Alfredo Zitarrosa, un ícono musical de respeto, atildado, respetuoso, ceremonial, murió el 17 de enero de 1989, hace 33 años. Eso me trajo el único recuerdo que tengo de él, recuerdo presencial, face to face, en estos raros tiempos de virtualidad.
Pero antes de haberlo conocido, lo había escuchado, aunque fuera un niño. Incluso cuando fuimos a rescatar lo que se pudiera con algunos familiares, cuando habían detenido a mi madre, en una ratonera que se alargó por dos o tres semanas, escuché decir a uno de los soldados del operativo: -¡Qué bien que canta!, lástima que sea comunista.
Yo estaba exiliado en México, tenía diecisiete años, y participaba en un comité de solidaridad con Guatemala, que en esos días (1982) padecía una guerra de exterminio, sobre todo en detrimento de las comunidades mayas, a las que se les aplicaba la política de la tierra arrasada o tierra quemada —que el ejército de Estados Unidos había utilizado en Vietnam—, consistente en destruir absolutamente todo lo que pueda ser de utilidad al enemigo, incluidas las personas (las que podían, eventualmente, integrar la guerrilla de aquel tiempo, la URNG).
Pues bien, sugerí que quizá Alfredo pudiera cantar, en una actividad que estábamos organizando en solidaridad con Guatemala. Todos estuvieron de acuerdo, así que conseguí el número de teléfono, le hablé y coordiné un día y una hora para visitarlo en su casa.
No sabía lo que me iba a encontrar, iba con un poco de miedo, es que Zitarrosa era tan grande, y significaba tanto… Pero fui, llegué puntualmente.
Me recibió él mismo, me saludó y me hizo subir por unas escaleras y entramos en un cuarto que era su espacio, su estudio, su habitación propia como pedía Virginia Woolf. A un costado del escritorio, el perro afgano no podía ocultar su cara de bueno y fue testigo presencial de la breve entrevista.
Le expuse el asunto que traía entre manos, y él no opuso ningún reparo, salvo, claro, que los guitarristas que lo acompañaban estuvieran de acuerdo (ellos querían cobrar por su actuación, como es lógico. Y como no teníamos esa disponibilidad económica, su actuación no se pudo realizar).
Pero eso no es lo importante, sino lo que siguió después.
Me dijo:
—Estoy contento, porque hoy recibí una carta de Washington Benavides —y su rostro reflejaba plena satisfacción—.
Es que, que llegara una carta desde Uruguay, en la época de la dictadura, era toda una odisea. Cuántas manos habrán llevado, subrepticiamente, esa misiva hasta que llegara a destino, era una riesgosa odisea que involucraba a muchas personas que habían sorteado la dictadura, exponiéndose a mil peligros.
Y luego me explicó que allí había poemas o letras para una canción.
Yo le dije que escribía poemas, y que le iba a acercar una poesía para que él viera.
El me dijo que sí, que se la llevara. Pero no me animé.
Después de eso, Alfredo Zitarrosa dio un concierto en el Toreo, si mal no me acuerdo. Y allí cantó sus Diez décimas de saludo al pueblo argentino, que se debatía entre una guerra desigual contra Gran Bretaña por las Islas Malvinas y una dictadura terrible, que tiraba opositores desde helicópteros sobre el Río de la Plata.
Y ese día me congracié con los argentinos. Alfredo Zitarrosa me lo enseñó.
Por Sergio Schvarz
Periodista y escritor
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