La protección del “sexo débil”, o cuando los hombres dejan de ser parte del problema, para pasar a ser “el problema”.

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Durante 2023, entre los conceptos más inquietantes que escuché, referido al asesinato de una adolescente, estuvo este: “Eso antes no pasaba. En otros tiempos, si un muchacho amenazaba a una muchacha, como pasó en este caso, algún hermano, padre, tío o amigo, lo agarraba del cogote, le daba un par de bofetadas y si te metés con mi hija, o mi hermana, te reviento a patadas, y listo. Desaparecía el problema”.

Mucha gente (de quien no podemos negar la buena fe) piensa igual, tanto hombres como mujeres, lo que indica que aún falta mucho para el cambio de nuestras mentalidades.

Este sentido protector del “sexo débil”, uno de los sentimientos componentes del paternalismo machista de todos los tiempos, contra el que las mujeres reaccionan, está en la raíz misma de la violencia de género. Es la vía que conduce al destrato, al desprecio, al ninguneo, al chicaneo, y a veces hasta al chiste de mal gusto (dicho por el gracioso del grupo, en la reunión de los sábados) que agazapa a los peores conceptos machirulos, porque disfraza de humor fácil su miserable intención. Sucede también con los travestis, con los negros, con los discapacitados, con los viejos, con los exiliados. Una forma de protección a “los débiles”, que en realidad los debilita más. Y los revictimiza.

Es falso que antes, estos problemas no existían. Eran sepultados entre los mecanismos hipócritas de la cultura machista; y eran muchos más y peores que los actuales. Las mujeres, además de ser negadas como protagonistas de la vida social (salvo en sus papeles de prostitutas, amantes, barbies seductoras, empleadas domésticas, costureras de familia u otros oficios que los hombres aplaudían) eran dependientes de sus machos, hasta en el nombre que adquirían luego de la sujeción legal por el casamiento. Pasaban a ser “señoras de”, dejaban de tener identidad y vida propia. El pater familias las protegía, y reducía su función a la crianza de los hijos y al cuidado de la casa. Y a parir hijos para sostener la permanencia del apellido familiar y administrar las herencias. El prefijado detentador de los negocios familiares era el primogénito, el primer hombre, aunque fuera el tercero o cuarto en una camada de “chancletas” hermanas. Sociedades hubo, en que se admitía como normal (no punible ni moralmente reprochable), matar o encerrar en conventos a las primeras nacidas, por ser hembras. Y las mujeres madres seguían pariendo hasta que naciera Gervasio, o Pedro, o Lucio, o Gustavo, o Daniel. Las que se salvan del escarnio o de la muerte, quedaban obligatoriamente solteras y vírgenes, para poder cuidar a los padres cuando envejecieran. Darles de comer, asearlos, consolarlos en su decrepitud, esperando pacientes para heredar la soledad y la decrepitud propia en algún asilo de ancianas, para morir olvidadas. La mujer estaba sometida a los designios y caprichos del hombre y de las reglas sociales impuestas por los hombres. Las que lograban liberarse del yugo, eran consideradas como excepciones honrosas.  Y a veces como heroínas, porque “llegó a ser lo que es, a pesar de ser mujer.

Ahí tienen a Paulina Luisi”. Siempre como violatorias de la regla general (otra fórmula para la sumisión), lo cual era aceptado (pero no sin reticencias) por los amos dómine del escenario cultural hegemónico. Esta historia del castigo social a mujeres que se destacaron en algún campo, tiene registros dramáticos en casos conocidos, cuando debieron alterar su identidad, para no ser rechazados: Joana de Arco, un genio militar, debió asumir actitudes de machos y aceptar las reglas del ejército, para poder dirigir los ejércitos y ganar batallas. Madame Curí debió adoptar el nombre de su marido, un famoso químico, para ser admitida en los simposios internacionales de la materia en que se destacó como una sabia. Amantine Aurora, Lucile Dupin de Duvedant, debió firmar con seudónimo masculino (George Sand) sus creaciones literarias, para que las publicaran. Y le exigieron más: que se vistiera con ropas masculinas en las reuniones literarias. Así en el campo de la ciencia y del arte, hay cientos de casos similares, siendo los más patéticos, aquellos en los que la autora entregaba sus creaciones al marido que se hacía famoso.

Otra afirmación que roza con el mal gusto, si no fuera porque encuentra un piadoso atenuante en la ignorancia, es la que también escuché en estos días. Un defensor del “sexo débil”, se manifestó ofendido con el llamado de atención a su apelación a un pasado que no existió, y preguntó: ¿Para ustedes es mejor que las mujeres sean libres, pero muertas, a ser prisioneras del paternalismo? ¡Vamos!, por lo menos, que sigan vivas.

Eso es, las prefieren prisioneras o muertas, antes que libres y vivas. Confesión de parte.

No pensó un poquito, el señor que dijo tal disparate. Haciendo un parangón, podríamos preguntarle si él preferiría que los hombres y mujeres esclavizados lo siguieran siendo, antes de morir libres en manos de patrones que les pagaban miserias. Nosotros preferimos que no haya esclavizados y que los salarios de los trabajadores sean suficientes para llevar una vida digna.

Luego de la intensa militancia de las feministas por cambiar la idea de la mujer objeto, una contracultura que se constituyó en la más potente (y sostenible) revolución social del siglo XX, las mujeres se han apropiado de la libertad y la ejercen. Las mujeres sin miedo, provocan miedo a los varones.

Este tipo de razonamientos, expuesto por personas serias a una audiencia nutrida, es, ni más ni menos que el combustible en el balde de quien pretende apagar un incendio. Los varones que piensan así, y son muchos, ya no son “parte” del problema. Son el problema.

Por Carlos Pérez Pereira

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