La violencia, la apropiación indebida, el saqueo y el inconmensurable poder del dinero en un país capitalista que con el tiempo se erigió en potencia económica y militar, son las cuatro vertientes temáticas que desarrolla “Los asesinos de la Luna”, la nueva y ambiciosa producción de ya legendario cineasta y productor neoyorquino Martin Scorsese, quien, a los 80 años de edad, mantiene enhiesta su superlativa sabiduría artística y su calidad para explorar –con singular profundidad- las más deleznables miserias humanas.
Este cineasta de culto es, sin dudas, uno de los creadores más talentosos y potentes del cine contemporáneo, quien, en el decurso de una carrera artística de bastante más de cinco décadas, ha sabido cultivar una impronta sin dudas intransferible.
Con más de medio centenar de películas en su haber, entre cortos, largometrajes y documentales, este director referente ha sabido construir una sólida reputación y una identidad cinematográfica que lo distingue nítidamente entre los autores de su generación.
No en vano, dirigió películas emblemáticas, como “Taxi driver” (1976) –que narra la historia de un psicópata veterano de guerra envuelto en un espiral de violencia y degradación-, “Toro salvaje” (1980), que recrea el auge y decadencia de un célebre boxeador, “Buenos muchachos” (1990) y “Casino” (1995)- dos films de mafiosos-, “Pandillas de Nueva York” (2002), un fresco histórico no menos impregnado de violencia, “Los infiltrados” (2006) y “El irlandés” (2019), entre otras,
Aunque naturalmente es reconocido como uno de los grandes cultores del género policial, con un fuerte acento en historias de poderosos gánsteres, Scorsese –que es un autor tan talentoso como versátil- igualmente osó conmover profundamente al público con un título sumamente controvertido, como “La última tentación de Cristo” (1988), en el cual tuvo la iconoclasta actitud de cuestionar la ortodoxa versión del Evangelio, sobre la pasión, el calvario y la muerte de Jesucristo, provocando repudio y airadas protestas entre los fieles cristianos.
Igualmente, también incursionó por lo menos dos veces más en temas religiosos, en Kundum (1997), que evoca la vida y obra del Dalái Lama, líder espiritual del Tíbet y exiliado por razones políticas, y en “Silencio” (2016), que reflexiona sobre el sempiterno conflicto entre el dogma de fe, la duda y la violencia regresiva en tiempos de radical intolerancia.
Otra obra de referencia de un cineasta sin dudas mayor y obviamente emblemático es “La edad de la inocencia” (1993), la portentosa adaptación de la novela homónima de 1920 escrita por Edith Wharton, que está ambientada en la Nueva York de la década del veinte. Esta película, que posee una exquisitez formal realmente superlativa, transcurre en un micromundo aristocrático, donde los personajes están constreñidos por el parentesco y por rígidas reglas sociales.
Luego de “El irlandés”, que es un magistral film de mafiosos acorde con la impronta del autor- que bien podría ser parte de una trilogía integrada también por Buenos muchachos” y “Casino”- llega precisamente “Los asesinos de la Luna”, que cambia radicalmente el abordaje sobre el turbulento mundo de la delincuencia, trasladándolo a un pequeño pueblo lindero a una reserva indígena, donde abundan los yacimientos de petróleo y, por ende, prolifera el dinero a raudales, acorde al impulso en materia de desarrollo que otorga el tan preciado oro negro.
La historia, que adapta sucesos reales, está ambientada a comienzos del siglo pasado en una región de Oklahoma, concretamente en la década del veinte, en el territorio habitado por los Osage, una tribu de aborígenes que, durante una ceremonia religiosa, encuentran incidentalmente un yacimiento de petróleo, combustible por entonces muy escaso por la precaria tecnología que se disponía en la época para su explotación.
Por cierto, este hidrocarburo de origen fósil era y más de su siglo después aun sigue siendo, la materia prima a partir de la cual se obtienen combustibles destilados, indispensables para alimentar la industria y los automóviles, que por entonces eran una suerte de lujo. Naturalmente, este providencial hallazgo transformó radicalmente la vida de los aborígenes, que, de la noche a la mañana, se transformaron en ricos y hasta en poderosos empresarios.
Empero, fiel a su vocación invasora, la etnia blanca no tardé en percatarse que este impactante acontecimiento podría reportarle jugosos dividendos económicos. En ese contexto, como en la sangrienta conquista del Oeste, en la cual los blancos de origen anglosajón se apoderaron de las tierras de los nativos americanos, los expulsaron de ellas y naturalmente los masacraron, en este caso también el objetivo fue apropiarse de sus riquezas naturales.
Este es el primer cambio radical que propone esta nueva superproducción de Scorsese, que tiene un sesgo superlativamente político, en cuyo marco el mítico cineasta- que históricamente ha denunciado el poder de las mafias- ahora asume el desafío de ingresar en un territorio narrativo verídico, que para el ciertamente no es nuevo. Un ejemplo concreto de este aserto, quien pretender ingresar en incómodas comparaciones, es “El lobo de Wall Street” (2014), que recrea la peripecia real de un célebre corredor de bolsa y estafador.
En cierta medida, también esta película narra la historia de una estafa. Empero, a diferencia del título antes mencionado- que transcurre casi íntegramente en los lujosos edificios del emporio de las finanzas y en suntuosas residencias de malhechores ricos- este relato está impregnado de superlativa violencia, típica de los criminales que han nutrido las obras del realizador neoyorquino.
En ese marco, en los primeros minutos de una obra que tiene más de tres horas de duración, Scorsese ensaya una suerte de documental en prolijo y mágico blanco y negro, para situar al espectador en el corazón mismo de la trama.
Al respecto, en un claro parangón y referencia a la fiebre del oro que otrora ensangrentó las tierras de los nacientes Estados Unidos de Norte América, esta es la historia de la fiebre del “oro negro”.
Los protagonistas de este relato, que destaca por su superlativa calidad cinematográfica, son Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio), un veterano de la Primera Guerra – que nunca entró en combate porque fue verdaderamente el cocinero de la tropa- quien arriba al lugar con el propósito de encontrar su lugar en el mundo.
Sin embargo, la genética le otorgó la suerte de ser sobrino del empresario William Hale, cuyo apodo es “El Rey”, en alusión al desmesurado poder que ostenta en la región. Se trata de un individuo que, aunque posee una impronta paternalista, es realmente un inmoral, que no se detiene ante nadie ni ante nada, con tal de obtener sus propósitos y de alimentar su desmedida codicia.
En realidad, es un típico exponente de la clase burguesa, que, como es característico en este estamento social, se las ingenia para vivir sin trabajar y a costa del esfuerzo ajeno. Se trata de un hombre tosco y bastante tonto, quien, a priori, no tiene habilidades para desarrollar ninguna actividad útil y menos aún relevante. Aunque es una verdadera lacra como persona, cae simpático, porque es un hipócrita de la peor laya y, por supuesto, un hábil manipulador.
Gracias a ese talento para controlarlo todo y transformar a las personas en funcionales a sus aviesos objetivos, transforma a su sobrino –quien es bastante descerebrado- en un aliado.
Por supuesto, como otros codiciosos blancos del lugar, este pérfido personaje aspira a apropiarse de las riquezas de los indígenas, generadas por los ingresos que les otorga la venta de petróleo crudo. En ese contexto, apelará a cualquier recurso, por más sórdido que este sea, para despojar a los aborígenes de lo que les pertenece.
Aunque no lo explicite, este veterano hombre, que de señor no tiene nada, pese al poder que ostenta, le sugiere a su sobrino que enamore a Mollie (Lily Gladstone), una hermosa aborigen, heredera de una cuantiosa fortuna, lo cual le permitiría ostentar una vida de rico y transformarse en un instrumento de su tío.
El primer paso de Ernest para lograr un acercamiento a la mujer es fungir como su chofer y tratarla con superlativa gentileza, hasta lograr entrar en confianza y, finalmente, seducirla.
Naturalmente, esa es la estrategia de casi todos los blancos que residen en el condado, quienes aspiran a despojar a la tribu de sus riquezas, usufructuando la inocencia de los nativos y, particularmente, de las nativas.
Scorsese maneja los hilos de la narración con su habitual maestría y superlativa sabiduría, intercalando incluso algunos pasajes de humor, a los efectos de bajar los decibeles de una tensión en permanente crecimiento.
Tras una primera mitad en la cual todo parece transcurrir en relativa calma y sin mayores sobresaltos, se dispara una incesante secuencia de asesinatos, algunos de ellos terribles, cuyas víctimas, en casi todos los casos, son las indígenas casadas con hombres blancos, así como también sus familiares.
Naturalmente, las modalidades y técnicas de los homicidios –que por supuesto no son investigados- son diversas. Incluso, muchas de esas muertes son presentadas como meros suicidios, partiendo de la falsa premisa que las víctimas están fuera de sus cabales.
Esa suerte de lento genocidio va reconfigurando los panoramas familiares y la lenta apropiación del patrimonio petrolero por parte de los blancos, que en estos casos fungen como verdugos y reproducen, a una escala naturalmente más pequeña, las matanzas de indígenas otrora perpetradas por los ejércitos de los blancos invasores, que, gracias a que disponían de poderoso armamento y de tecnología de guerra, despojaron por la fuerza a los nativos de sus tierras y sus riquezas y recluyeron a los sobrevivientes de la masacre en reservas.
En esta película, el empresario, apodado sugestivamente “El Rey”, representa lo más ominoso y más inmoral de una potencia imperialista que, con tiempo, expandió su influencia por todo el planeta, perpetrando invasiones realmente criminales destinadas a rapiñar el patrimonio de los invadidos o bien urdiendo golpes de Estado funcionales a la hegemonía imperial.
Por su parte, su sobrino –al igual que otros servidores y empleados del millonario- es el típico cretino útil manipulable, como otrora lo fueron los cipayos de las colonias de la América ultrajada y los dictadores de turno, siempre funcionales a las oligarquías vernáculas que asolaron a nuestra continente.
Más allá que como en las mayoría de las películas del gran Martín Scorsese pueda sobrar metraje, “Los asesinos de la Luna” es una película de superlativa calidad cinematográfica y artística, que excede al mero parámetro del cine de acción, cuyo primordial combustible suele ser la violencia.
Aunque este largometraje dista de ser una de las mejores producciones de este portentoso maestro, este soberbio film mixtura el género de acción con la denuncia política, con una proyección que es, en pleno siglo XXI, bien contemporánea.
Obviamente, la obra posee algunas excelencias formales habituales en la filmografía del magistral cineasta neoyorkino, ya que destaca por su fotografía, su música y su montaje.
Naturalmente, en un reparto actoral sumamente competente y profesional, sobresalen nítidamente dos actores fetiche de Scorsese: Leonardo DiCaprio y Robert de Niro, quienes encarnan a sus respectivos personajes son su habitual solvencia interpretativa.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
FICHA TÉCNICA
Los asesinos de la Luna (Killers of de Flowe Moon). Estados Unidos 2023. Dirección: Martin Scorsese. Guión. Eric Roth, basado en la novela homónima de David Grann. Música: Robie Robertson. Fotografía: Rodrigo Prieto. Montaje: Thelma Schoonmaker. Reparto: Robert de Niro, Leonardo DiCaprio, Lily Gladstone, Jese Plemons, Tantoo Cardinal, Brendan Fraser,
John Lithgow, Cara Jade Myers y Jillian Dion.
(Síganos en Twitter y Facebook)
INGRESE AQUÍ POR MÁS CONTENIDOS EN PORTADA
Las notas aquí firmadas reflejan exclusivamente la opinión de los autores.
Otros artículos del mismo autor: