Como volverlo a ver…

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Él partió hace mucho tiempo… demasiado. Casi 30 años ya, (28 para ser precisos), casi tres décadas que se fueron volando pero que no alcanzaron -ni alcanzarán- para olvidarlo. Sigue estando entre nosotros porque hasta parece que fue ayer que lo veíamos con su caminar a saltitos y sus expresiones tan propias que impiden la desmemoria. Todavía recordamos su timbre de voz, su risa nerviosa con mueca incluida, su humor absurdo, su cultura general impropia de una generación amordazada por la dictadura. Un gran jugador de fútbol, con moña corta y potente zurda, que lo hacían diferente a la hora de elegir un refuerzo para el picado de fútbol. “Hungría es nuestra”, era su canto de victoria cada vez que se disponía a hacer una de las suyas, que hicimos nuestras con el tiempo.

Allí parecía estar otra vez, con su pelo enrulado y despeinado, su barba irregularmente incipiente, su lozanía indemne, aquella que lo identificó siempre y que permanece grabada en mi memoria. Su estampa regresaba otra vez, íntegro y feliz para quedarse delante mío, con su risa intacta y las expresiones que jamás pude olvidar de aquel amigo mío. Fue una experiencia increíble, algo así como volverlo a ver…

Perro- lad.

Aquel tío que no conocieron
¿Cómo poder negarse a que dos jóvenes intentaran aproximarse a construir una imagen de aquel tío que no conocieron? Llegar a su figura, a su personalidad, a lo que pudo ser y no fue porque la vida se le terminó abruptamente en plena juventud. Solo la pertinaz búsqueda de estos jóvenes era necesaria para intentar llegar a esa figura de modo indirecto, y de paso, nos permitiría propinar una caricia al corazón reviviendo historias que intentaran moldear algo parecido a aquel amigo que supo estar en las buenas y en las malas, como solo los grandes amigos saben hacer.

Allí estaban los dos, Matías y Agustín, con tan solo un año y poco de diferencia, me observaban con una sencillez que me picaneaba el alma. Tanta expectativa junta y uno sin saber si podría colmarla, me generaron cierta angustia.

Como pude, intenté transportarlos por un rato hasta los años 80 y así pintarles la figura de un joven de veinte y pocos años lleno de proyectos y dotado de una capacidad intelectual que lo hacían diferente en nuestra generación. Seguramente todos tienen alguien especial con quien compartieron historias de las buenas y de las malas, siempre hay “amigos de fierro”, esos que nunca nos dejan a pie y que no miden consecuencias a la hora de darte una mano. Ese tipo se merecía haberlos conocido y estos pibes se merecían conocerlo aunque más no fuera de esta forma indirecta.

Las personas no se van de esta dimensión si uno las mantiene vivas en su memoria, y personas como Lucio siguen acompañando a todos y cada uno de los que tuvimos el privilegio de ser sus amigos. Él tuvo la virtud de quedarse de alguna forma con cada uno de los que compartimos espacios de vida tan intensos.

No tenía idea de que tuvieran tantas preguntas juntas, tantas ganas de saber de aquel tío. Al punto que sufrí por no poder transmitir todo lo que viví, porque quedaron muchas cosas por contarles, porque temo no haber colmado tanta expectativa, a pesar de sentir la inmensa gratitud de sus miradas por este espacio compartido.

Particularmente sentí la presencia -otra vez- de aquel Lucio que partió un 17 de enero del año 1987, para irse de viaje a otra dimensión, pero que volvió este día lluvioso y gris para estar juntos otra vez. La imagen era la misma, el pelo enrulado, la mirada fija, la sonrisa intacta, la barba incipiente. Era él de nuevo, y estaba allí.

Maldito cáncer
El dolor le atravesó el estómago, al punto que se doblaba en su larga figura y el rostro se le desencajaba por completo. El ensayo general debía esperar, la emergencia de Casa de Galicia sería el escenario -otra vez- para salir de allí con un placebo y sin un diagnóstico fiel. El dolor menguaba, el maldito cáncer se camuflaba para seguir su inexorable avance mientras el tiempo vital se perdía un día sí y otro también hasta que fuera tarde, haciendo estéril cualquier intento.

Pasó mucho tiempo -demasiado- hasta que por fin le diagnosticaron con certeza el padecimiento. A partir de allí las sesiones de quimioterapia fueron un espacio donde comulgamos más nuestra amistad. La barra de aquel grupo de teatro vocacional se las ingenió para hacer turnos y cuidarlo cada uno de los días que insumía las interminables sesiones. Lo acompañamos mientras fue perdiendo el pelo, mientras aumentaban las naúseas y se hacía insoportable el dolor de aquellos químicos que quemaban su cuerpo con la esperanza de vencer el mal.

El tratamiento culminó, aquel tumor primario fue extirpado y la recuperación pareció asombrosa. El pelo volvió a crecer, el color le pintó las mejillas nuevamente y la sonrisa volvió a dibujarse en aquella cara al grito de “Hungría es nuestra!!”. Volvió a entreverarse en los picados de fútbol de la cancha abierta del Santa Luisa, y todos creímos que estaba curado.

Pero un día no llamó, y a esa ausencia se sumaron otras más hasta ser varias semanas sin saber noticias suyas. Lo fui a buscar a la casa y allí estaba, postrado en su cama, afectado por los dolores de lo que siguió minando su cuerpo de modo silencioso y sin tregua.

El proceso fue corto, demasiado corto. A los 24 años el avance incontenible de las células malignas se hizo insoportable para una figura deprimida que sabía que la vida se le cortaba; y no supimos qué hacer.

Como pudimos lo acompañamos, cegados por una realidad a la que no queríamos reconocer, no fuimos capaces de entender entonces que su vida era un delgado hilo que rompía sus últimas hebras. Y así partió, en paz consigo mismo, a sabiendas que había luchado cuanto pudo. Dejando un vacío inmenso que solo el recuerdo feliz de los mejores años de nuestra juventud compartida pudo llenar en parte.

Pasarían muchos años, demasiados, para tener una experiencia inolvidable. Fueron casi los mismos años que van desde su partida, un tiempo paralelo en que hubo un par de niños que crecieron en esa ausencia, construyendo una imagen necesaria de aquel tío que no conocieron. La genética hizo lo suyo también, y uno de ellos es el fiel reflejo de aquel amigo entrañable y extrañable, dueño de una memoria asombrosa, conocedor de la mitología griega y romana como nadie, erudito autodidacta que supo hacer del conocimiento su rasgo distintivo en una generación censurada por la realidad política de entonces.

Y fue así, gracias a las leyes de Mendel, que hoy lo volví a ver en aquel rostro joven y lozano, con sus rulos despeinados, su barba incipiente e irregular, su sonrisa libre y hasta con cierto timbre de voz parecido.

Hoy estuve otra vez con él… y supe que nadie se muere mientras haya quien lo mantenga vivo. La figura intacta, la mirada firme y aquel grito absurdo de una Hungría suya que jamás podremos olvidar.

Fue… como volverlo a ver.

el hombre se quedó mirándolo,
el perro se arrimó buscando la caricia

Por El Perro Gil
Columnista uruguayo

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