acompañada del necesario ajuste fiscal, la inflación subió. Ante este segundo error y el siempre bajo crecimiento, la ortodoxia liberal se lanzó al ataque, ridiculizando al «mini PBI» y apuntando hacia el aumento de la inflación. Y logró su cometido, porque los empresarios industriales dejaron de apoyar al gobierno. Sin alternativa, el gobierno Dilma dio marcha atrás y pasó a aumentar las tasas de interés.
Pero intentó una última jugada, cometiendo un tercer error. Recurrió a una política industrial carísima, basada en exenciones de impuestos. Pensó que de esta manera compensaría la sobrevaluación cambiaria, la tasa de ganancia volvería a ser satisfactoria para las empresas industriales, estas volverían a invertir y el país volvería a crecer. Pero la política industrial nunca sirvió para compensar el desequilibrio macroeconómico. Sumada a la fuerte desaceleración económica de 2014 y a la consecuente disminución de la recaudación, esta política contribuyó para que el superávit primario cayese cerca del 2% y se tornase negativo.
En 2013, ante estos errores, de los malos resultados en términos de crecimiento e inflación y del juicio del mensalão, el gobierno perdió el apoyo en las elites económicas. El pacto desarrollista que Lula había intentado armar asociando a los empresarios industriales y a los trabajadores, colapsó. Ya no eran más sólo los rentistas y el sector financiero quienes desaprobaban el gobierno; los empresarios industriales también se mostraban cada vez más insatisfechos, lo que se constituía en un argumento adicional para no invertir.
Al mismo tiempo, el déficit en cuenta corriente (el llamado “ahorro externo”) no paraba de aumentar, alcanzando el 4,4% en 2014, lo que agravó la crisis de confianza y la extendió al sistema financiero internacional, tornando posible una crisis de la balanza de pagos ese año, no obstante las altas reservas.
Frente a esta situación, la prioridad que la presidente estableció para 2015 fue recuperar la confianza perdida, que en este momento sólo puede ser alcanzada a través de un decidido ajuste fiscal. ¿Pero este ajuste sería necesario? ¿Contribuiría para reducir la inflación y así sancionar una depreciación real? Poco, dada la insuficiencia de demanda hoy existente. ¿Por qué, entonces, el ajuste? Primero, porque la política contracíclica sólo es efectiva cuando el país parte de una situación de equilibrio fiscal – que no es el caso. Segundo, porque, combinada con la depreciación, es la forma de controlar el déficit en cuenta corriente. Y, tercero, porque la sociedad brasileña está convencida de la importancia del equilibrio fiscal – lo que convierte al ajuste en una condición para el restablecimiento de la confianza en un marco político y macroeconómico muy negativo para la presidente.
2015 será un año difícil, como lo ha resaltado el ministro Joaquim Levy. Pero la crisis económica no es grave y puede estar superada a fin de año. Para esto, sin embargo, es preciso que el gobierno y las elites políticas superen la actual crisis política, porque esta, sí es grave. Es una crisis de legitimidad que atenta contra el buen gobierno.
Por Luiz Carlos Bresser-Pereira
Traducido para La ONDA digital por Cristina Iriarte
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