Como parte de un ciclo de revisiones de obras maestras del cine universal, el complejo cinematográfico Movie Center exhibió las formidables “2001 odisea del espacio” (1968), y “La naranja mecánica” (1971)”, ambas películas del genial realizador estadounidense nacionalizado británico Stanley Kubrick, en lo que constituyó un auténtico acontecimiento para el público local de varias generaciones.
Si bien ambas propuestas son más del paladar de los cinéfilos de otrora que de las nuevas generaciones habituadas al cine digestivo de consumo fácil, la oportunidad de visionar ambas películas en confortables salas provistas de recursos técnicos visuales y sonoros que no existían hace medio siglo, resultó ciertamente una experiencia fascinante.
Se trata de dos clásicos realmente imperdibles de un creador mayor, que marcó a fuego una época, con títulos referentes de la estatura creativa de “La patrulla infernal” (1959), “Espartaco” (1960), “Doctor insólito” (1964), “Barry Lyndon” (1975), “El resplandor” (1980), “Nacido para matar” (1987) y “Ojos bien cerrados” (1999), entre otros trabajos de superlativo valor artístico e intransferible vuelo reflexivo.
Cuando se estrenó, hace ya 54 años, “2001, odisea en el espacio” impactó a los espectadores de la época por su inconmensurable desplegué visual, en una época en la cual los recursos técnicos eran escasos y había que apelar a la inteligencia.
Sin embargo, el film, al igual que la novela homónima de Arthur Clarke, sedujo también a las audiencias por su poética de sesgo filosófico, que apunta a desentrañar los secretos del espacio infinito desde una perspectiva ontológica.
En ese contexto, la narración, que tiene un comienzo impactante ambientado en la prehistoria y con nuestros antepasados que poblaron otrora el planeta como protagonistas, centra su atención, en pleno 2001, en el hallazgo de un extraño monolito emplazado en la Luna.
En un mundo distópico sin guerras y sin fronteras, la comunidad científica encara la ardua tarea de esclarecer ese enigma, que puede estar vinculado al origen mismo de la humanidad o tal vez a la eventual existencia de civilizaciones extraterrestres que nos precedieron.
En ese contexto, todo el relato transcurre a bordo del Discovery 1, una inmensa nave espacial que viaja rumbo a Júpiter, con parte de su tripulación en estado de hibernación. Los protagonistas y líderes de la misión son David Bowman (Keir Dullea) y Frank Poole, (Gary Lockwood), dos astronautas y científicos de fuste.
Empero, lo realmente novedoso es que todos los programas y dispositivos informáticos de la nave son gestionados por Hal 9000, una computadora de última generación que parece tener sentimientos casi humanos.
La película, producida en base a maquetas en escala y con efectos especiales sorprendentes para la época, resulta una experiencia realmente fascinante, sobrecogedora y construida mediante un lenguaje visual cuasi psicodélico, particularmente en el viaje al infinito del epílogo.
Más allá que el formado de esta obra es el de una aventura ambientada en el gélido y desolado espacio exterior, la propuesta habilita otras lecturas de sesgo metafísico, que indagan en temas tan trascendentes como la idea de la infinitud, la vida, la muerte, el inexorable advenimiento de la vejez, la perdurabilidad de los recuerdos, el anclaje entre la tecnología de avanzada y la ciencia, la expectativa de una improbable resurrección, la subordinación del ser humano a la máquina y las fronteras que separan lo racional de lo irracional.
La estética visual, tan despojada como esa nave de atmósfera claustrofóbica pero a la vez vacía y desolada, sintoniza perfectamente con la cuasi ausencia de diálogos entre los personajes protagónicos.
En ese marco, lo dominante es el lenguaje de la imagen de impronta alegórica, que dispara múltiples reflexiones en torno al origen del homo sapiens nutrido de las teorías evolucionistas y el destino final de nuestra especie, sin abdicar, en modo alguno, de una espiritualidad orientada a esclarecer parte de los ininteligibles dilemas que no han angustiado desde tiempos pretéritos.
La banda sonora, que completa una propuesta cinematográfica para ver y rever hasta que los párpados caigan sobre nuestros ojos extenuados, incluye emblemáticas piezas de los egregios compositores austríacos Richard y Johann Strauss.
“2001: odisea del espacio” es una obra maestra realmente inconmensurable y de ahí el acierto de la empresa Movie Center de encarar su reposición, para reunir en sala a tres generaciones de cinéfilos empedernidos.
Alegoría de la violencia
La otra obra repuesta del gran Stanley Kubrick fue “La naranja mecánica” (1971), el formidable film del maestro inspirado en la novela homónima del escritor Anthony Burgess.
El tema central del relato, que ha recorrido recurrentemente toda la historia de la humanidad, es la violencia en todas sus expresiones y manifestaciones.
El largometraje está ambientado en un futuro próximo que podría ser nuestro presente, en un país, Inglaterra, que está sometido a la represión de un gobierno autoritario y manipulador, pero legitimado por el statu quo de una democracia apócrifa.
En ese ambiente singular aflora otra violencia que compite con la estatal: la de bandas de matones y drogadictos que se dedican a golpear a marginales o bien a copar suntuosas viviendas, donde martirizan a sus moradores y violan a sus mujeres. Obviamente, se comunican con un lenguaje lunfardo, que retrata el espíritu subterráneo y rupturista que gobierna sus alienadas voluntades, visten ropas estrafalarias, cubren sus cabezas con bombines, se maquillan los ojos y lucen pestañas artificiales.
Estos engendros son la contracara o la relación de causa y efecto de un sistema que somete a las personas a una rígida obediencia de impronta orwelliana, sin margen para eventuales disidencias.
El protagonista de la historia es Alex de Large (Malcolm McDowell), un delirante delincuente violento pero culto, que, paradójicamente, se siente fascinado por la música del referente compositor alemán Ludwig van Beethoven. Como si no fuera suficiente, su mascota es nada menos que un inmenso pitón, que es el único ser vivo que realmente ama. Por supuesto, pertenece, como en tantos otros casos, a una familia disfuncional, con dos padres displicentes y distantes.
La película, musicalizada precisamente por un Beethoven distorsionado en novedosa versión sintetizada de Walter Carlos, propone un auténtico aluvión de violencia extrema, sexo con violaciones incluidas, encierro y represión autoritaria, con el propósito de reeducar al protagonista y transformarlo en funcional al sistema, al igual que a sus compañeros de peripecia delictiva, que ulteriormente visten uniformes de policía y así destilan todo su odio patológico y su prepotencia.
Tanto la película como el libro parecen escritos ayer, en tanto vivimos un tiempo de violencia, con crímenes aberrantes, vejámenes, represión policial y una profunda grieta social originada en la inequidad, la exclusión y el odio de clase.
Por supuesto, la democracia como tal está en tela de juicio, en tanto incluye sólo a una casta de privilegiados y segrega y expulsa a vastos sectores de las poblaciones periféricas, condenándolos a la pobreza y la intemperie.
Dos ejemplos concretos que ilustran esta realidad contemporánea a nivel local, son la violación masiva a la cual fue sometida una mujer en el barrio Cordón y la golpiza que le propinaron cuatro matones burgueses a un joven en Punta del Este al confundirlo con un ladrón, emulando a los perversos acólitos del ya célebre Alex de Large.
“Naranja mecánica”, que es sin dudas un clásico, es una obra maestra que, más allá de su mera estética y su novedosa formulación visual, dispara múltiples reflexiones sobre la recurrente pesadilla de la violencia, el autoritarismo explícito o soterrado, la brecha generacional, los estragos provocados por las drogas, el amor, el desamor y las patologías sociales que contaminaban en el pasado y aun contaminan a la sociedades del presente, tanto a las periféricas como a las centrales.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico de cine
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