“Bebo porque estoy deprimido y estoy deprimido porque bebo”, es la tajante confesión del protagonista masculino de “Hojas de otoño”, el vigésimo largometraje del aclamado realizador finlandés Aki Kaurismäki, quien diseña un nuevo cuadro de desolación, soledad y marginación social, en el cual habitan seres humanos siempre perdedores, para quienes no existen ni siquiera un mínimo atisbo de redención, porque están condenados a una existencia rutinaria e inercial.
Ese es el mandato cuasi bíblico que signa las peripecia de los personajes del laureado cineasta nórdico, quien ha construido una sólida reputación particularmente en festivales cinematográficos internacionales, en base a una paleta artística que destaca por la frontalidad de sus planteos, que siempre enfatiza en lo social y particularmente en las groseras miserias del sistema.
Si un espectador no advertido observa una escena de una película de este talentoso director, sin reparar en la tez blanca y en la blonda cabellera de la mayoría de los actores, seguramente imaginará que se trata de un relato ambientado en un país periférico y no en la tan promocionada Finlandia, supuesto paradigma de felicidad colectivo y equidad.
Sin embargo, obviamente todos sus filmes están cruzados por la realidad de una nación contradictoria, en la cual el tan mentado Estado de Bienestar no incluye a todos sus habitantes.
En efecto, si bien en esos nórdicos lares no existe la miseria extrema ni los cuadros de degradación humana con el rigor característico de nuestra geografía vernácula, si se perciben radicales diferencias entre los que más tienen y los que menos tienen.
Esa es la cruda realidad que denuncia recurrentemente Kaurismäki en su ya vasta producción artística, siempre marcada a fuego por disfuncionalidades sociales en su país de origen, donde la convivencia no es ciertamente muy idílica.
El cine del autor finlandés es un cine duro e irreverente, tal vez hijo del neorrealismo italiano, que indaga en las conductas humanas, desde la denominada “trilogía de los perdedores”, que se inició en 1996 con “Nubes pasajeras”, “el hombre sin pasado” (2002) y “Luces al atardecer” (2006). En estos tres títulos sin dudas referentes, hay trabajadores que quedan desocupados, personas sometidas a situaciones de violencia y también expuestas al más rampante de los desamparos.
En estos antecedentes ya se percibe la marginalidad como estigma, la segregación y hasta los rigores de la inequidad y el abandono. Obviamente, todos los personajes que protagonizan sus películas son prototipos de antihéroes, lo cual pone en tela de juicio la igualdad de oportunidades para alcanzar el éxito, en una sociedad despiadadamente competitiva.
Esa realidad, salvando obvias diferencias, guarda algunas analogías con nuestro Uruguay, donde el 22% de los trabajadores son informales. Por ende, no están amparados por la seguridad social ni por el salario mínimo nacional, dos derechos que deberían ser insoslayables e inalienables.
En tal sentido, “Hojas de otoño”, que remite lejanamente a la célebre canción “Las hojas muertas”, de los compositores franceses Jacques Prévert y Joseph Korma, que fue popularizada por el inolvidable actor y cantante Ives Montand, constituye claramente una nueva entrega de la “serie proletaria” del cineasta, integrada, también, por “Sombras del paraíso” (1986), “Ariel” (1988) y “La chica de la fábrica de fósforos” (1990).
En ese marco, hay una clara apelación alegórica a las hojas de los árboles en otoño, que, por la insuficiencia de luz solar, pierden su intenso pigmento verde y se tornan amarillas, Luego, se secan e inexorablemente caen, antes del advenimiento del invierno. En este caso concreto, la pérdida del color –que anuncia la caducidad y el advenimiento del invierno- simboliza la propia decadencia de los personajes de la película, que parecen ser híbridos, incoloros y vacíos de emocionales,
Esta es la historia de dos personas desencantadas residentes en la fría ciudad de Helsinki, capital de Finlandia, que transitan caminos que se encuentran pero a la vez se bifurcan, porque forman una pareja despareja que jamás termina de consumarse. Ella es Ansa (Alma Pöysti), una joven rubia muy parecida físicamente a la emblemática sueca Vivi Anderson, actriz fetiche del gran cineasta Ingmar Bergman, que suele desempeñar trabajos de baja calificación, en supermercados o en restaurantes. Para ella, es lo mismo reponer mercadería en una gran superficie comercial que lavar platos o atender una mesa, ya que el exiguo ingreso monetario que percibe le permite igualmente sobrevivir con relativa dignidad, alimentarse y dormir bajo techo.
El otro protagonista es Holappa (Jussi Vatanen), un obrero metalúrgico que desarrolla trabajos pesados y gasta su dinero emborrachándose en una cantina, junto a un colega y amigo bastante mayor. Allí, los comensales pueden participar en una experiencia de karaoke. Por supuesto, el considera que esta actividad meramente recreativa “no es para hombres duros”, porque está limitado en el usufructo de su libertad individual por prejuicios largamente arraigados en su imaginario.
Toda la escenografía urbana parece envuelta en una suerte de bruma, con escasas personas transitando por las calles de la ciudad como si se tratara de un largo feriado y actitudes de indiferencia que demuelen el paradigma de integración social que tanto proclaman los países nórdicos.
En ese marco ambiental se registra precisamente el encuentro entre estos dos seres solitarios que no parecen padecer su crónica soledad aunque en realidad la padecen, porque, para ellos, más que un sinónimo de libertad, es una suerte de prisión. Viven sin afecto y se refugian en su propio micromundo.
En tal sentido, una escena que marca el ulterior curso del relato, muestra a la mujer observando perpleja como este desdichado y recio obrero que encontró circunstancialmente en la cantina duerme plácidamente su sueño de alcoholismo y emancipación.
No en vano, como señalamos al comienzo de esta entrega, es un depresivo porque bebe pero también bebe porque es un depresivo. Ciertamente, no se trata propiamente de un mero juego de palabras, sino de un cuadro que mixtura la depresión, una de las patologías psiquiátricas más frecuentes en las sociedades del presente, con una adicción devastadora.
En este caso, la adicción, que genera en el joven una suerte de irreprimible compulsión por beber y naturalmente una paralizante dependencia química, funge a su vez como un disparador emocional de impronta emancipadora. Sin embargo, lo expone a la segregación y, en muchos casos, a la desocupación, porque ese hábito pernicioso afecta la calidad de su trabajo.
Sin embargo, la joven se siente profundamente atraída por este hombre, porque ambos comparten la soledad y el vacío afectivo, dos características que los transforman en una suerte de islas escindidas de un continente social que los rechaza.
Asimismo, también tienen en común que ambos son víctimas del sistema, que los explota despiadadamente como sucede en los países latinoamericanos, porque son mano de obra barata de baja calificación y fácilmente reemplazable.
Esta pareja, que tal vez nunca llegue a consumarse como tal, tiene costumbres rutinarias. Incluso, ambos escuchan -sin escuchar- en receptores de radio de hace cincuenta años, trágicas noticias sobre un conflicto bélico que sucede en Ucrania, en alusión a la invasión Rusa a esa comarca de Europa Oriental. Sin embargo, el calendario marca que están viviendo en 2024.
En ese marco, lo que también desconcierta al espectador, por más que es claramente deliberado, es que los personajes se comunican por celulares de hace veinte o veinticinco años y por teléfonos fijos de disco, como si el tiempo se hubiera detenido. Evidentemente, para estas personas el tiempo es un tiempo muerto, porque nada novedoso sucede en sus oscuras vidas.
Incluso, hay claras referencias cinéfilas y musicales de otras épocas, como los afiches que lucen, por ejemplo, imágenes de la otrora despampanante actriz francesa Brigitte Bardot y del emblemático film “Rocco y sus hermanos”, del maestro italiano Luchino Visconti, sin desestimar mencionen a otros cineastas referentes, como Robert Bresson y Jean-Luc Godard.
En esta película sin dudas singular, todo parece anacrónico, cuya traducción literal es perteneciente a otra época, salvo el calendario que marca, anticipadamente el 2024, pese a que la película fue rodada y producida hace más de un año.
Por supuesto, en este caso concreto, poco importa el tiempo, porque este parece estar congelado, al igual que los corazones de los protagonistas. En efecto, si esta historia transcurriera diez, veinte o treinta años atrás nada cambiaría, porque está primordialmente construida de tiempos muertos, que son habituales en el cine europeo y particularmente en el nórdico.
En el cine, donde la cronología no siempre se corresponde con el tiempo real ya que está en sintonía con el tiempo argumental, los tiempos muertos son aquellos en los que nada se narra, ya que son meros momentos de transición.
Contrariamente a lo que podría lucubrarse, no es que no suceda nada. En ese contexto, todo lo que sucede transcurre en el interior de los personajes que, aunque no suelen expresar emociones, a su modo, igualmente las están experimentando.
Esa es la eterna dicotomía entre el tiempo real –el puramente cronológico que se mide por los ciclos de la naturaleza y por los relojes- y el tiempo emocional y subjetivo, que abreva del Kairós, un concepto de la antigua filosofía griega. En este caso, la principal diferencia entre el Kairós y el Cronos –que es el dios del tiempo- es que el primero es cualitativo y el segundo es cuantitativo. Es decir, el Kairós es más emocional que racional y desafía toda eventual lógica matemática.
Aludiendo al significado simbólico del título de la película, las hojas de otoño o las hojas muertas serían el tiempo congelado pero también la transición hacia el invierno, que ulteriormente deviene en la tan ansiada primavera.
Eso sucede precisamente con los personajes de esta película de superlativa calidad artística y vuelo poético, quienes emocionalmente transitan del otoño afectivo- el de las hojas muertas -a la desolación del invierno y luego a la primavera, que es sinónimo de resurrección.
Este film no es una mera historia de amor entre dos seres irredentos y emocionalmente devastados, que no parecen expresar emociones, porque sus rostros no exhiben casi ninguna gestualidad facial. Es sí un profundo ensayo acerca de la condición humana, de la soledad, de los afectos, de la adicción como terapia contra la angustia y del amor como oxígeno para seguir respirando. No en vano, la banda sonora incluye el tango “Arrabal amargo” de Alfredo le Pera, inmortalizado por el emblemático Carlos Gardel, que es un tan explícito como agudo retrato del dolor.
Asimismo, “Hojas de otoño” es también una comedia de trazo deliberadamente agridulce y testimonial, que abunda en momentos de humor ácidamente sardónico para describir las peripecias de los personajes e incluso banalizar el drama que experimentan dos seres humanos vacíos y desolados, aunque no soslaya fuertes denuncias al drama del desempleo, a la inmoral explotación laboral, a la segregación, a las disfuncionales miserias del sistema y a la demencial patología de las guerras.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
FICHA TÉCNICA
Hojas de otoño (Kuolleet lehdet, Finlandia 2023). Dirección: Aki Kaurismaki. Guión: Aki Kaurismaki. Fotografía: Timo Salminen. Edición: Samu Heikkilä. Montaje: Samu Heikkilä. Reparto: Alma Pöysti, Jussi Vatanen, Martti Suosalo, Alina Tomnikov, Eero Ritala. Janne Hyytiäinen y Sakari Kuosmanen.
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