Este 24 de diciembre se cumplen cuarenta y nueve años del asesinato de mi hermano Raúl Feldman. Revisando materiales, algo que siempre hago por estas fechas, me encontré con unos apuntes que había publicado hace algún tiempo y con muy pocas modificaciones mantienen su vigencia, porque el crimen sigue siendo el mismo, y la ausencia también.
Cacho, el «Gordo», Raúl, fue fusilado por 16 balazos, en un operativo coordinado con la dictadura uruguaya y desplegado por la tristemente célebre triple A, comandado por Rodolfo Almirón Sena, quien hace unos años fuera extraditado de España a Argentina, donde murió en prisión.
Estudiante avanzado de Historia, trabajador y militante de la Juventud Comunista, fue el director de la audición radial Domingos de UJOTACÉ hasta el golpe de Estado de 1973. Posteriormente, junto a un grupo de compañeros, estaba encargado de desarrollar, desde Buenos Aires, la solidaridad con Uruguay en la lucha contra la dictadura.
Cuando avanzaba la tarde de la nochebuena de 1974, a las 16:10, la banda encabezada por Almirón ingresó al local del Movimiento Argentino Antiimperialista de Solidaridad Latinoamericana (MAASLA) y selló el destino de Raúl. Hasta ahí, y en forma escueta, el suceso.
Principio y fin; fin y principio, interactúan en un círculo que se retroalimenta. Que marca idas y venidas, avances, retrocesos, zig zags… y comenzó la ausencia. Cuarenta y nueve años de ausencia.
Pienso que el próximo año será medio siglo. A veces parece caprichosa la forma en que, ante los hechos más diversos, desde felicidades hasta desgarradoras tristezas, tomamos los aniversarios redondos o de ciertos períodos, con especial énfasis. Un año, diez años, veinte años, un cuarto de siglo, treinta años, cuarenta años… ¿Qué los diferencia de siete años; dos meses; sesenta y un años o la eterna permanencia de la ausencia?
En ocasiones, trato de imaginar a Raúl hoy, con 75 años, tal vez más gordo, inevitablemente pelado, conservando algunas de sus pecas, quizá paseando algún nieto. En algunas oportunidades, vivo su vida, pero al poco vuelvo a la realidad y retomo la imagen del joven de 26 años, porque ahí se detuvo, y si bien era diez años mayor que yo, para mí sigue siendo un jovencito ya unos cuantos años menor que mi hija. No es más un igual… a veces es un héroe inalcanzable; otras, una estatua que vela su propia muerte; en ocasiones, una guía ética y moral y muchas, muchas veces, un cuerpo acribillado en medio de un baño de sangre; solo, irremediablemente solo.
¿En cuántas situaciones nos hemos arrogado el derecho de ser los exégetas de aquellos que ya no están? ¿Cuántas veces nos hemos convertido en una especie de médiums, como si tuviéramos la capacidad de reinterpretar en términos ideológicos años de ausencia, por la mera relación de sangre?
¿Qué sé yo qué hubiera opinado Raúl sobre la invasión a Afganistán, la perestroika, el seguidismo ideológico? ¿Cómo se posicionaría frente al conflicto sin fin en Medio Oriente, que hoy nos vuelve a interpelar? ¿Cómo saber si hubiera preferido a Tabaré o Astori en su momento, o al Pepe o Astori en otro, o a ninguno de ellos? ¿Cómo determinar qué hubiera pensado o hecho en tal o cual situación, si ni siquiera fueron hipótesis que se llegaron a plantear en su vida? Pero aparte, ¿es eso lo que importa?, ¿o se trata en ese caso de usar a aquellos que ya no tienen voz, como una forma de justificar decisiones propias, que a veces pueden no estar claras para uno mismo? Se hace entonces necesario invocar a un otro intachable para no poner la propia convicción tras ellas.
Bastante muertos están, suficientemente lacerados yacen sus cuerpos, para que los usemos como escudos que nos protejan de otras balas, no tan dañinas físicamente, pero que requieren de firmeza para enfrentarlas por uno mismo.
No creo en el más allá. No creo que algún día me reencuentre con mi hermano, no creo en un hipotético final feliz con un abrazo y que volvamos a retomar el camino juntos.
Lamentablemente, no creo. Imagino saber cuál es el final del camino, al que algunos llegaremos más temprano y más tarde que otros. Por eso, trato de disfrutar los encuentros que tuve, como forma de vencer a la muerte y el olvido. Y vaya si es difícil la tarea, si uno pretende mantener el equilibrio, o por lo menos la acepción propia de equilibrio.
Otra cosa es la memoria. No como ejercicio individual y aislado, que posiblemente, con el paso del tiempo se vaya diluyendo en un vago recuerdo y el olvido, sino la memoria como una construcción colectiva, social, que nos ayude a comprender raíces, frutos y también las hierbas malas y cómo combatirlas.
Es muy difícil alcanzar el «nunca más». Hoy estudiamos a Alejandro Magno, maravillados a veces de las enseñanzas de Aristóteles; analizamos la vida de Julio César; Carlomagno es un hito de la historia… sin embargo, cuán deleznables personajes deben haber sido para aquellos cuyos familiares fueron sus víctimas. El concepto de terrorismo de Estado aún no existía, pero las víctimas ya las contábamos por millones.
Nos horrorizamos con el holocausto, con la maquinaria nazi puesta al servicio del exterminio de judíos, gitanos, homosexuales. Y seguimos contando los muertos por millones.
Más acá, contemporáneo a muchos de nosotros, aún perdura el escándalo de las decenas de muertos, de los cientos de desaparecidos, de la dictadura que asoló a nuestro país. Y nos estremece el recuerdo de Argentina, Chile y Brasil, por citar los más cercanos geográficamente.
El temblor sigue recorriendo mi cuerpo cada vez que lo pienso, más allá de algún trasnochado que quiera jugar a Aníbal y Escipión, como si estuviéramos hablando del enfrentamiento de dos demonios que hoy quieren redimirse.
¿Cuándo será tiempo suficiente para decir que es real el nunca más?
Nunca. Porque a la necesidad de conquista se le superpone el odio al extranjero, y a este los conflictos de clases, y sobre estos los odios raciales y religiosos, y como un cóctel explosivo todos se amalgaman en vaya uno a saber qué nuevo rechazo que origine qué nuevo derramamiento. Basta mirar los diarios o escuchar los noticieros de hoy. Pido perdón por el pesimismo.
Sin embargo, sigo creyendo en la construcción de la memoria, tal vez más aún que la justicia, a la cual no desdeño.
La justicia es un recurso paradigmático de las sociedades y sus tiempos. No es la misma la de hoy que la bíblica, ni es la misma la uruguaya, que no admite la pena de muerte, que la de unos cuantos países que sí la contemplan. ¿Cuál es la justa medida?
La memoria las trasciende.
No para que triunfe tal o cual partido, a cuyos dirigentes tal vez les importe poco o nada algún ignoto muchacho o muchacha que hace ya tiempo dio su vida por algo que le parecía un esbozo de redención.
La memoria importa. Como homenaje, de manera de evitar que sean, con el tiempo, una simple cifra, un numeral en una serie sin fin de agonismos y antagonismos, más allá de que -y vuelvo a pedir perdón por mi ateísmo- no podamos insuflarles, ya no vida eterna, sino por lo menos, un soplo, aunque solo sea para despedirnos como corresponde.
Cacho, el «Gordo», Raúl, fue fusilado por 16 balazos, en un operativo coordinado con la dictadura uruguaya y desplegado por la tristemente célebre triple A, comandado por Rodolfo Almirón Sena, quien hace unos años fuera extraditado de España a Argentina, donde murió en prisión.
La memoria importa y me importa. No solo como homenaje, sino como forma de vida, de justificarme, tal vez en ocasiones inconscientemente como cierta manera de pagar el pecado que a veces sentimos de seguir vivos; e importa también como legado, como forma de trascendencia personal, como manera de imprimirle uno de los sentidos a la vida.
Me resulta triste la vida con un solo sentido. Triste en cuanto quita la capacidad que tenemos de ser multifacéticos, más allá de que, a veces, con empecinamiento, nos conduzca -aún a nuestro pesar- en una única dirección.
Pero no juzgo. ¿Con qué derecho juzgar la dimensión de las pérdidas de otros? Tampoco les otorgo a otros el derecho de juzgarme… tal vez, estemos precisando menos jueces para dejar fluir la vida.
La memoria sigue y seguirá importando, en tanto amalgama colectiva de construcciones individuales que nos permita acercarnos a la utopía del nunca más, aunque en ese puzle, siempre me faltará una pieza.
Seguiré cargando con los decenios de ausencia y el «puede haber sido». Igualmente, a pesar de todo, el 24 de diciembre, sobre las 16:10 horas, iré a depositar una rosa roja -roja por la sangre y roja por la pasión- en el Espacio Libre donde un día las cenizas de Raúl abonaron otros florecimientos.
Daniel Feldman | Periodista
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