Vayamos un poco atrás en el tiempo, a principios de marzo de 2019, cuando en nuestro «bendito» Uruguay nos encaminábamos a las elecciones internas de los partidos políticos para definir sus candidatos presidenciales, e irrumpía un desconocido en esas lides, aunque dotado de una abultada billetera, hoy devenido en senador de la República.
El «precandidato» compareció en un programa radial del departamento de Florida, y finalizada la clásica entrevista aceptó responder algunas preguntas de los oyentes.
Uno de estos lo felicitó por su proyecto de país, e hizo referencia al tema de las cárceles, siendo que la seguridad y sus alrededores es uno de los asuntos que más preocupaban -y preocupa- a los uruguayos. En esa dirección apuntó a adoptar «soluciones como el panóptico de Foucault, un proyecto arquitectónico de cárcel ideal», según indicó.
«Ah, eso me interesa», se entusiasmó el precandidato. «¿Cómo es? El panóptico…», consultó y agregó: «Lo estoy anotando, muchas gracias por el dato porque eso me interesa mucho, voy a empezar a estudiar sobre el tema», aseguró.
La noticia se convirtió en tendencia y las burlas no tardaron en llegar, de diestra y de siniestra, ante la ignorancia del político en cuestión, como si los uruguayos hubiéramos aprobado con honores y sin excepciones algún doctorado sobre la obra Vigilar y castigar del intelectual francés. No estaba en cuestión si el panóptico sí o el panóptico no; al fin y al cabo eso era un tema anecdótico. Pero este tipo, «¡qué burro!, no sabe lo que es el panóptico de Foucault».
«Si encontráramos una manera de controlar todo lo que a cierto número de hombres les puede ocurrir; de disponer de todo lo que esté en su derredor, a fin de causar en cada uno de ellos la impresión que se quiera producir; de cercioramos de sus movimientos, de sus reacciones, de todas las circunstancias de su vida, de modo que nada pudiera escapar ni entorpecer el efecto deseado, es indudable que en medio de esta índole sería un instrumento muy enérgico y muy útil, que los gobiernos podrían aplicar a diferentes propósitos de la más alta importancia». Esto escribía el inglés Jeremy Bentham, el verdadero inventor del panóptico, en noviembre de 1791, a Jean Philippe Garran de Coulon, diputado de la Asamblea Nacional de Francia.
«Una penitenciaría de acuerdo con el plano que a ustedes se propone sería un edificio circular, o más bien dos edificios encajados uno en otro. Los aposentos de los presos formarían el edificio de la circunferencia con una altura de seis pisos. Se les puede representar como celdas abiertas del lado interior, porque un enrejado de hierro poco macizo las expone por entero a la vista. Una galería en cada piso establece la comunicación; cada celda tiene una puerta que da a dicha galería. Una torre ocupa el centro: es la vivienda de los inspectores; pero la torre sólo tiene tres pisos porque están dispuestos de modo que cada uno domine en pleno dos pisos de celdas. A su vez, la torre de inspección está circundada por una galería cubierta con una celosía transparente, la cual permite que la mirada del inspector penetre en el interior de las celdas y que le impide ser visto, de manera que con una ojeada ve la tercera parte de sus presos y, al moverse en un reducido espacio, puede ver a todos en un minuto. Pero, aunque estuviese ausente, la idea de su presencia es tan eficaz como la presencia misma», desgranaba el legislador galo.
Bentham estaba ilusionado con construir en Francia su modelo de cárcel, que, valga la redundancia, sería una cárcel modelo. Garran de Coulon hizo una larga exposición ante la Asamblea, promocionando las bondades de la propuesta. «Esa prisión se llamará panóptico, para expresar en una sola palabra su ventaja esencial: la facultad de ver, con solo una ojeada, todo lo que allí ocurre», explicaba.
«Pero, ¿Cómo un solo hombre puede bastarse para vigilar perfectamente a un gran número de individuos? Y aún ¿Cómo un gran número de individuos podría vigilar perfectamente a uno solo?», interrogaba, allá en las postrimerías del siglo XVIII.
Foucault, en el comienzo del último cuarto del siglo XX, casi doscientos años después, retoma el tema en su obra Vigilar y castigar – Nacimiento de la prisión, y sostiene que «El panóptico (…) debe ser comprendido como un modelo generalizable de comportamiento, una manera de definir las relaciones de poder en la vida cotidiana de los hombres».
De su análisis, una de las conclusiones que se extrae es que el panóptico se convierte en una forma de vida, en la medida que las personas aceptan que el seguimiento es inevitable.
Obviamente, el concepto del panóptico ha trascendido al modelo carcelario, y ya nadie duda que hoy vivimos en un gran panóptico, un «omnióptico» me atrevería a decir.
Las cámaras abundan, son un mobiliario más del espacio ya no solo privado sino del público. Constituyen un valor agregado, como si su sola presencia trocara un poco de la ostentada libertad individual y derecho a la intimidad por una adecuada y perenne dosis de seguridad. Ya no se trata de la economía de uno vigilando a muchos, sino también la serena sensación de que todos están pendientes de uno.
Todo esto y mucho menos pensaba, paseando, al ver la columna: la luz estroboscópica que llama mi atención sobre la salida de un vehículo; la cámara que enfoca mis pasos en la vereda; la otra que apunta hacia el vehículo que va egresando del garaje y subiendo la rampa; la tercera que apunta al matrimonio de vaya a saber qué apartamento, que ya retirado de la vida activa se convierte en vigía involuntario afectado a la prevención del delito… fue rara la sensación, como si Bentham y Foucault se hubiesen corporizado en pleno siglo XXI en cualquier lugar de Montevideo y esbozaran una sonrisa de satisfacción.
Tan rara fue la sensación, que por un rato hasta llegué a sentirme tranquilo… y seguro.
DANIEL FELDMAN
Director/CONTRATAPA
Este artículo fue publicado inicialmente en CONTRATAPA
Imagen tomada en el barrio Villa Biarritz, Montevideo, el 14 de junio de 2022
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