La designación de Robert Silva como precandidato presidencial de un sector del Partido Colorado tiene lecturas que no pasan tanto por el caudal de votos que logre concitar como por la historia del pasado inmediato y también por la de hace medio siglo, cuando él solo tenía un año. En 2019, Silva ingresó formalmente a la política como compañero de fórmula de Ernesto Talvi, tras consultar al respecto a Julio María Sanguinetti y José Amorin Batlle, lo que hizo por razones no explicitadas.
El que convenza a sus votantes de su capacidad para el cargo de presidente de la República a partir de 2025 dependerá de su carisma y de la ciudadanía. En cuando a sus capacidades, se señala que egresó como profesor de Administración y Servicios del Instituto Normal de Enseñanza Técnica, y como tal ocupó puestos jerárquicos en la enseñanza: Consejo de Educación Secundaria desde 1996 y de ANEP desde 1999. Sin mayor desempeño en la política que permita calibrarlo en esa pedana y abogado sin actuación conocida, sus demás estudios reflejan las capacidades con que propone ejercer la presidencia de la República: postgrado en Habilidades Gerenciales, Gestión Estratégica de Recursos Humanos, Administración de la Educación, Gerencia Social, Mediación y Negociación, Gestión del Conocimiento y Administración Pública.
Realizadas las pasadas elecciones, el 19 de marzo de 2020 la coalición puso a Silva como principal operador de una reforma educativa de largo aliento, ideada desde mucho antes por el actual ministro de Educación y Cultura, Pablo da Silveira. A diferencia de la que intentó Germán Rama en 1995 al 2000, que se quedó al frente todo el período de gobierno de Julio María Sanguinetti con sus cinco años lectivos, él se retira de la gesta sin que se haya terminado el cuarto año lectivo, sin que haya un balance realista del efecto de las medidas impuestas, de si y cómo la sumatoria de éstas constituyen una verdadera reforma ni si está planteado un nuevo ciclo de medidas. Tampoco está asegurada su continuidad, dado que lo hecho se impuso sin la opinión de los docentes y con abundantes expresiones sociales y políticas contra ella. Del actual oficialismo se espera su defensa pero no con argumentos de fondo sino con el mero concepto de “no podemos volver atrás”.
Silva nos muestra así que le interesa mucho más la política que la educación, y eso se pudo percibir en la diferencia entre el discurso y la acción con que se desempeñó, siendo lo primero más radical que lo segundo. Fue notorio su intento de describir su reforma aproximándola a la que encaró Germán Rama, dándole cierto tinte social en la escolaridad a tiempo completo, en licuar áreas temáticas y la elegía por parte de Silva de éstas y otras medidas. Pero no tuvo el fuste de Rama, quien supo tratar de “ratas” a las gremiales Federación y Asociación Rural por el talante de su oposición, y además los llamó “latifundistas”, desempolvando el término que signó luchas por la tierra al menos desde los años 1930. Era aquel de 1995-2000 un fin de siglo en que la educación contenía fuerte presencia progresista, creciendo 10% su votación en cada elección, y Rama buscaba hacerse espacio político con declaraciones de ese tenor. Esa reforma era la reforma que aquellos tiempos le permitían al presidente Sanguinetti.
Pero más allá del coqueteo con las ideas de Rama, en lo que sí la reforma planteada por este gobierno rescató el pasado es en la concentración del poder en Primaria, Secundaria básica y superior, y Técnico Profesional. Para encontrarla en este pasado uruguayo que no parece transcurrir, hay que remontarse a 1972, al gobierno de Juan María Bordaberry y a la ley que promovió su ministro de Educación y Cultura, MEC, Julio María Sanguinetti. Recibió el número 14101, se la promulgó el 9 de enero de 1973 y se llamó a su resultado Consejo Nacional de Educación, por ser –así especifica el mismo texto de la ley– “un consejo directivo autónomo”. La descripción de sus efectos que da Wikipedia es que “introdujo cambios sustantivos a la situación de los entes autónomos de la enseñanza de cada nivel (Primaria, Secundaria e Industrial) para concentrarlos en el Consejo Nacional de Educación (CONAE) como único ente autónomo para la educación pública primaria y secundaria. Esta Ley dio la potestad al CONAE de controlar y penar las actividades de los estudiantes, padres, profesores y funcionarios ante ciertas transgresiones a la laicidad y el orden público”.
Eran aquellos los años de plomo. Al mes siguiente de promulgada esa ley venía ya Febrero Amargo, y finalmente el golpe de Estado se consumaba. Y Sanguinetti no pudo ver aplicada su ley. De hecho, renuncia al MEC tras la detención de Jorge Batlle el 27 de octubre de 1972, antes de que la promulguen con las firmas de Bordaberry y José María Robaina Ansó, de la Unión Cívica, que había asumido como ministro en noviembre y renunció ante el golpe. Se dice desde la misma recuperación democrática que el tema de la ley educativa es el talón de Aquiles de Sanguinetti. Se pueden tener serias dudas sobre la estabilidad y bondades de este tercer intento, pero algo es innegable: este tan experimentado político supo esperar, con tanta sed como paciencia. Y el tiempo le dejó a alguien como Robert Silva para portar el estandarte.
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