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 CINE: “Los que se quedan” /Felicidad en un contexto de soledad

Las miserias de la clase dominante, los valores intangibles, la soledad, la intrínseca capacidad de mutar y reinventarse y el apabullante dolor por una irreparable pérdida en una guerra absurda son los cinco ejes temáticos de “Los que se quedan”, el reflexivo film del realizador estadounidense Alexander Payne, que explora el habitualmente caótico territorio de las relaciones humanas y los vínculos interpersonales.

Esta película, ambientada en la década del setenta del siglo pasado, retrata, sin sutilezas ni eufemismos y con un acento irónico, a la oligarquía de la primera potencia económica y militar del planeta, tres décadas y medio antes que China le disputara la hegemonía del mercado.

Por entonces, los Estados Unidos estaban enfrentado a la Unión Soviética en la denominada Guerra Fría, en una disputa global que pugnaba por la hegemonía ideológica y bélica en todo el planeta.

En ese contexto, el imperio, que orquestó golpes de Estado y apoyó dictaduras liberticidas en América Latina, estaba embarcado en una guerra imposible de ganar en Vietnam, en la lejana península de Indochina, que culminó en 1975 con la derrota norteamericana y la anexión de Vietnam del Sur a su homólogo comunista del Norte. Empero, en los arrozales vietnamitas cayeron casi 60.000 soldados estadounidenses, ante el estupor de la opinión pública que reclamó en reiteradas oportunidades la retirada de las tropas del país asiático.

Obviamente, en ese conflicto bélico, que duró diez años y fue el más largo del siglo pasado, se enfrentaron el bloque capitalista y el bloque marxista, que se disputaban otras regiones estratégicas del globo. La guerra dejó profundas heridas en la sociedad norteamericana, por los muertos, los mutilados y los traumados, que, en muchos casos, se transformaron en un auténtica amenaza para la convivencia social.

Nuestra referencia a esa conflagración es pertinente, porque uno de los personajes de la película perdió a su joven hijo en un combate. Fue uno de los tantos soldados enviados a ese infierno de tórridas y enmarañadas junglas, donde los militares eran permanentemente emboscados por los valientes Viet Kong, guerrilleros del Frente Nacional de Liberación de Vietnam, funcionales a los intereses de Vietnam del Norte, quienes  incursionaban permanentemente en el sur del país.

Estos jóvenes, algunos de los cuales eran conscriptos, no sabían ni por qué luchaban ni con quiénes luchaban y, naturalmente, no conocían el territorio. Por eso, eran fácil presa de los combatientes, que defendían su propia patria de la agresión imperialista.


Empero, en esta película el tema central no es la guerra sino la burbuja elitista de las clases altas norteamericanas y sus disfunciones familiares, la vocación docente y la soledad.

No en vano, la historia está ambientada en una universidad privada para ricos con régimen de internado, donde esa elite deposita a sus hijos para no tener que tolerarlos ni educarlos y que otros se hagan cargo de ellos. Allí, en esas aulas de elite, se desarrolla esta historia de ficción realmente conmovedora, que trasciende al mero confort de las estructuras físicas de un confortable espacio cuasi ideal, que parece más un hotel que un centro educativo propiamente dicho.

En ese marco, el relato se ambienta en vísperas y durante la Navidad, lo cual no es realmente antojadizo, ya que ese es el momento de reunión de la familia, salvo en el caso de los que se quedan, que es naturalmente el título del film.

El protagonista de esta película es el profesor de historia Paul Hunham (Paul Giamatti), un docente rígido y disciplinado pero sensible, quien debe lidiar con alumnos indisciplinados, que no estudian ni están a la altura de los que invierten sus padres en ellos.

En ese marco, el educador los “tortura” con preguntas inconvenientes, aunque ellos, fieles a su clasismo exacerbado, naturalmente lo deprecian. Sin embargo, dependen de sus decisiones y de su voluntad para aprobarlos, aunque, a la sazón, todos sean reprobados.

El hombre, que es un solitario empedernido y vive en el campus universitario porque no tiene familia ni a dónde ir, los somete a permanentes presiones, con el objetivo de demostrar que dentro de su clase tiene poder, pese a que todos los discípulos proceden de familia de rancia alcurnia.

En tanto, los propios estudiantes parecen competir entre sí, pero no precisamente por obtener una mejor calificación. En efecto, se trata más de una competencia social y de ufanarse del poder económico de sus familias que de un sano cotejo de inteligencias y de eventuales virtudes.

Obviamente, queda demostrado que las autoridades del centro educativo priorizan más el hecho de complacer a los padres y otorgarles privilegios a los hijos de sus clientes que a formar académica y humanamente a los jóvenes.


No en vano, el profesor es permanentemente hostigado por las jerarquías universitarias, que censuran sus excesivas exigencias y lo exhortan a ser menos rígido y más permisivo. Sin embargo, él insiste en reprobar a todos y en marcarles tareas para el receso navideño, en el cual los estudiantes regresarán junto a sus seres queridos para celebrar la festividad.

El otro protagonista de esta historia mínima, que habilita múltiples reflexiones, es Angus Tully (Dominic Sessa), un díscolo  estudiante que está muy poco interesado en el estudio, quien parece estar compitiendo también con el docente. Incluso, hasta disfruta de sus retos y de su propia condición de “oveja negra” de la clase. Este chico pertenece a una familia disfuncional, ya que sus padres están divorciados y su madre tiene nueva pareja. Por supuesto la mujer prefiere convivir más con su novio que con su hijo, en cuyo contexto resuelve que su vástago permanezca sus vacaciones navideñas e invernales en la universidad y, obviamente, lejos de ella y de su hogar.

El joven estará condenado a una suerte de reclusión en el inmenso campus educativo, con la única compañía de su exigente profesor y de Mary Lamb (Da’Vine Joy Randolph), una obesa cocinera negra, quien carga sobre sus espaldas con el trauma de haber perdido a su hijo en la Guerra de Vietnam.

Por cierto, los tres son seres solitarios, por el imperio de las circunstancias. En efecto, mientras el profesor vive en el local universitario que es su hogar, el alumno debe quedarse allí porque su madre no lo quiere y la mujer de color, que tiene una gran vocación y compromiso, también pasa la navidad en ese lugar, que es también su único hogar, porque tampoco tiene con quien celebrar ni compartir una cena.

Empero, lejos de padecer la soledad, con la adaptación a la cotidiana convivencia compartida, los protagonistas generan insólitamente una burbuja de disfrute. Para todos ellos será una experiencia de aprendizaje y, en algunos casos, hasta un punto de inflexión en sus vidas.

Los primeros días, el vínculo entre el educador y el educando resulta complejo, ya que el profesor impone una rígida disciplina a su discípulo, a quien despierta temprano y presiona para que estudie, partiendo de la premisa que estas deben ser vacaciones con aprendizaje. Además, el chico debe padecer permanentes cortes de la calefacción en pleno invierno y el racionamiento de los alimentos, condiciones realmente inéditas para su privilegiado rango social.

Incluso, el docente intenta inculcarle valores de los cuales el joven carece, porque está acostumbrado a hacer lo que desea y a no tener límites, acorde con su condición de burgués.

Esta suerte de catecismo, aparentemente insoportable, está siempre impregnado de reflexiones inteligentes y por cierto muy aleccionadoras: “Cada generación cree que inventó la depravación, el sufrimiento o la rebeldía, Si quieres entender el presente, o a ti mismo, debes comenzar en el pasado”, pontifica el educador, intentando que alguien para quien la vida es aparentemente fácil porque tiene todo lo material en abundancia sin ningún esfuerzo, lo entienda. Aunque a priori parece una misión casi imposible, la prédica del docente va haciendo carne en el joven.


En tal sentido, el estudiante comienza a comprender que, aunque tiene todas sus necesidades satisfechas con creces, carece de lo más importante: del amor. Por ende, en lugar de celebrar la navidad con su madre, debe permanecer en una suerte de reclusión junto a dos extraños, en un inmenso edificio vacío y desolado.

La película, que es muy didáctica, corrobora que la educación trasciende a la mera transmisión de conocimientos, en tanto debe contemplar a la integralidad del individuo y no sólo a lo meramente académico. Debe ser, en efecto, una educación para la vida, partiendo de la premisa que sin esfuerzo ni sensibilidad es imposible alcanzar un estatus de plena realización personal.

En ese contexto, la clave son los valores intangibles y no aquellos con cotización de mercado o los del negocio bursátil, que pueden irse a pique en minutos, como sucede con las acciones de la bolsa que se desploman, ante la eventualidad de un fuerte impacto global, como puede ser una guerra, una amenaza de hecatombe nuclear o bien por la mera volatilidad impuesta por la especulación. No en vano, como sucedió en la devastadora crisis de 1929 o en el terremoto global provocado por las denominadas hipotecas basura de 2008, la ola de suicidios, particularmente de ricos arruinados, cobró dimensiones dramáticas.

Es claro que la avaricia, hija del capitalismo y del sistema de acumulación concentrador, contamina a la psicología colectiva, siempre con efectos dramáticos, particularmente de aquellos que más tienen.

Más allá que esta no es una película con mensaje político ni nada que se le parezca, la lección que debe aprender el estudiante es que se puede disfrutar con muy poco, en la medida que se sepa valorar los mínimos pero entrañables momentos de felicidad.

No en vano, el joven confiesa que nunca pasó una mejor navidad en familia, asumiendo que las personas que realmente se preocupan por él, aunque no haya vínculos de sangre, son el docente y la abnegada cocinera. En efecto, del primero aprende el esfuerzo y el compromiso y de la mujer el dolor, porque esta ha perdido a su hijo en una guerra absurda e injusta.

En este caso concreto, la navidad está absolutamente despojada de toda connotación religiosa, aunque reafirma el concepto de familia, en tanto espacio de afecto, contención y tolerancia.

Empero, “Los que se quedan” no es propiamente un drama lacrimógeno como tantas producciones del cine de industria que suelen pulular en Hollywood, sino una comedia dramática, con abundante humor por momentos hilarante.

En buena medida, los tres personajes protagónicos experimentarán cambios radicales durante esos días compartidos, en una suerte de reencuentro con sus verdaderas identidades humanas y no con las que le marca el sistema, aunque ese proceso de decantación emocional les depare, en algunos casos, transitar una suerte de dolorosa catarsis. Sin embargo, en esta historia hay bastante más sonrisas que lágrimas, en la medida que la propuesta desestima, por ejemplo, la apelación a la nostalgia o al golpe bajo, tan habitual en el cine gastronómico de mero consumo masivo.

Muy por el contrario, “Los que se quedan” es cine profundamente reflexivo con oportunos apuntes filosóficos, que apuesta primordialmente a la humanización de los vínculos interpersonales, a la superación de los prejuicios, a la ruptura de rígidos esquemas mentales y a la consecución de la felicidad, entendida como un fugaz momento de plenitud, aun en un contexto de restricciones y de soledad que, en este caso, es compartida.

En un reparto actoral realmente competente y profesional pero sin inconvenientes sobreactuaciones, sobresale nítidamente la interpretación protagónica del versátil e inconmensurable Paul Giamatti, quien, al igual que su personaje, tiene la capacidad de mutar y de reinventarse.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

 

FICHA TÉCNICA

Los que se quedan (The Holdovers) Estados Unidos/2023. Dirección: Alexander Payne. Guion: David Hemingson. Música: Mark Orton. Fotografía: Eigil Bryld. Reparto: Paul Giamatti, Dominic Sessa, Da’Vine Joy Randolph, Brady Hepner, Gillian Vigman, Carrie Preston, Darby Lee-Stack y Michael Provost.

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