América Latina: Un ambiguo campo de batallas

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América Latina: Un ambiguo campo de batallas

Por Alfredo Falero[i]
[i] Dr. en Sociología.

La región es un campo de batallas entre proyectos de sociedad. Aunque no lo parezca o no puedan identificarse claramente sus actores participantes, se dan “batallas” que no conviene reducir analíticamente a quienes ganan o pierden elecciones.   La imagen bélica puede ser discutible, pero permite transmitir rápidamente la idea de proyectos de sociedad en conflicto. La columna que sigue, procura hacer foco introductoriamente en esa idea general, teniendo presente que lo está en juego no está siendo visualizado por buena parte de las sociedades.

En Uruguay se ha venido construyendo desde el campo político, los medios de comunicación y la academia una tendencia (subrayando la idea de tendencia) a generar miradas hiperinstitucionalistas sobre el cambio social basándose en el posicionamiento de partidos políticos en diversas coyunturas, principalmente electorales. En este marco, se tiende igualmente a perder perspectiva en un conjunto más amplio y cotidiano de aspectos.

Un aspecto es que en los impulsos emancipatorios o su freno, en los avances conservadores o reaccionarios o su bloqueo, interviene, como en toda sociedad, un arco diverso de actores sociales como pueden ser cámaras empresariales, sindicatos, movimientos y organizaciones sociales, iglesias con capacidad de incidir en el tejido social, militares, entre otros posibles, que construyen redes de actuación, incluyendo con partidos políticos pero no solamente, disimuladas convenientemente.

Otro aspecto es que se pierde sentido regional y temporal de lo que está en juego.  Un ejemplo: cuando se mira Venezuela parece que antes de Maduro y Chávez, el país tenía una democracia ejemplar, que está en un contexto regional extraordinario para que florezca y que, por supuesto, su oposición se caracteriza por el respeto irrestricto de las instituciones.  Tres cosas que son claramente falsas: basta repasar la historia política de Venezuela,  analizar lo que sucede en la región (sobre lo cual se hablará en un momento) con intereses norteamericanos incluidos y ver como se mueven las derechas a nivel regional y global y sus conexiones (existe una extraña amnesia sobre lo sucedido con Juan Guaidó, por ejemplo) y el tema ya no aparece tan simple.  

Un último aspecto a mencionar es que los límites de cualquier acción siempre es implícitamente el “clima” de inversiones y de negocios. Por ejemplo, cuando se repite la necesidad de “abrirse al mundo” (como si ello ya no hubiera ocurrido notoriamente bajo gobiernos diferentes), el tema se construye comunicativamente no como una invitación a conocer lo que nos rodea y el mundo actual para abrir horizontes de posibilidades, sino como una invocación liberal casi mágica, para solucionar problemas a partir del comercio y las inversiones. De este modo, intereses sectoriales (incluso pueden ser de empresas transnacionales específicas) logran una gran eficacia simbólica al convertirse en causa nacional.

El tema clave es entonces preguntarse qué se mira y cómo se mira y quienes fijan las coordenadas para esas miradas.  Además, las percepciones de la llamada “opinión pública” depende en realidad de una suma abstracta de distribuciones desiguales de capital educativo, cultural y político para examinar la realidad. Muchas veces se cree conocer y tener una opinión fundada, pero basta ver las tonterías que se escriben como comentarios de noticias en los portales que habilitan tal posibilidad, para advertir debilidades.  Otro indicador: llamó la atención una buena cantidad de jóvenes uruguayos que expresaban expectativas en Milei, visto como un outsider de la política argentina que venía a imponer justicia.

Establecido lo anterior sobre la importancia de contar con referencias más elaboradas para moverse en esta realidad social compleja,  ya es posible pasar entonces a un par de consideraciones planteadas en forma telegráfica sobre América Latina como campo de batallas teniendo presente que todo lo que ocurre en algún lugar potencia o dinamita fuera de fronteras nacionales las posibilidades de avanzar hacia una sociedad mucho menos desigual, más justa, menos marginalizadora, más democrática. Principalmente cuando el país en cuestión es un centro de gravedad (por utilizar una imagen astronómica) geopolítico como puede ser Argentina, Brasil, Colombia o México.  

La primera consideración es no reducir el análisis a recambios electorales que después, en función de simple acumulación de casos, llevan a establecer ciclos políticos. De esta manera, se puede simplificar excesivamente lo que se transmite hablando de ciclo progresista o ciclo de derecha y llegar así a conclusiones apresuradas.  Aunque Brasil, Colombia y México hoy tengan gobiernos “progresistas”, no corresponde hablar de un “nuevo” ciclo progresista.  De hecho, existen poderes fácticos -mediante el lawfare (o guerra jurídica), por ejemplo- que pueden modificar una situación rápidamente.

Un rótulo de “nuevo ciclo progresista”  comenzó a circular en 2022 cuando ganaron Gabriel Boric en Chile y Gustavo Petro en Colombia que se sumaban a México que desde 2018 tenía a Andrés Manual Lopez Obrador y a Bolivia, en tanto Luis Arce había sido elegido por el MAS neutralizando el golpe del año anterior.  Pero la cautela volvió a imponerse cuando también en 2022, Lula se impuso a la extrema derecha de Bolsonaro por un estrecho margen (50,90% de los votos frente al 49,10%) y para lo cual se debió generar un arco amplio de alianzas políticas que hoy tiene consecuencias en los cambios posibles.  Hay un tejido social “bolsonarista” que va más allá de elecciones. Agréguese que también en 2022, en diciembre de ese año, ocurrió un golpe de Estado en Perú (mal llamado “autogolpe” y con el sello de un Poder Legislativo y Judicial muy corruptos) que sacó del gobierno al presidente Castillo con feroz represión sobre movimientos sociales.

Del mismo modo, tampoco hoy estamos en un “ciclo conservador o reaccionario” porque se haya impuesto con contundencia Milei en Argentina que, además, se sumaba a la victoria del empresario Daniel Noboa en Ecuador. Allí, la crisis de seguridad ciudadana y violencia de este año, mostró la existencia de varios poderes en las sombras más allá de lo electoral. En Guatemala, la primera vuelta de las elecciones se realizó el 25 de junio del año pasado y desde entonces (por no hablar de lo ocurrido antes) hasta el mismo día que Arévalo debía tomar posesión como presidente a mediados de enero de este año, estuvo en duda si podía hacerlo por las maniobras de fuerzas reaccionarias. Guatemala estuvo a punto de ni siquiera admitir un gobierno moderadamente progresista. Al lado, en El Salvador, el autoritarismo aceptado socialmente del reelecto presidente Bukele, desafía explicaciones fáciles que no solo tienen que ver con su extraordinario manejo del marketing.

Esto lleva a una segunda consideración que en parte ya se adelantó y es que las luchas sociales son una parte clave, imprescindible de las sociedades en general pese a que pueda construirse e imponerse una visión problemática sobre las mismas en algunos segmentos sociales. Debe recordarse que la fuerte presencia de movimientos sociales desde la segunda mitad de la década del noventa del siglo pasado (trabajadores, desocupados, campesinos, indígenas, colectivos de memoria y derechos humanos, entre otros) explica gran parte de transformaciones positivas ocurridas en la región desde comienzos del siglo XXI. La debilidad actual de esas fuerzas sociales -comparativa en relación a sus historias (por razones que supondrían otro artículo)- tiene consecuencias en el panorama político.

Hay que hacer notar, siguiendo con el mismo aspecto del tema y simplificando una vez más, que en los últimos años existieron dos grandes novedades en términos de luchas sociales con efectos diversos. Una es el movimiento feminista y por la diversidad sexual (principalmente, el primero) y la colocación de una agenda de derechos importante que varía mucho de acuerdo a los países. Buena parte de la derecha latinoamericana se siente particularmente incómoda con esas luchas. En Europa o Estados Unidos hubo capacidad de reabsorberlas en sus demandas en buena medida.  Incluso hay un feminismo de derecha y de clase alta, como hay un ambientalismo de derecha.

La otra novedad sobre luchas sociales fueron las irrupciones populares principalmente de 2019: en Chile, Colombia, Haití, entre otros países.  Se le llamó “estallidos sociales” y esencialmente fueron conflictos de clase, concentrados temporalmente, con gente en la calle, sin proyecto claro más allá de la oposición a lo existente, que tuvieron una represión brutal.  La irrupción popular sin continuidad fue evidente en Chile y las dos consultas públicas (referéndums) con resultados negativos para una reforma constitucional (una de perfil más de izquierda en 2022 y una de perfil reaccionario en 2023). La tensión entre proyectos de sociedad sigue abierta. En Colombia aquella irrupción y sucesos posteriores contribuyeron a la victoria de Petro. Pero aquí no terminó la historia: un conjunto de poderes fácticos e intereses continúa jugando como siempre (por ejemplo, con la guerra jurídica, como se mencionó anteriormente).

En suma y ya para concluir, el campo de batallas puede ser erróneamente reducido a lo electoral y a un posibilismo político partidario, cuando en realidad una buena parte de las luchas se despliegan en el tejido social cotidianamente y contra intereses poderosos que parecen difusos. No hay que confundir esto con enfoques conspirativos. Sigue siendo clave, por tanto, la capacidad de construir coordenadas de reflexión y miradas alternativas sobre cómo se manifiesta este campo de batallas y neutralizar a los gestores de la ambigüedad sobre lo que está en juego en la región. A veces jugando con palabras que buscan consenso como democracia y libertad. Y en estas batallas también está Uruguay, por supuesto, aunque no lo parezca.

8 de febrero 2024

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