“Zona de interés”: La alienada banalización de la barbarie

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La barbarie nazi fascista, el odio racial, la violencia étnica y el autoritarismo son los cuatro potentes vectores temáticos de “Zona de interés”, el monumental film del cineasta judeo británico Jonathan Glazer, que cosechó el Oscar a la Mejor Película de Habla no Inglesa en su edición 2024 e incluso, en nuestra opinión, debió también adjudicarse la estatuilla dorada otorgada a la Mejor Película.

El tema central de este excelente largometraje de fina caligrafía cinematográfica y singular dimensión dramática y reflexiva, es nada menos que la banalidad del mal. Aunque no se explicite, es inevitable la alusión a la obra de la filósofa y teórica política alemana Hannh Arendt, quien elaboró su obra en base a los testimonios recabados en el juicio realizado en 1961 en Israel para la revista The New Yorker de la cual era corresponsal, contra el criminal nazi Adolf Eichmann.

En ese contexto, el represor fue acusado de crímenes contra el pueblo judío y contra la humanidad y fue ejecutado por ahorcamiento en 1962, en las proximidades de Tel Aviv.

En base al material obtenido, en el cual incluye reportajes y fragmentos cruciales de las audiencias judiciales acusatorias, la periodista y escritora elaboró su libro “Eichmann en Jerusalén”.

Según la autora,  Adolf Eichmann no poseía una trayectoria o características antisemitas y tampoco presentaba los rasgos de una persona con carácter retorcido o que padeciera alguna patología psicológica. En ese marco, su propósito era ascender profesionalmente y sus actos fueron el resultado del cumplimiento de órdenes superiores. Era un simple burócrata que cumplía con lo que se ordenaba, sin reflexionar sobre sus consecuencias. Para Eichmann, todo era realizado con celo y eficiencia y no tenía claro el concepto del bien y el mal. Fue, en consecuencia, un mero cretino útil funcional al régimen. Sin embargo, sus decisiones lo transformaron en un auténtico genocida y en una suerte de monstruo. Es decir, banalizó el mal que le infligió a miles de judíos brutalmente asesinados, sin medir la dimensión del terror que depararon sus actos irracionales.

Idéntica conducta tuvieron los genocidas nazis que comparecieron ante los tribunales de Nuremberg que juzgó a los criminales de guerra, quienes, en sus confesiones, jamás exhibieron ni el menor atisbo de arrepentimiento por sus atrocidades. Es decir,  para ellos los crímenes que cometieron no fueron tales, porque no consideraban que los judíos fueran seres humanos como ellos.  No en vano, a la masacre la denominaron “solución final”, como si se tratara del cumplimiento de una orden documentada en un mero expediente administrativo. Realmente, espeluznante.

Por ende, no sorprende que muchos neonazis del presente reivindiquen lo actuado hace setenta años, porque, para ellos, las torturas y los asesinatos no fueron realmente crímenes.

Salvando las obvias diferencias de escala, un comportamiento muy similar adoptaron los fascistas de este lado del Atlántico durante la segunda mitad del siglo pasado, en tiempos de cruentas dictaduras que asolaron al continente americano, en el marco de la Guerra Fría.

Uno de los más notorios negacionistas de la barbarie fue el ex dictador militar argentino Jorge Rafael Videla, quien justificó la represión, la tortura, los asesinatos y las desapariciones, en aras del denominado Proceso de Reorganización Nacional. Tampoco, en este caso, hubo arrepentimiento, ya que, según Videla, él y su ejército asesino actuaron “en nombre de Dios”. Otro contundente testimonio del horror fue el pesadillesco genocidio chileno, encabezado por el deleznable dictador Augusto Pinochet.

En mayor o en menor medida, las Fuerzas Armadas uruguayas actuaron con el mismo talante durante el denominado proceso cívico militar. No en vano, algunos sectores de la sociedad uruguaya naturalmente minoritarios y hasta un partido político, Cabildo Abierto, atribuyen lo que ellos llaman “excesos” a una guerra que no fue tal y solo existió en la mentalidad enfermiza de quienes tomaron las armas para derribar las instituciones democráticas, con la complicidad de civiles de derecha.

Todos estos ejemplos constituyen, sin dudas, una reafirmación de la tesis de la banalidad del mal, que alienó a los autores materiales de los crímenes y a todos aquellos que fueron carne de cañón de la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional, un enunciado de naturaleza ideológica inspirado desde el poder hegemónico del imperialismo yanki y ejecutado por cipayos vernáculos.

En tal sentido, “Zona de interés”, una película cuyo título no trasunta realmente la dimensión del drama, ensaya una mirada radicalmente diferente en torno al genocidio, mediante una visión que denuncia la naturaleza misma de la banalidad del mal.

El protagonista de este largometraje, que tiene por supuesto un trasfondo histórico, es Rudolf Hoss (Christian Friedel), el comandante del tenebroso campo de exterminio nazi de  Audchwitz, quien vive junto a su esposa Hedwig (Sandra Huller) y a sus hijos, en una suerte de mansión granja realmente paradisíaca, separada únicamente por un muro del fantasmagórico campo de concentración.

¿Por qué hay interés en esa familia por permanecer en ese espacio que consideran propio? Para que el militar esté cerca de su “trabajo” y desde allí tenga el control de lo que sucede en ese infierno terrenal o porque ese espacio es un sitio de solaz y de felicidad ¿Se puede ser feliz oyendo disparos de metralleta y gritos desgarradores, ladridos de mastines u oliendo el humo contaminado que expulsan al aire los hornos crematorios donde se consumen los cuerpos de los judíos asesinados?

Ninguna de estas preguntas se formulan los habitantes de este hogar, quienes disfrutan de un pasar ideal de lujos y abundancia y de las bondades de una bucólica naturaleza, paradójicamente contaminada por la tragedia.

No en vano, las primeras escenas retratan a una familia feliz,  que disfruta de un soleado día de campo, junto a un río caudaloso, donde nadan y se divierten despreocupadamente, pese a que en sus aguas abundan las cenizas de los hornos crematorios del infierno  de Audchwitz, las cuales también son regadas, como abono,  en el jardín botánico de la casa.

Mientras una mujer rubia con el pelo recogido se ocupa de sus hijos e hijas, niños y adolescentes y hasta de un recién nacido, el atlético hombre de cabello casi rapado viste un traje de baño negro. Todos los niños son rubios, atléticos y bien alimentados, acorde al paradigma étnico y genético de la raza aria que endiosó el demente dictador Adolfo Hitler.

Dentro de la inmensa mansión, un ejército de sirvientes se mueve presurosamente para atender las necesidades de los anfitriones, que reciben frecuentes visitas. Mientras la mujer celebra tertulias con sus amigas y hasta ironiza sobre la situación del país, el hombre recibe a un grupo de camaradas militares y a un ingeniero que explica los supuestos beneficios de un moderno horno crematorio, donde los cuerpos de cientos de judíos arderán, como si se tratara de una macabra festividad pagana.

En una secuencia realmente removedora por su dramática dimensión simbólica, el ama de casa reparte ropa entre sus sirvientas y se reserva para sí misma un abrigo de piel. Todas esas prendas pertenecieron a judías asesinadas. Este es, naturalmente, otro elocuente testimonio de la banalización de la barbarie. En efecto, las víctimas del genocidio, además de ser torturadas, ultrajadas, degradadas y asesinadas, también fueron robadas por las hordas de una ideología predadora y mesiánica.

Esa es precisamente la impronta que prevalece en este film, que contrasta el sufrimiento de los supliciados presos políticos- que no se explicita pero si se intuye- con esa suerte de paraíso artificial poblado por personas implicadas en esas tragedia, que viven su vida como si nada estuviera sucediendo.

Tal vez la única excepción sea la suegra del represor, que luego de haberse mudado con la familia, desaparece misteriosamente de su habitación, luego de padecer noches de insomnio y vigilia, turbada por los no tan lejanos gritos de las víctimas y virtualmente intoxicada por el denso humo que emana de los hornos que “cocinan” la carne inerte de los asesinados.

Empero, para los miembros de la familia del militar represor todo parece ser una fiesta, desde la animada y jocosa celebración de cumpleaños, pasando por los almuerzos y las cenas distendidas y las tertulias sociales de la anfitriona con sus amigas y hasta las multitudinarias reuniones con familiares y amigos, que disfrutan de la piscina como si estuvieran de vacaciones en un balneario.

Inspirándose  en la novela homónima del dramaturgo británico Martin Amis, el realizador Jonathan Glazer humaniza al personaje protagónico, transformándolo, por ejemplo en un padre  ejemplar que cuida a sus hijos y hasta les lee cuentos para que se duerman. La selección del texto tiene un valor alegórico, en la medida que se trata de “Hansel y Gretel”, cuyos autores son los alemanes hermanos Grimm, que narra las vicisitudes de dos niños pobres. Aunque el relato tiene un final feliz, se trata de una pieza literaria dramática y que posee un gran sentido simbólico.

En efecto, los protagonistas de la narración son dos niños que padecen hambre y su único sustento es un trozo de pan. No en vano, mientras el hombre les lee a sus hijos, la cámara se enfoca en una dimensión visual paralela de naturaleza onírica, en la cual una niña deja manzanas en la espesura del bosque, como Hansel que, en el cuento, sembró migajas de pan en el camino para orientarse y poder regresar a su casa. La imagen –que supuestamente reproduce a una niña judía- es filmada mediante una cámara de visión térmica, lo cual impacta –por su estética- la retina del espectador.

El parangón entre los hijos del genocida y los niños del cuento es tan irónico como deliberado y radical, en la medida que los hijos del anfitrión, que también banalizan el mal y hasta juegan con  emblemas nazis, tienen una visión de la vida que para nada condice con la realidad.

Empero, el militar, que es tan cariñoso con sus hijos y en la noche apaga todas las luces y cierra con llave todas las puertas como un buen cabeza de familia, demuestra una total frialdad con su esposa, al punto que ambos duermen en camas separadas.

Por supuesto, el hombre tiene su propia contención sexual, cuando recibe, en secreto, a una prostituta que ingresa a través de un lúgubre túnel que comunica el campo de exterminio con la vivienda. Naturalmente, se trata de sexo sin amor, que sólo contribuye a saciar un mero instinto animal.

“Zona de interés” se desmarca claramente de obras maestras del género de la talla de la laureada “La lista Schindler”, de Steven Spielberg, de la inconmensurable “El pianista”, de Roman Polanski, y del “El hijo de Saúl”, el magistral film del cineasta húngaro László Nemes, que abordan el tema del holocausto desde un ángulo más convencional pero también más crudo y de visos pesadillescos.

Una de las mayores virtudes de este largometraje realmente superlativo, es la minuciosa y milimétrica composición de los puntos de fuga, las simetrías y las líneas rectas. Hay en efecto, un trabajo de cámara realmente prodigioso, que explota al máximo los espacios abiertos –que contrastan la exuberante belleza del jardín botánico de la finca con la grisura del muro que separa la vida de las muerte- en una suerte de radical dicotomía visual entre el placentero solaz de una familia feliz y la tragedia de los cuerpos masacrados y calcinados. En este caso, la mayor dimensión de la tragedia sólo es percibida en una única imagen, en la cual el anfitrión uniformado parece emerger de una densa nube de humo provocada por la hecatombe.

“Zona de interés” es, sin dudas, una de las mejores películas estrenadas en el primer trimestre del año en nuestro circuito comercial, aunque –justo es advertirlo- está intransferiblemente destinada a paladares bien cinéfilos, porque propone una minuciosa mirada sobre el horror del nazismo, desde un ángulo que explora el tema a través del tamiz de la sensibilidad, de la historia, de la sociología, de la psicología individual y de masas y, naturalmente, de la alienación. Realmente, imperdible.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

 FICHA TÉCNICA

Zona de interés (The Zone of Interest). Reino Unido-Estados Unidos-Polonia, Alemania 2023. Dirección: Jonathan Glazer. Guión: Jonathan Glazer y Martin Amis, basado en la novela de Martin Amis. Fotografía: Lukasz Zal. Edición: Paul Watts. Música: Mica Levi & Bridget Samuels. Reparto: Sandra Hüller, Christian Friedel, Ralph Herforth, Max Beck, Maria Rosa Tietjen y Sascha Maaz. 

 

 

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