La emergencia humana y afectiva devenida tensión y hasta núcleo de conflicto entre dos familias pertenecientes a clases sociales radicalmente diferentes, es el disparador temático de “De tal padre tal hijo”, el galardonado film del talentoso realizador japonés Koreeda Hirokazu.
Esta película pone sobre el tapete el tema de la pertenencia, en tanto herencia genética pero también como construcción vincular, tradición y hasta refugio.
En una sociedad estratificada subsidiaria del sistema capitalista, los propios sentimientos están casi siempre cruzados por las ambigüedades y, como no podía ser de otro modo, por los prejuicios subyacentes en el imaginario colectivo.
Este valioso título de la filmografía nipona remite, aun sin proponérselo, a “El otro hijo”, el magistral film del cineasta francés Lorraine Lévy, que narra la odisea y la confrontación entre una familia judía y una palestina.
En esa recordada película, la clave es que los hijos de ambas familias fueron involuntariamente intercambiados en el momento del parto, por lo cual el joven palestino fue criado en Israel y el judío en Palestina.
El mayor núcleo de tensión es que los niños devenidos jóvenes habían sido educandos en función de los valores y las creencias de sus mayores, lo cual, al conocerse la verdad, les generó un traumático problema de identidad religioso y cultural.
No en vano ambos pueblos son protagonistas y por supuesto víctimas de una sempiterna guerra, que ha alimentado odios, rencores y agrios resentimientos, los cuales trascienden a lo meramente generacional.
Contrariamente a lo que sucede en el film francés, donde el mayor foco de confrontación es sin dudas el político, en “De tal padre tal hijo” la frontera es realmente de naturaleza social.
No en vano y más allá de respetar sus tradiciones y su historia, Japón es una de las grandes potencias económicas del planeta, que -pasada la tragedia de los dantescos holocaustos nucleares de Hiroshima y Nagazaki- clonó el modelo de su propio colonizador.
Asimilado al capitalismo como uno de los grandes actores del mercado global, Japón ha construido un imaginario que conjuga el espíritu empresarial, el pragmatismo y el individualismo.
Por supuesto y en función del paradigma de acumulación que sustenta el sistema, la sociedad de este país oriental ha asumido una estructura rígidamente clasista y de fuertes pertenencias.
En ese contexto, el protagonista del relato es Ryota Nonomiya (Masaharu Fukuyama), un exitoso hombre de negocios de la ascendente burguesía, quien se entera que su verdadero hijo biológico fue criado realmente por otra familia de extracción humilde.
En cambio, el y su esposa Midori (Machico Ono) tienen a su cargo a Keita (Keita Nonomiya), un niño que, por su origen, no pertenece a ese núcleo familiar.
En el otro extremo de la escala social se sitúa el matrimonio integrado por Yudai (Lily Franky) y su esposa Yukari (Yoko Maki), quienes comparten sus vidas con tres vástagos, uno de los cuales es, por supuesto, una suerte de involuntario “intruso”.
El detonante de la controversia fue un error del hospital donde ambos bebés nacieron, lo cual –al conocerse la verdad, seis años después – se transforma en un problema y, por supuesto, hasta en un dilema.
Obviamente, la indeseada novedad deviene en una experiencia traumática para los adultos, quienes observan repentinamente el derrumbe de todas sus certezas.
Qué hacer ante tal contingencia es el interrogante que se plantean todos los involucrados, es una situación de dimensión dramática, que, en buena medida, haría las delicias de una lacrimógena telenovela colombiana o mexicana.
Empero, la intrínseca sabiduría de Koreeda Hirokazu logra mutar una anécdota aparentemente trivial en un cuadro humano realmente conmovedor.
Al igual que en “El otro hijo”, son las madres quienes asumen la situación con la mayor madurez, conscientes de la necesidad de construir un espacio de armonía que coadyuve a sobrellevar el contexto.
No obstante, detrás de la angustia que experimentan los adultos por la inexorable causalidad del destino, subyace la pueril ignorancia de los niños, quienes permanecen indiferentes a lo que sucede en torno a ellos.
Koreeda Hirokazu, director, guionista y montajista sabe trabajar – con superlativa y conmovedora sensibilidad- con la siempre maleable materia prima de las emociones humanas, en un discurrir que privilegia particularmente el examen de las conductas psicológicas de los protagonistas, casi siempre signadas por la lógica de las clases sociales.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
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