Las devastadoras secuelas de una guerra irracional que sembró el drama, la desolación y el dolor en las comunidades sociales de los países litigantes, es el conmovedor disparador temático de “Camino a Estambul”, la ópera prima del galardonado actor y ahora director neocelandés Russell Crowe.
Este film, que se inspira en hechos reales por más que su personaje central sea ficticio, constituye un cabal testimonio del inmenso poder destructivo de la violencia fáctica instituida por conflictos subyacentes entre naciones, por motivaciones políticas, territoriales, económicas y hasta religiosas.
No en vano los cruentos episodios bélicos devienen en auténticos martirios para las poblaciones civiles, como sucede en el presente con las experiencias de exterminio que han asolado y castigado a países como Irak, Afganistán y Siria, entre otros.
En este caso, el relato está ambientado en 1919, cuatro años después de la hecatombe de la batalla de Gallípoli o batalla de Los Dardanelos, que tan magistralmente supo recrear, en 1981, en un film homónimo, el talentoso realizados australiano Peter Weir.
Esta masacre, registrada en 1915 en el marco de la Primera Guerra Mundial o Gran Guerra como se le conoce históricamente, fue uno de los más dantescos genocidios que registra la memoria colectiva, con aproximadamente 140.000 muertos y millares de heridos e inválidos.
Ello transformó a la península turca –que paradójicamente es un espacio geográfico paradisíaco- en un inmenso cementerio, donde abundan las fosas comunes y las tumbas sin nombre de las víctimas de una confrontación absurda.
Por supuesto, ese enfrentamiento, que involucró a soldados británicos, franceses, australianos, neocelandeses y naturalmente turcos, destruyó a numerosas familias, condenadas al duelo de por vida por sus desaparecidos y fallecidos.
Esta es la materia temática de “Camino a Estambul”, cuyo protagonista es Joshua Connor (Russell Crowe), un granjero australino que ha perdido a sus tres hijos durante la batalla de Gallípoli.
Desde el comienzo, el relato sugiere una compulsiva experiencia de búsqueda, cuando el personaje explora el terreno para encontrar agua en un territorio árido y desértico, mediante el milenario procedimiento de rabdomancia.
De algún modo, esa primera secuencia es una suerte de metáfora de la ulterior experiencia que emprenderá ese padre desesperado por conocer el destino de sus vástagos.
Como su esposa, se trata de un ser devastado por el incurable dolor de la ausencia, que comparte el mismo suplicio que los familiares de los desaparecidos durante la dictadura uruguaya, quienes cada 20 de mayo manifiestan por verdad y justicia a la espera de una respuesta a sus legítimas demandas.
En ese contexto, el camino a Estambul al cual alude precisamente el título de esta película, es la tortuosa epopeya de este hombre que sólo aspira a saber dónde cayeron sus hijos, partiendo de la premisa que están muertos, porque cuatro años después, no han regresando.
Por supuesto, la historia corrobora que, en una guerra todos son perdedores. La confirmación de este aserto es la experiencia de convivencia del protagonista, en un hotel turco, con una joven viuda y su hijo, quienes también padecen la ausencia permanente del padre inmolado.
Así se dirime este drama realmente conmovedor y sin concesiones al conformismo, que transcurre en la mágica Estambul de las monumentales mezquitas y los majestuosos minaretes y en la asolada península de Gallípoli, fuertemente controlada por fuerzas mixtas aliadas y turcas.
En ese contexto, el paisaje de subyugante belleza bucólica del lugar contrasta con el pesadillesco suplicio de la tarea de búsqueda e identificación de los cadáveres y las tumbas sin nombre de las víctimas, sin patria ni memoria.
Esa es la condena del granjero que encarna precisamente el inmenso Russell Crowe, cuyo estoico periplo es una agobiante experiencia de encuentro con el dolor y la inexorable confirmación de la pérdida.
Por supuesto, esta es realmente una historia de amor y si se quiere hasta de heroísmo, potenciada por la crudeza de explícitas secuencias de trinchera donde los combatientes aguardan resignados un aciago destino.
En su primera incursión como realizador, el sensible Russell Crowe –ganador de un Oscar al Mejor Actor por su rol en la laureada superproducción “Gladiador” (2000), imprime a su película un aliento épico y removedor.
En ese contexto, construye un cuadro de tragedia sobrio, ponderado y de intensa frontalidad testimonial, que sabe condensar el drama humano sin dejarse seducir por eventuales tentaciones lacrimógenas.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
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