El abuso y la grosera explotación de menores como meros artículos con valor de mercado, los estereotipos y el soterrado mensaje de organizaciones cristianas encubiertas son las tres desafiantes vertientes temáticas de “Sonido de libertad”, el film del cineasta mexicano Alejandro Gómez Monteverde, que indaga en uno de los temas más urticantes del presente, signado por la corrupción, el lucro y, naturalmente, por la depravación.
Esta película, pese a su bajo presupuesto, fruto de un acuerdo con una productora independiente luego de haber sido rechazada por varios estudios de Hollywood, ha recaudado más de 200 millones de dólares, transformándose así en un negocio sumamente lucrativo para sus creadores.
En ese contexto, numerosos críticos han acusado a los responsables de esta producción de tendenciosos y de no ahondar en el tema, a los efectos de exaltar el heroísmo del protagonista, que en este caso es un personaje real, a quien se atribuyen hazañas que son complejas de digerir, en la medida que no sean pasadas por el tamiz del análisis y de la razón.
Por supuesto, nadie duda que el tema abordado en esta historia debiera concitar la atención de las familias y particularmente de los gobiernos, en países, en este caso de América Latina, azotados por el flagelo de la explotación sexual infantil como mercado.
No en vano, la mayoría de estos delitos son perpetrados contra poblaciones vulnerables e ignorantes, que son sorprendidos en su buena fe por mafiosos que conocen bien sus necesidades.
Obviamente, en la mayoría de los casos, les prometen que sus hijos se transformarán en famosos íconos del modelaje, con el consiguiente beneficio económico. Con ese mero procedimiento logran sus espurios propósitos, ya que las víctimas son gente que, casi siempre, afronta necesidades extremas, por lo que ven a la generosa oferta de estos auténticos farsantes como una solución para sus problemas cotidianos.
Según han reportado agencias internacionales, unos 300.000 niños son víctimas todos los años de traficantes, que, en el caso de las niñas, son destinadas a prácticas sexuales aberrantes por parte de pedófilos de gran poder adquisitivo. En tanto, los niños varones fungen como mera fuerza de trabajo, para empresarios que se suelen apropiar de la plusvalía producida por sus negocios. Según se estima, el tráfico de personas, incluyendo a menores es un negocio que reporta ganancias a los delincuentes por un monto de 150.000 millones de dólares anuales.
En nuestro país, por más que las autoridades nieguen la existencia de este fenómeno y hasta se manifiesten agraviados por un lapidario informe de la Organización de las Naciones Unidas, el cual afirma que estas prácticas están naturalizadas, la situación ha ido empeorando en los últimos tres años.
Incluso, en diciembre del año pasado, coincidiendo con la conmemoración del Día Nacional contra la Explotación Sexual de Niños, Niñas y Adolescentes, fueron difundidas algunas cifras realmente espeluznantes, que convocan naturalmente a una profunda reflexión.
En ese marco, el Comité Nacional para la Erradicación de la Explotación Sexual Comercial y no Comercial de la Niñez y la Adolescencia y el Instituto del Niño y Adolescente (INAU), que es una dependencia estatal, revelaron que en 2022, se denunciaron 529 casos, bastante más que en 2021, cuando fueron 494, más que en 2020, cuando se reportaron 410 y el doble de los registrados en 2019, cuando fueron denunciados 240 casos y que en 2018, cuando la cifra alcanzó a los 386 situaciones.
El contundente informe, que refiere obviamente solamente a contingencias denunciadas por lo que no registra las desconocidas o no denunciadas, establece que más de la mitad de los casos de abuso sexual (56%) involucran a niñas, niños y adolescentes, de entre 12 y 18 años. En tanto, 88% (456) de las víctimas son niñas y adolescentes mujeres, mientras que 54 de los casos son varones y hay nueve situaciones que afectaron a personas con otra identidad de género.
Con relación a las situaciones judicializadas, 45% de los casos está en la órbita “Familia especializada”, 32% en “Familia especializada y penal” y 5% se encuentra en el ámbito penal. El resto de situaciones no está en el radar de la Justicia. Por otra parte, sólo en 12% de los casos (65) fueron procesados adultos involucrados en la explotación sexual de niñas, niños y adolescentes. En el 57% (302) nadie fue procesado y en el resto, 31%, (162) no se cuenta con información suficiente.
Es decir, el denominador común parece ser la impunidad de los victimarios y, por ende, la revictimización de los menores, así como también de sus familias, que aguardan que el sistema brinde soluciones a sus justos reclamos de justicia.
Al parecer, este no es un tema que sea ajeno a Uruguay y que, desde 2020, cobró una nueva y preocupante dimensión, porque a raíz de la irrupción de la pandemia y de las políticas restrictivas del gobierno, que fue el que gastó menos en la región para atender los graves problemas sociales derivados de la epidemia de Covid19, miles de personas cayeron en la pobreza.
Por supuesto, las familias en situación de vulnerabilidad son las más propensas a transformarse en blancos predilectos de los traficantes, en un país como Uruguay, que pese a ufanarse de las garantías que otorga el estado de derecho, tiene pedófilos incluso con poder político. Al respecto, un caso emblemático es el del ex senador del oficialista Partido Nacional Gustavo Penadés, quien afronta más de una decena de denuncias de explotación sexual de menores, a quienes retribuyó económicamente a cambio de favores sexuales.
Este es precisamente el tema central de “Sonido de Libertad”, cuyo título refiere a los cantos que entonan los cautivos recluidos y terriblemente esclavizados en campamentos por una de las tantas mafias de traficantes que lucran con un negocio tan inmoral como repugnante.
En ese contexto, el protagonista de este film, que tiene formato de thriller y no ciertamente del drama que realmente es, es el policía Timoty Ballard (John Caviezel), que es un personaje real y no fruto de la mera ficción cinematográfica.
Más allá de su mensaje, que es una suerte de catecismo cristiano acorde a los intereses de sus productores, la historia impacta desde el comienzo, cuando una bella mujer llamada Giselle (Yessica Borroto), penetra subrepticiamente en un humilde hogar de una nación latinoamericana no identificada. Se trata de una familia monoparental encabezada por Roberto (José Zuñiga), quien está a cargo del cuidado de sus hijos, por la ausencia de la madre.
Los pequeños son Rocío (Cristal Aparicio), una niña que está en los umbrales de la pre-adolescencia, y su hermano Miguel (Lucas David Ávila), que es un niño en edad escolar.
La seductora mujer, que impacta por su belleza física y su verborragia, engaña fácilmente al rústico padre, prometiendo que, si el lo permite, transformará a sus vástagos en dos grandes estrellas de modelaje, a cambio de una cuantiosa cantidad de dinero.
Obviamente, esta mujer, que de dama no tiene nada, desaparece con los niños, ante la lógica desazón y pesadumbre del progenitor, quien se limita a denunciar el delito, ya que no puede hacer nada para rescatar a los pequeños, que están en poder de esa pérfida organización. Incluso, no tiene certeza en torno al paradero de los niños, que en la mayoría de los casos son sacados fuera del territorio de su país de origen, para eludir la persecución de las policías locales.
Tal la presentación de un relato que inicialmente impacta superlativamente por la contundencia de la situación en sí misma y por el dolor que provoca el secuestro, que parece irreversible.
En esas circunstancias, la resolución del caso recae obviamente en el policía Timoty Ballard, un auténtico cazador de traficantes.
Este hombre, que está casado con Katherine (Mía Sorvino) y tiene una numerosa familia acorde a los mandatos de fe cristiana, se transformará en un auténtico cruzado, que no duda en apelar a métodos no demasiados ortodoxos para investigar y hasta a renunciar a su cargo para proseguir con su tarea redentora.
En lo sucesivo, la película deviene en un thriller al mejor estilo del cine de industria, en el cual el personaje es una suerte de Rambo casi invulnerable, que arremete contra todo y contra todos y se pasa todo el tiempo derramando lágrimas por doquier, aunque el actor protagónico – por sus conocidas limitaciones histriónicas-no esté a la altura de un drama de tal dimensión.
Tan inverosímil como este impertérrito pero avasallante héroe real, no sólo de la ficción, es el deleznable personaje sugestivamente apodado Vampiro (Bill Camp), un hábil mafioso arrepentido, que se une al protagonista para preparar la operación de rescate de la niña Rocío, quien supuestamente permanece cautiva en Colombia, en un campamento de la hoy disuelta organización guerrillera Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Este mensaje de la película es realmente contundente y hasta sugestivo pero nada subliminal, porque mientras detrás de los otros niños secuestrados- que suman decenas- no parece haber ningún poder real ni vinculación con personas aliadas al poder político y económico, en este caso se apunta directamente a una organización guerrillera de izquierda. No es mera casualidad. Es causalidad y catecismo barato.
Por supuesto, como es habitual en el cine al servicio del lucro, aquí los delincuentes son malos, degenerados y repugnantes, mientras los buenos son una suerte de ángeles caídos del cielo que, cuando es menester, se olvidan que existen normas que les otorgan derechos a todas las personas, incluso a los delincuentes.
Por supuesto, la secuencia del rescate, en plena selva amazónica, no tiene nada de antológica. Es sí un cúmulo de clichés propios de los productos cinematográficos de alto consumo.
En ese contexto, “Sonido de libertad” impacta por su formato- que es el habitual en el cine de acción- pero no enfatiza sobre las verdaderas causas sociales que se ocultan detrás de un drama y de un negocio realmente deleznable que moviliza anualmente más de 150.000 millones de dólares en todo el planeta. Sin dudas, una de las virtudes de esta historia es su sobriedad, que soslaya todo eventual efectismo.
Incluso, la propia actitud del actor judío John Caviezel, que no en vano encarnó a Jesucristo en la lacerante “La pasión de Cristo”, dirigida por el famoso intérprete, productor y cineasta australiano Mel Gibson, que es un católico fanático, constituye un catecismo rancio y perimido de la peor laya.
En efecto, el protagonista se sitúa frente a una cámara fija y durante no menos de cinco minutos, insta al público a ver y difundir la película, lo cual nada tiene de habitual, derramando su fe cristiana a raudales, al abordar un tema que no requiere en modo alguno de sermones ni eventuales lineazos, porque tiene una crucial gravedad que nadie niega.
Empero, más allá de de eventuales controversias y de que cuando abandonamos la sala experimentamos una suerte de fastidio por el machacón mensaje de quienes se arrogan la propiedad de la verdad y la virtud, este film tiene valor porque indaga en un problema que ha provocado estragos particularmente en las familias de los países periféricos, que, en un contexto de aguda vulnerabilidad, se transforman en víctimas predilectas de estos delincuentes, que han convertido a la trata y la explotación sexual de menores en un lucrativo negocio con valor de mercado.
La reflexión que aflora nítidamente es: estas organizaciones cristianas además de denunciar a estos delincuentes abusadores, deberían hacer lo propio con las decenas de sacerdotes pedófilos que ampara la Iglesia, para los cuales sí parece haber redención.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
FICHA TÉCNICA
Sonido de Libertad. Estados Unidos- México 2023. Dirección: Alejandro Monteverde. Guión: Rod Bar, Marlene Rodríguez y Alejandro Monteverde. Música: Javier Navarrete. Montaje: Sara Escobar.Gorka Gómez Andreu. Reparto: John Cazeviel, Mira Sorvino, Bill Camp, Eduardo Veráztegui, Javier Godino, José Zuñiga, Gerardo Taracena, Cistan Aparicio y Lucas David Ávila.
(Síganos en Twitter y Facebook)
INGRESE AQUÍ POR MÁS CONTENIDOS EN PORTADA
Las notas aquí firmadas reflejan exclusivamente la opinión de los autores.
Otros artículos del mismo autor: