La violencia desenfrenada de una sociedad enferma que se alimenta cotidianamente de los mitos, el caos y la alienación más cruda y desaforada son los tres ejes temáticos de “Misántropo”, el largometraje norteamericano del talentoso realizador argentino Damián Szifrón, que hace nueve años nos sorprendió con “Relatos salvajes”, un film que es sin dudas impactante –tanto por sus variopintas temáticas como por su contenido reflexivo- que tuvo una amplia repercusión, en la taquilla local y en la internacional.
Desde su película sin dudas más exitosa, el revulsivo cineasta argentino ha trabajado en proyectos seriales lo cual le ha permitido mantenerse en el cenit de la popularidad. Sin embargo, su nuevo largometraje –que es su debut en la industria hollywoodense- se hizo esperar.
Obviamente, luego de nueve años, su nueva propuesta generaba lógica ansiedad y singular expectativa en los cinéfilos, aunque, naturalmente, nadie pretendía que este opus- ahora con la apoyatura de los recursos que otorga la mal denominada meca del cine- pudiera parangonarse con “Relatos salvajes”.
En efecto, esta recordada obra coral es un auténtica catálogo de todas las enajenaciones, obsesiones, conductas radicalmente corruptas y conflictos subyacentes inherentes a la condición humana, que puede ser aplicada a cualquier país o cultura. No en vano, el film obtuvo un tan importante éxito de taquilla aun fuera de su país de origen.
En efecto, todos los personajes, de uno y otro modo, son disfuncionales y en muchos casos violentos, alimentados por una demencia colectiva que trasciende latitudes geográficas.
Esas conductas casi siempre explícitas y descarriadas permiten al eventual espectador identificar a los protagonistas de los relatos –que son independientes- con alguien que conocen y, en algunos casos, consigo mismo.
No en vano, el género de “Relatos salvajes” es realmente inclasificable, porque sus historias están impregnadas de drama pero también de comedia o de intriga, sin soslayar –por lo menos en uno de los episodios- al cine policial.
Empero, el elemento común a todas esas seis narraciones, que pueden apreciarse por separado porque no guardan ninguna relación entre sí, es el extremo salvajismo de sus personajes, que casi siempre cruzan la delgada frontera que separa la civilización de la barbarie de tiempos no tan pretéritos. No en vano, las dictaduras que asolaron al continente sudamericano en las décadas de los sesenta y los setenta del siglo pasado, fueron experiencias históricas realmente abominables.
Aunque muchos deben haberse sentido decepcionados luego de haber disfrutado de una obra – sin dudas mayor como “Relatos salvajes”- hay igualmente dos o tres puntos de contacto entre esta y “Misántropo”.
En efecto, los tres temas dominantes de este nuevo trabajo cinematográfico del cineasta rioplatense son la violencia, la degradación y la alienación en su manifestación más extrema.
La radical diferencia entre ambos filmes es el formato, ya que “Misántropo” es un film policial unitario y con un curso narrativo delimitado, un desarrollo y un desenlace.
Esa estructura convencional no obsta a la posibilidad de ensayar lecturas que discurren paralelas al disparador temático y la trama central que, a priori, no tiene ciertamente nada de original. En efecto, el disparador del relato es un asesino serial que pone en jaque a las autoridades policiales y hasta a las políticas, por tratarse de una amenaza en una sociedad siempre vulnerable a sus propias miserias y contradicciones.
En ese contexto, ¿Qué diferencia a “Misántropo” de cientos de filmes con idéntico tema producidos por una industria que ha hecho de este género una auténtica especialidad? Sin dudas, su apelaciones críticas a una sociedad literalmente alienada, armada hasta los dientes y capaz de otorgarle la presidencia a un magnate demente y mitómano como el inefable Donald Trump.
En efecto, en Estados Unidos, que es el país más violento del mundo y el más armado porque tiene naturalmente numerosos enemigos, los asesinos seriales son moneda corriente.
Incluso, en la mayoría de los casos matan por gusto y sin ninguna razón, porque la violencia ha contaminado- desde su primera infancia- sus mentes y están acostumbrados a consumir cotidianamente toneladas de violencia, tanto real como ficticia.
No en vano, durante todo el siglo XX, han surgido varias generaciones de traumados, veteranos de la Primera Guerra Mundial, de la Segunda Guerra Mundial, de la Guerra de Corea y de la Guerra de Vietnam, entre otros conflictos bélicos bastante más contemporáneos.
En efecto, el norteamericano medio, racista, xenófobo, misógino, religioso y ultraconservador tiene delirios de grandeza heredados de su propio origen y legados por la genética imperial de sus ancestros anglosajones. Si bien no todo los habitantes de esa potencial militar y económica tiene la misma mentalidad, la mayoría fue capaz de transformar en presidentes a los fascistas Ronald Reagan, George Bush (padre e hijo) y a Donald Trump, al igual que, a fines de la década del sesenta del siglo pasado, al destituido Richard Nixon, que se sentó en el salón oval de la Casa Blanca en nada menos que dos períodos consecutivos. Incluso, aunque perdió, en la última elección, Trump obtuvo más de 74 millones de votos.
Luego, es muy recordado el no reconocimiento del triunfo de Joe Biden y la asonada protagonizadas por sus adherentes para impedir la rotación del poder y la asunción del flamante mandatario estadounidense.
Todas esas señas de identidad hacen de Estados Unidos una nación propicia al conflicto, a lo cual se suman sus groseras asimetrías sociales, ya que, en el mismo territorio, conviven insólitamente los más prósperos millonarios del planeta con cuarenta millones de pobres, lo cual equivale al más del 11% de su población total. Realmente, un verdadero escándalo tratándose de un país desarrollado que sigue siendo la primera economía global.
En ese contexto, “Misántropo” es un policial de altísimo impacto como tantos otros, pero su discurrir narrativo no se limita al mero desarrollo de la trama. En efecto, desde el corazón del libreto afloran cuestionamientos –no siempre explícitos- al propio sistema hegemónico, que trasciende gobiernos y generaciones.
Damián Szifrón golpea al espectador desde el comienzo, cuando, en medio de los portentosos festejos del año nuevo, un hasta ese momento desconocido francotirador asesina nada menos que a veintinueve personas, que son abatidas desde un emplazamiento situado presuntamente en un inmenso rascacielos.
La situación conmueve profundamente a las autoridades policiales y también a las políticas, que arrastran el trauma de la epidemia de Covid 19, que generó más de un millón y medio de víctimas fatales. Luego del largo confinamiento y de las medidas preventivas que recortaron radicalmente las libertades individuales, ¿es posible en esta contingencia limitar la movilidad de las personas sin pagar un alto costo político?
Con ese escenario adverso debe lidiar el FBI que se hace cargo del caso por su gravedad y por la probada impericia de la policía local. En ese contexto, el agente especial Geoffrey Lammark (Ben Mendelsohn) se pone al frente del operativo.
Sorpresivamente, selecciona e incorpora a su equipo a Eleanor Falco (Shailene Woodley) una oficial de policía de la ciudad de Baltimore, que irrumpe en el edificio atacado.
Se trata de una mujer conflictiva, que arrastra tras de sí un pasado realmente complejo que le ha impedido avanzar en el escalafón de su carrera, pero poseedora de una sagacidad e inteligencia de la cual no pueden ufanarse sus compañeros del sexo masculino. Esta situación despierta obvias suspicacias, en una organización de neta impronta machista, que considera que el sexo femenino no está a la altura de las habilidades y destrezas que requiere hacerse cargo de la siempre compleja tarea de la seguridad.
Sin embargo, el jerarca que parece no ser misógino como sus colegas y no tiene esos prejuicios que ya deberían estar definitivamente desterrados, opta por respetar la opinión de esta mujer y confiar en sus cualidades para identificar y dar con el paradero del asesino serial, que parece invisible. En efecto, sus técnicos son claramente de otras épocas, al igual que las armas de fuego que emplea, que desafían a todo posible rastreo, más allá de pericias y recursos tecnológicos. En ese marco, se sospecha que puede ser un ex militar desencantado.
Aunque el ignoto homicida mata en forma convencional, sus estrategias desconciertan a los sabuesos uniformados, lo cual lo transforma en un criminal impune, como tantos otros de su misma especie, tanto reales como de ficción.
“Toman lo mejor de un país y lo devuelven empeorado para ganar plata”. Esa elocuente frase, que es pronunciada en el curso del relato por uno de sus protagonistas cuya identidad no revelaremos por razones obvias, coadyuva a decodificar la materia conceptual de una película que claramente trasciende al mero thriller de consumo digestivo, de los tantos que anegan las salas del circuito de exhibición capitalino.
En esta reflexión subyace el espíritu inconformista de alguien –puede ser hombre, mujer o adolescente de cualquier sexo- que rechaza tajantemente las reglas del statu quo. En este caso, no se trata propiamente de una proclama revolucionaria, sino de una reacción de furia y resistencia a los códigos de una estructura política y social podrida, la cual privilegia a determinadas elites y margina a millones de personas que, a la sazón, devienen víctimas.
En tal sentido, el personaje más sugestivo de la trama es Eleanor Falco, una desdichada mujer que se refugia detrás de una placa policial para protegerse de los peligros de la sociedad pero también, naturalmente. de sí misma.
En ella reside la dualidad que en su corazón alberga una sociedad decadente y erigida sobre mitos, que le rinde cotidianamente pleitesía a la violencia como si se tratara de un mero producto de consumo. En efecto, la pregunta es: ¿es posible una comunidad modélica con millones de pobres que sobreviven, en algunos casos a la intemperie, como sucede en un país periférico como Uruguay?
Este film no responde a esta interrogante, pero sí explicita por qué la potencia del norte es la nación más violenta del planeta, pese a que exporta al exterior su apócrifo sueño americano y un modelo de prosperidad y armonía que para nada se compadece con la realidad.
En ese marco, “Misántropo”, que según el diccionario de la Real Academia Española es una persona que siente un profundo odio y aversión por otros, es un policial de escritura intransferiblemente dramática, que explota con sabiduría los recursos efectistas del thriller pero también el lado critico del discurso cinematográfico.
En efecto, aquí no hay ángeles ni demonios, ya que todos los personajes, aun aquellos que en una definición convencional podríamos calificar como más perversos, son profundamente humanos y con sentimientos radicalmente antagónicos entre el amor y el odio.
El cineasta argentino, que ha demostrado singular madurez para explorar los conflictos, las pulsiones y las obsesiones más habituales del homo sapiens, construye un film que puede satisfacer el paladar de los amantes del género de acción, pero también de aquellos espectadores que concurren a una sala de cine para enriquecer su capacidad de reflexión, en torno a las tensiones del pasado y el presente y las siempre acuciantes incertidumbres y dilemas que nos desvelan cotidianamente, en un tiempo histórico de profundas mutaciones.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
FICHA TÉCNICA
Misántropo (Misanthrope).Estados Unidos 2023. Dirección: Damián Szifron. Guión: Damián Szifron y Jonathan Wakeham. Fotografía: Javier Juliá. Música: Carter Burwell. Edición: Damián Szifron. Reparto: Shailene Woodley, Ben Mendelsohn, Ralph Ineson, Jovan Adepo, Rosemary Dunsmore, Arthur Holden y Mark Camacho.
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