El poeta, comunicador radial, premio Morosoli por su trayectoria periodística en 2007, Eduardo Nogareda, hizo una edición numerada, que consta de cien ejemplares, de su último poemario, El cielo en las literas (serie de retratos imaginarios), con el diseño, la edición y la maquetación de Diego Cubelli.
Anteriormente había publicado El aire es un gran animal (1986), Los hornos (2014), premio Bartolomé Hidalgo de Poesía, y Acá no es (2018), que fue Primer Premio de Poesía en los Premios Nacionales de Literatura del MEC de ese año.
El libro se complementa con las imágenes de Marina Pose, fotógrafa y artista visual que ha expuesto en muestras colectivas e individuales en nuestro país, en Ecuador y en España. De esa amalgama, contrapunto, nace este cielo, a lo Terencio, como para certificar el paso por este mundo, complejo, desde los muchos que uno mismo puede ser, conforme va andando el tiempo.
Una impresión cuidada estéticamente, un producto artístico, donde la primera constatación lo acerca al registro visual de Juan Salvador Gaviota, aunque hay partes de cuerpos, cuerpos difuminados y coloridos, como fragmentos, pero son aves en un cielo gris de verano que, por efecto del desenfoque, en blanco y negro, podrían parecer golondrinas y nos recuerda en algo a las imágenes de la obra de Richard Bach, aunque aquí tienen otra condensación y otro vuelo. Hay un registro similar en su concepción y, con todo, allí están los cuerpos, incompletos, de hombres y mujeres, en su ambiente, que es tan aéreo como el de las aves en vuelo. Allí está, también, el cielo, como un medio, volátil, de poder ver las cosas desde arriba, con otra perspectiva.
Es evidente que ese cielo, además, en sus alturas, separado del piso, donde uno se pone a descansar como en una alfombra mágica, nos lo recuerda: no dormimos en la litera sino que emprendemos el viaje, el sueño y el ensueño, la mañana, todos los días.
En la presentación en la Casa Mario Benedetti, el 23 de noviembre de 2023, el autor leyó, acompañado del bandoneón y guitarra, tangueces de otro tiempo, el poema que lleva por título “Agua por la garganta” (p. 73) que es, por cierto, el que cierra el poemario y esta reseña.
Encuentro y proximidad
Yo lo encontré, al autor, en el pasillo de la facultad de Humanidades, antes de entrar a una clase, a medio camino de los diarios de Colón y la increíble vida de la monja Alférez, y una tarde me alcanzó su libro. También lo había visto en alguna reunión de la Casa de los Escritores, y en el último aniversario de esa institución cultural.
En el prólogo, el propio autor nos habla de ciertas claves, poéticas, discursivas, que pasan por Flaubert, sobre todo en la frase que le atribuyen (sobre Madame Bovary):
“C´est moi”, y más allá de la certeza, o no, en la definición, había, y hay, cierto acercamiento “entre un signo de correspondencia entre autor y personaje”, algo que habiendo comenzado en un tiempo, recomienza en otro y entonces se transforma en un éxito que parece querer resguardarse, a propósito, de toda crítica. Es decir, en Nogareda está el discurso de cantar “con todo el cuerpo/ para liberar al niño”, el ser auténtico, uno mismo.
Hay un marco temporal y un oficio logrado, el poema parece contar una historia, hilarla, aunque a veces haya que forzar el entendimiento para comprender, y obliga a una segunda lectura. Se animaliza la sien, el razonamiento, y lo que está dentro, copas como mariposas, golondrinas revoloteando “sobre una nuca”, o “se iguana sobre una blusa”, esas metáforas casi imposibles, y, sobre todo, “entrambas manos/ tan humanas”, como un amasar, que nos da otra dimensión de las cosas.
Hay almohadas, aladas, almidonadas; se cuenta una historia como en La huida:
todos los reptiles oscuros estuvieron
acudieron todos los pájaros que no cantan
levitó la tierra en el recinto de la vigilia
el ajuar cayó de su sitio de belleza
la novia tembló
temblando huyó
culpable
y sagrada (p. 19)
El estilo de Nogareda parece hacer un lento acercamiento, como al soslayo, por contigüidad, en la historia que poema. La polémica, la disyuntiva, se da, también, de todas formas, porque “su vida es una planta/ en trance de floración”, en transformación constante, como si hubiera algo incompleto. El trabajar del lenguaje es permanente, como en “se mariposa sobre una copa/ se golondrina sobre una nuca/ se ardilla sobre un talle/ se iguana sobre una blusa/ se leoparda sobre una espalda” (p. 14).
Nogareda puede romper la estructura del poema, hacerlo verso libre y algo experimental, y luego puede volver a la sencillez, al impulso primario de la libertad, “y si no le puede abrir lo rompe”. Pero claro, habrá un miedo, un miedo a lo desconocido que significa que ella ya no esté, que haya soltado las amarras que un día los juntaron, que la veleidad de los hombres, o la mirada de las mujeres, vea, y se quiebre donde antes hubo unión; una disciplina vieja, una costumbre que, cuando todo lo demás se manifiesta,
“cuando pase una hora
una semana entera
cuando se haya ido el verano
habrá pasado un año
habrán vuelto a lo mejor
los barcos a la bahía
el circo a la explanada
el barrio a su trajín
los hijos a la escuela
la abeja a la flor
y ella
ella ya no estará” (p. 32)
Porque entonces, si ella no está, ¿para qué esto, para qué todo?
“No hay calma en el pecho”, dice, rasga y rasguña ruidos, rabias, hace una enumeración caótica del absurdo, alambres herrumbrados, cuerdas de ahorcar, clavos de martirio que se enlazan a un espíritu cuasi religioso que busca, rebusca y busca nuevamente, aunque se enrede en su propia saliva, pastosa, alcohólica, de labios secos, con la opacidad y la bondad de un cuerpo y encontrar, anidado en su pecho, algo, una furia ilógica con uno mismo, que apenas pudo ser, y a los trompicones, porque “después del odio/ todo cambia de sitio”.
Alitera la litera
Tal como podríamos sospechar desde un principio, el título alude a las literas que hay en los trenes, y, “desolados los pasajeros/ se encaraman a sus literas/ esperando alcanzar el cielo/ ahí arriba”, en un afán de ascender, y trascender y también, como ha señalado Gerardo Ciancio, esa litera tiene, en germen, la palabra “literatura”, por lo que aquí se nos muestra es, como debe ser, ficción, aunque haya un ancla en la realidad como contrapeso.
Los cielos del título, probablemente, se dan, aquí, en tono de desgracia:
cielos blancos deslumbran al muchacho
que ciego sube por la cuesta de la calle
el odio le reza salmos a la muerte
hasta que la desgracia salpica
cielos rojos tiñen al muchacho
sangra la barba que baja por la pendiente (p. 37)
Luego habrá una mujer, “de lágrima fácil/ madre de trastorno funeral” que escucha; ella que: “no quiere a nadie pero cultiva perros salvajes/ ojos les echa cada mañana”.
A veces parece primar la historia que cuenta, siguiendo el hilo, antes que, como poesía, alcance a sugerir algo mayor. Hay una estructura que deviene narración, como en este ejemplo de sucesión de acciones:
“salta medianera mata gallina
descose grito
olor de metales
se oye correr en lo oscuro
en casa hoy comerán…”,
donde ese “se oye” apela a una figura exterior, independiente, preocupada más por lo que dice que por cómo lo dice, en la anécdota que nos recuerda, vagamente, a Quiroga y La gallina degollada. Si gana en historia, comienzo, desarrollo y desenlace, lo pierde en cuanto poesía en cuanto palabra que valga por sí misma, de forma independiente. No tiene que ver esto con juicio de calidad artística –que no podría ni querría hacer-, sino como constatación de un procedimiento, una técnica literaria.
Un elemento característico en la poesía de Nogareda es el ojo, que puede calcular lo extenso, ojos cerrados que ven todo rojo, por ejemplo, o el hambre que hace alucinar en lo visual; ojo a la perrada mientras afila cuchillos, el muchacho cegado por los cielos blancos, pupilas en movimiento, que muestran la ansiedad; o como elemento de descubrir la verdad, “está pidiendo a sus ojos/ que le digan lo que pasa”, como si ellos, por sí mismo, pudieran saberlo.
Habrá también imágenes de lo cotidiano, la voz de una vecina que “desafina impune”, y las grises palomas «estancadas sobre un pretil” que se transforman, indolentes, en la vacuidad de los días. La nada en la hora taciturna de la siesta.
El tiempo es lo que vendrá, detenido en una foto de cuando era un muchacho, y lo que fue desde el viejo que mira la foto; lo que está en el medio, la vida, se representa en los nombres de personas conocidas, su paso en contacto con el poeta o el yo poético. Es allí, materia al fin, donde está lo que fue, y también lo que será: recuerdo.
* * *
En el último tercio de libro se hace presente la madre, desde uno u otro lado, desde los “domésticos aromas de otros tiempos” hasta la llamada por teléfono al hijo después de desviarse “hacia el paso sin prisa del tiempo” que llegará, inexorable, al final. La madre se ha transformado en “la mariposa de la vida”, volando, en alas del pensamiento y del sentimiento, de flor en flor, de recuerdo en recuerdo, hasta llegar, nuevamente, al hijo que se ha quedado dormido, como si estuviera en su regazo, lugar donde se contienen todas las cosas.
No hay de dónde agarrarse, sin embargo, el aire ya está viciado y lo más probable es que nos falte el fuelle de la vida, y quede, flotando en ese aire espeso de la nada, la noche que “era todo lo que tenía”, el vacío: “desconoce si tiene madre/ o si es polvo hijo de aire”. Orfandad del tiempo.
Y entonces vendrá el dolor y la necesidad de la morfina, “aplicada con ternura” que puede rehabilitar “el teatro de la vida” y la entrada directa al más allá.
Agua por la garganta
quiero irme contigo le decía
quiero irme contigo amor
mis huesos con los tuyos
un solo final para los dos
pasaban días y más días
él quiero irme repetía
contigo mis huesos
con los tuyos amor
pero ella ya no estaba
pasó un año tras otro y otros más
mis huesos con los tuyos
y ella no estaba
pero al fin llegó el año
y con el año día y hora
entonces ya no era
ni tarde ni temprano
la sintió llegar desde muy lejos
la sintió llegar y entrar en él
como agua por la garganta
vengo mis huesos
con los tuyos amor
un solo final
Agua por la garganta, la muerte, surte.
(El cielo en las literas (serie de retratos imaginarios), de Eduardo Nogareda y fotografía de Marina Pose, edición numerada (Nº 5), a cargo de Diego Cubelli, Sitio de poesía, Montevideo, 74 páginas)
Por Sergio Schvarz
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