La sensibilidad social de Lacalle

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 La reforma jubilatoria aprobada, que bien se nombra como ajuste, es candidata firme para definir la gestión del gobierno de Luis Lacalle Pou. Su génesis, tratamiento y aprobación tiene dos elementos que la singularizan: a quienes beneficia y perjudica, y la forma artera en que fue llevada adelante. Eso, desde que fue compromiso electoral con palabras altisonantes sobre políticas de Estado, hasta la instancia final, en la que lo aprobado posterga a los sectores más pobres y con más dificultades, provoca pérdidas de hasta un 38% en los ingresos para el retiro de ciudadanos que trabajaron para tenerlo con dignidad y no roza siquiera a los dueños del capital.

Sin desmedro de la realidad, Lacalle definió la reforma en un video hecho luego de aprobada: “Es una reforma solidaria y con sensibilidad social”. Y en un birlibirloque de la aritmética, sostuvo que la reducción del monto de las pasividades, inevitable con esta reforma, “las jubilaciones van a ser más altas en el Uruguay”.

Qué se puede responder a eso, no? ¿Un error? No importa. Lacalle puede declararse triunfante en esta instancia de la lucha de clases, pues términos tan extremos de confrontación se terminaron mostrando desde el oficialismo hasta el final, hasta en el debate del jueves en el Senado. Desde la oposición se mostraba incredulidad ante las artes usadas para justificar que esa apropiación indebida y carente de sensibilidad social se convirtiera en ley. Se encontrará en las actas la misma sorpresa e incredulidad en la oposición en las interpelaciones por Marset y Astesiano de parte de una fuerza política que no quiere lucha de clases sino mayor democracia y extender el entendimiento político y social en el Uruguay.

Si algo caracteriza la gestión de Lacalle es la que mostró desde el mero inicio de la campaña, en un tema en el que encontró coincidencia generalizada en que era imprescindible. Tres o cuatro años después, lo que resultó es un texto endeble, que no se sabe cuánto ahorra realmente y que hace más imprescindible que antes una real reforma; no jubilatoria sino de toda la seguridad social. El suyo fue un estilo de trabajo pleno de cortinas de humo y maneras que no son propias de un hombre de Estado y no siquiera de un administrador razonable. En el camino hubo promesas electorales contrarias a lo concretado, negociaciones mal articuladas a diestra y siniestra, informes técnicos calificados de los que se extrajo solo lo que se entendía que apoyaba su tesitura, sucesión de proyectos en el intento de llegar a acuerdos parlamentarios en su colorida coalición, y más. A los coaligados ya no los une tanto el rechazo al Frente Amplio, cabe observar, sino la promoción de la desigualdad.

No es, claro, lo que firmaron en el Compromiso con el país, con el que la coalición fue a la segunda vuelta electoral: “una reforma de la seguridad social con sólida base técnica y amplio apoyo político, con el fin de lograr un sistema previsional moderno, financieramente sostenible y menos dependiente de los tiempos políticos, que vele especialmente por los pasivos con mayores niveles de vulnerabilidad”. No, para nada. Y menos que menos, velar por pasivos con mayor vulnerabilidad.

Lo aprobado claramente beneficia a los empresarios, a los que ni roza en sus aportes, y que hoy (tomando cifras del 2021) tienen exoneraciones de 164 millones en la industria manufacturera, 745 millones en Impuesto al Patrimonio y 821 millones en IRAE. Claramente perjudica más a los que menos tienen, a los dos deciles más bajos de la población, y algo menos al resto de los cientos de miles de uruguayos.

Beneficia sin duda la bandera de defensa de los malla oro, que sería la cocarda que Lacalle quisiera fuera el resultado insignia de su gestión; viendo sus magros resultados, no es seguro que los beneficiados por esta administración la aprueben. Con una economía cuatro puntos sobre la de 2019, sus prometidos “mejores años” llevan tres de constante rebaja salarial para los trabajadores y jubilados, y esta reforma saca del presupuesto del BPS a quienes no pueden cumplir con los años de trabajo ahora exigidos, ni –por razones de salud– con las condiciones específicas de su trabajo. Ese es el caso de las empleadas domésticas, obreros de la construcción y de frigoríficos, de los y las que quedan desocupados a la vuelta de los años. Los trabajadores rurales, por ejemplo, ni siquiera están contemplados.

El Estado exige que no sea mayor de 45 años una persona que quiera ser empleada pública, en un país donde 46% de las mujeres trabajadoras no computan los 30 años de aportes. La discapacidad afecta a uno de cada cinco trabajadores, pero no se tuvieron en cuenta las diferencias acciones sobre el físico de uno y otro trabajo. La fijación de términos de retiro fueron fijados al barrer, y cabe preguntarse por qué: ni incapacidad, ni distracción, ni premeditación. Creo que no les importó el tema, y que su objetivo era ahorrar y también descalificar población de bajos ingresos, dejándolos fuera del sistema. Es duro de afirmar, yo sé; pero más duro es no hacerlo.

 

 

 

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