El origen y las funciones

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Las cárceles, sorprendentemente, son un invento relativamente nuevo. Lo primero que es pertinente señalar es que la cárcel, como pena, no tiene más de 300 años. Aunque es difícil poner una fecha exacta en una época en la que los plazos y los lugares geográficos de aparición eran muchos más largos y estaban más desacompasados que ahora, la cárcel pasó a usarse como pena preestablecida en Europa entre el siglo XVII y principios del siglo XIX.

El hecho de que hoy en día resulte muy difícil imaginar el funcionamiento de una sociedad sin una institución relativamente reciente, dan buena muestra de la fuerza que tiene. Al fin y al cabo, la cárcel es sólo una respuesta de las muchas imaginables y de las muchas que han existido a lo largo de la historia. ¿Una respuesta a qué?

El hecho de encerrar a alguien no fue algo nuevo, pues es una práctica bien antigua, si bien como una medida similar a lo que hoy se conoce como prisión provisional: garantizar que el acusado estuviese presente en el juicio, si es que alguna vez se celebraba. También se utilizaba para encerrar a la persona hasta que ésta restaurase el daño ocasionado (que, para deudas económicas, a veces equivalía a cadena perpetua, porque al estar encerrado no podía tener ingresos, y al no tener ingresos no podía satisfacer la deuda). Lo realmente nuevo era la previsión de una pena que consistiese en el encierro de por sí. Lo sorprendente es que, en un período tan corto de tiempo, esta nueva sanción adquiriese tal centralidad en el sistema de penas y se convirtiese en su eje principal. Para entender cómo esto pudo suceder, es necesario atender al contexto en el que surge esta institución.

carcel uruguayaA lo largo del siglo XVIII en Europa se desarrolla y asienta la Revolución Industrial, lo cual supuso importantes transformaciones. Para lo que aquí interesa, destaca el excedente de mano de obra no cualificada que la introducción de  la nueva maquinaria en el proceso productivo significó. A su vez, y como consecuencia, comenzaron a desarrollarse grandes núcleos urbanos, y con ello un considerable movimiento migratorio de las zonas rurales a las urbanas, principalmente motivado por la búsqueda de trabajo. Aquí se dieron varias circunstancias que se entrelazaron. Por un lado, un excedente de mano de obra, por lo que mucha gente proveniente del mundo rural quedó desempleada. El cambio de vida en la gran ciudad era difícil de asimilar, pues el funcionamientos de las normas, de los valores, la forma de relacionarse con las personas, etc. eran distintas, produciéndose un desajuste entre las expectativas de comportamientos y funcionamiento del día a día y la realidad, que muchas veces desbordaba a los recién llegados.

De hecho, la aparición de la cárcel es coincidente en términos históricos con la aparición de otras instituciones de encierro como los psiquiátricos o los hospicios

A su vez, precisamente por haber abandonado el medio rural, las personas emigradas sufrían la pérdida de apoyos fundamentales como los familiares y los amigos. La mezcla de estas situaciones dio lugar a situaciones de mendicidad, prostitución, alcoholismo y otras conductas que no estaban muy bien vistas por la moral dominante de la época. Además, y esto es clave, estas situaciones no afectaban a personas aisladas, sino que afectaba a grupos enteros de población. Es así como aparece la pobreza como un fenómeno social que afecta a grupos de población y que no se limita a casos particulares.

En este contexto es en el que aparecen instituciones de encierro, y en concreto la cárcel, como una respuesta a estas situaciones que se entendían como problemáticas o no deseables. De hecho, la aparición de la cárcel es coincidente en términos históricos con la aparición de otras instituciones de encierro como los psiquiátricos o los hospicios. La aparición de la cárcel no se debió a una respuesta concreta contra la delincuencia, sino que se encuadra dentro de cambios más profundos en la forma de entender y gestionar los problemas sociales, principalmente relacionados con la pobreza. En los términos contemporáneos, la cárcel surgió como una respuesta de política social.

A todo esto hay que añadir procesos más amplios, como la secularización de la sociedad. Con ella, la pobreza comienza a verse como un problema social, frente a la posición de la pobreza en sociedades más religiosas, donde era vista como una posibilidad de ganarse el visto bueno de Dios, y se consideraba una oportunidad para ayudar y hacer méritos divinos. La pobreza se convierte en algo sobre lo que hay que actuar; se convierte en un problema a solucionar. Esta forma de plantear las situaciones está relacionada también con el racionalismo que comienza a extenderse con la Ilustración. La cárcel aparece, así, como una solución viable frente a grupos de gente que molestaban en la calle o que eran vistos como un mal ejemplo.

Este planteamiento racional de los problemas, en los que se buscan las causas, para actuar sobre ellas y dar con soluciones adecuadas, está en la base de la posterior vinculación de cárcel y delincuencia. No obstante, antes es necesario señalar que se distinguía entre dos tipos de pobres: los aptos y los no aptos (para trabajar). Los pobres no aptos para trabajar eran considerados aquellos que tenían algún problema biológico o físico que les impedía trabajar. Para este tipo de pobres, existía comprensión y clemencia, y se les ayudaba porque se entendía que la naturaleza les había privado de esa capacidad. Desde la mentalidad de la época, que en algunos aspectos no es muy distinta de la actual, se entendía que los pobres aptos eran aquellos que, pudiendo trabajar, no lo hacían, principalmente porque no querían.  En este sentido, existía una condena moral, y se negaba la ayuda porque se entendía que esa persona era responsable de su situación de pobreza. Para este tipo de pobreza se empezó a utilizar el encierro, también con ánimo de inculcar una disciplina y ciertos hábitos que hiciesen encontrar al pobre-vago el “buen camino” (las ganas de trabajar, se entiende). Poco a poco, así, la política adoptada para gestionar la pobreza se fue bifurcando, con un tinte más asistencial para los pobres no aptos (lo que posteriormente sería conocido como “política social”), y con un tinte más punitivo para los pobres aptos (lo que terminaría derivando en parte en la política criminal).

La cárcel surge, en primera instancia, como una respuesta a la pobreza, no a la delincuencia. Es a lo largo del siglo posterior, el XIX, cuando comienza a forjarse la relación entre cárcel y delincuencia, y la justificación de la una por la otra. Aunque las causas son discutibles, parece existir cierto consenso en que el origen está vinculado con el racionalismo, y con la observación que llevaban a cabo los empleados de estas instituciones de encierro sobre los internos. Al pensar que la clave para ayudar a los pobres aptos a llevar una vida “decente” era descubrir las causas, para actuar sobre ellas, se comenzó a investigar a las personas encerradas. En concreto, se dedicó un gran esfuerzo a reconstruir las historias de vida de estas personas, a fin de localizar los episodios concretos que pudieron hacer que estas personas acabaran así. Pasan así a dar gran importancia a las familias “desestructuradas”, a la relación con los padres, etc., y paulatinamente se genera un sujeto distinto, diferente del resto: el delincuente. Es así como poco a poco (son procesos largos) se genera el vínculo entre delincuencia y cárcel que hoy parece tan natural y evidente.

Es fácil imaginar que es un proceso bastante complejo, lento y con diferencias entre países igual de interesantes que sus similitudes. Todo esto ha dado lugar a explicaciones también dispares. Así, coexisten explicaciones que ubican estas transformaciones en cambios en la economía del poder y la formación de un discurso científico (Foucault) con otras que señalan su surgimiento como una consecuencia no intencionada de una voluntad bienintencionada de ayudar a los pobres (Rothman). También existen explicaciones que relacionan este proceso con la necesidad de inculcar a los campesinos la disciplina necesaria en las nuevas fábricas urbanas (Melossi y Pavarini) que conviven con teorías que señalan la importancia de la transformación de sensibilidades culturales y la formación de los Estados centralizados (Spierenburg), o hasta que, en su mayoría, el proceso se debió al humanitarismo de los reformadores (Ignatieff).

La cárcel surge, en primera instancia, como una respuesta a la pobreza, no a la delincuencia. Es a lo largo del siglo posterior, el XIX

En todo caso, el objetivo de estas entradas sigue siendo abrir cuestiones para la reflexión, más que cerrarlas. Saber que la cárcel es un invento moderno, y que sus orígenes están ligados a la gestión de grupos de  poblaciones marginales, es un paso más hacia su desnaturalización y consiguiente repolitización, pues la cárcel es, y siempre ha sido, un instrumento político (y no una mera respuesta automática y evidente a los delitos).

Funciones de la cárcel. En la entrada anterior se explicó que la cárcel había surgido principalmente como un instrumento de encierro de los pobres redundantes y más o menos desligada de la lucha contra la delincuencia (autores como Foucault sostienen precisamente que la cárcel desempeña un papel fundamental en la emergencia de “la delincuencia” como algo distinto a la suma de delitos). No obstante, una institución puede sobrevivir a sus funciones originales, y renovarse. Es decir, una vez inventada la cárcel –por X motivos- se le añaden funciones o se transforman. Así parece que pasó: las cárceles se crearon para encerrar a los pobres y, una vez en marcha, se pensó que podía ser útil en la prevención de la delincuencia.

[Es un buen momento para recordar que no podemos extendernos mucho aquí, por la naturaleza del foro, y que necesariamente hay que simplificar cuestiones complejas y que admiten matices]

Esta prevención de la delincuencia se viene entendiendo que puede hacerse de dos formas, llamadas general y especial. Dicho de otra manera, todos a la vez o uno por uno. Se entiende que la existencia de la cárcel nos achanta, y que por no ir ahí no delinquiremos. Se entiende que la estancia en la cárcel nos trasforma, y que por haber estado ahí no delinquiremos. Para que lo primero sea efectivo, la cárcel tiene que ser terrible y dar miedo. Para que lo segundo sea efectivo, la cárcel tiene que ser amable y dar herramientas. Parece complicado hacer las dos cosas a la vez, y aun así se le exige que haga las dos.

No es mi intención entrar aquí en la efectividad de la cárcel para dichas misiones (los estudios, en general, muestra que es baja en ambas –ni previenen mucho ni rehabilita mucho). Lo que me interesa señalar es que la cárcel se trata de una institución con más de una función y que, al ser algunas de ellas incompatibles, genera contradicciones y tensiones en su funcionamiento –así como en su comprensión-.

Lo primero, lo que aprendemos primero: si haces algo malo, irás a la cárcel. Esta idea de la cárcel como castigo, como retribución, por un acto malo, es fundamental. Lo es, entre otras cosas, porque en ella ya se ven las primeras ambivalencias e imprecisiones en una política pública que debería de ser precisa en los objetivos que busca. Como se ha dicho, se busca que la existencia de este castigo disuada a la gente para que no delinca. Aun cuando se ha demostrado que, en gran medida, apenas tiene un efecto preventivo en la mayoría de la delincuencia –que es leve y no planificada-, se recurre a la idea de puro castigo, de venganza, de expiación. Sin más, se pasa de pedirle un objetivo racional a pedirle que satisfaga una inquietud emocional –el sentimiento de injusticia, de que eso “no puede ser”, de que el que la hace, la tiene que pagar-. Por otro lado, los políticos hacen de la cárcel un sitio opaco, sin control público ni apenas publicación de datos. Así cuesta un poco ver cómo va a dar miedo la cárcel. A tal punto llega el desconocimiento que es habitual escuchar que en la cárcel se está como en un hotel –curioso que ninguna de estas personas se vayan en verano a la cárcel, con su comida gratis y su piscina para 1000 personas dos horas al día, dos días a la semana, 3 meses al año).

Por otro lado, y aquí se ve claramente con la gente condenada por delitos sexuales, se acepta que, aunque no se vaya a rehabilitar –cosa que los datos ponen en duda-, así por lo menos no delinque mientras está en la cárcel. Se trataría, pues, de incapacitar a esa persona para que sea un peligro para la sociedad (¿un ladrón es un peligro para la sociedad o para los que tienen propiedades?). Esta función parece efectiva, aunque no importe si esa persona sigue delinquiendo dentro de la cárcel. Esta cuestión es fundamental a la hora de esforzarse porque no haya fugas en las prisiones.

No obstante, junto a estas tareas, a la cárcel se le añadió la de rehabilitar. Se trata de hacer de la cárcel algo útil, y ya que va a tener a gente encerrada durante años, aprovechar el tiempo y darle a los presos oportunidades que tal vez fuera no tuvieron: educación, formación profesional, apoyo psicológico y legal, etc. La idea no es premiar a los delincuentes, sino evitar que vuelvan a delinquir. Se busca así evitar la reincidencia y proporcionar un castigo más “humano” (yo aún no sé qué significa esto, pero orienta muchas de las medidas concretas que se adoptan).

En el día a día de las cárceles, esto se ve en la división del personal entre prevención y tratamiento. A unos les importa que los presos no se escapen y cumplan el reglamento. A los otros que el preso pueda mejorar sus capacidades personales y sociales. Por hacerse una idea, en España en torno al 70% del personal se dedica a tareas de vigilancia, y el 15% a actividades de tratamiento. Se hacen las tres cosas, pero parece que hay prioridades entre las distintas funciones.

Un caso claro de cómo están presentes estas tres lógicas es el de la cadena perpetua. La cadena perpetua no tiene mayor efecto preventivo que una pena de 20 años, pero sí un efecto incapacitador mayor: “que no vuelva a salir en su puta vida” es una frase que todos hemos oído refiriéndose a un delincuente, y connota dos cosas ya señaladas: una parte emotiva que busca castigo como forma de venganza, y otra en la que se asume que así, por lo menos, no va a seguir poniéndonos al resto en peligro. No obstante, se elimina la capacidad de rehabilitación (o, incluso, de salir a la calle aunque se esté rehabilitado). Cuando en un país, como España, la rehabilitación es un mandato constitucional (“principio inspirador”, una vez que el Tribunal Constitucional corrige lo que los españoles votaron en referéndum…), se pone en duda la legalidad de este tipo de pena. Otro tema es cómo consigue ponerse en duda algo sobre lo que cabe poca duda.

En fin, sin hacer un comentario mínimamente justo sobre el caso actual en España (basta con buscar en Google y se encontrarán multitud de opiniones más informadas que la mía), la cadena perpetua en España ya existía de facto (penas máximas de 40 años, con una edad media de ingreso en prisión de 25-30 años). De hecho, se da la circunstancia por la que personas ya condenadas a delitos graves puede que pidan esta “cadena perpetua revisable”, pues así, por lo menos, a los 25 años alguien revisará su caso, mientras que actualmente hasta los 35 años no tienen acceso ni a un permiso de fin de semana. Además, los políticos reforman el Código penal más de una vez al año de media, por lo que cuesta imaginar la vigencia –o si quiera la forma- que éste tendrá dentro de 25 años. Es una medida que difícilmente se le podrá aplicar a alguien, pero con mucha importancia simbólica (“vamos a manteneros a salvo de esos peligros sobre los que, realmente, no podemos hacer nada, porque somos 45 millones de personas y no podemos controlar a todos los individuos”).

[Por supuesto, la rehabilitación es muy criticable, como lo es la incapacitación, pero no hay sitio aquí para discutirlos merecidamente]

A pesar del revuelto de ideas, debería quedar claro que la cárcel cumple varias funciones a la vez, y que son incompatibles entre ellas, por lo cual no cumple ninguna de ellas satisfactoriamente. Cabe preguntarse, entonces, cómo es que ha tenido tanto éxito, cómo es que se ha extendido por casi todo el mundo, y cómo es que ha desplazado a otro tipo de sanciones penales.

En la próxima entrada, en vez de señalar las funciones declaradas de la cárcel, tal y como aparecen en la filosofía de las penas, o en los manuales de Derecho, explicaré otro tipo de funciones que cumple (no declaradas, no previstas) pero igual o más importantes que estas tres para entender esta institución.

Funciones de la cárcel 2ª parte. En la entrada anterior se prestó atención a las funciones que se le encomiendan explícita u oficialmente a la cárcel, y que son fundamentales de cara a su legitimación en una sociedad (democrática). Al menos, se podían identificar tres tareas, todas ellas relacionadas de una forma u otra con la prevención de la delincuencia –aunque no únicamente-: retribución, rehabilitación e inocuización (castigar, reformar e incapacitar). Ahora se apuntarán algunas explicaciones provenientes de las ciencias sociales, y que en vez de moverse en un plano normativo, tienen un afán descriptivo y explicativo de lo que realmente supone el funcionamiento de la cárcel. Esto, en ocasiones, incluye usos y resultados no previstos por la filosofía de la pena ni por la legislación. Es decir, sin negar ni afirmar que las funciones declaradas de la cárcel se estén persiguiendo, o incluso consiguiendo, hay mucho más a lo que prestar atención.

Una de las primeras explicaciones, surgidas fundamentalmente a partir de un análisis histórico, señala el papel que desempeñó la cárcel –y aún a día de hoy- en la imposición del trabajo industrial y urbano en poblaciones agrarias y rurales. La idea fundamental consiste en entender que el encierro forzoso de la población que se negaba a entrar en los circuitos de trabajo asalariado –mendigos, prostitutas, alcohólicos, vagos-, funcionaba como un mecanismo de coacción claro: o conseguías un trabajo decente (léase, que se amolde a las características del capitalismo), o te esperaba el encierro. Así, se buscaba que la considerable población empujada a las ciudades por la revolución industrial adoptase unos hábitos “productivos”. Y no hace falta ver mala fe en ello (tal vez, sí intolerancia).

Melossi y Pavarini (1977), con una inspiración neomarxista, analizaron bien algunos de los paralelismos existentes entre la organización de la cárcel y de la fábrica, y cómo el encierro de los pobres servía como dispositivo intermedio de inculcación de hábitos disciplinados –horarios rígidos, obediencia a jerarquías, sumisión de la voluntad-. Del campo a la fábrica, pasando por la cárcel, que era útil transformando las subjetividades de los sectores más reacios al nuevo sistema productivo. En esta corriente, es necesario citar el trabajo pionero de Rusche y Kirchheimer (1939), en el que mostraban cómo las distintas formas de castigar existentes tienden a ajustarse a las características del sistema productivo. Así, por ejemplo, la condena a galeras era un castigo mucho más usado en época colonial, cuando los imperios necesitaban poblar territorios a los que los ciudadanos libres no querían ir (tampoco los no libres; por eso era una condena). El caso más típico es el de Australia.

La existencia y progresiva extensión de la cárcel, y de todo un conjunto de conocimientos sobre los delincuentes (cierta psicología, la criminología, etc.), confeccionó, y confecciona, un saber difuso sobre quiénes son los delincuentes. Michel Foucault (1975) señaló que esta identificación de la delincuencia con las clases bajas (producida, principalmente, por el hecho de que se encerraba a los pobres, y no a los ricos –que también delinquen-), permitía la extensión de mecanismos de control sobre toda la población, y sobre algunos sectores más intensamente. Así, la cárcel, y los conocimientos generados en torno a ella –y, por ende, no automáticamente, con la delincuencia-, permiten identificar a un sector de la población como el anormal, sobre el que es necesario intervenir.

Antes que ellos, Durkheim (1925) ya había señalado que el castigo está, en realidad, más destinado a quienes no delinquen que a los propios delincuentes. El motivo era claro: cuanto más se entra en contacto con el sistema penal, menos efecto tiene éste sobre el delincuente. Así, la principal función del castigo no sería tan técnica, como supone el Derecho, sino mucho más simbólica: recordar y reforzar las normas morales del grupo. Así, cuando se castiga a un ladrón, por ejemplo, se recuerda y se refuerza el valor del respeto a la propiedad privada. En resumen, cada vez que se castiga, se estaría comunicando qué es lo que está bien, qué es lo que está mal, y el principal efecto en esos actos catárquicos es reforzar la cohesión de la sociedad. Así, aunque el castigo sea inútil –o negativo- para el penado, su sacrificio tiene efectos positivos en el mantenimiento y fortalecimiento de la comunidad.

No todos los usos de la cárcel, y del sistema penal, son necesariamente sofisticados, ni tienen un desarrollo teórico sutil. En relación con lo expuesto hasta aquí, no es difícil ver que la cárcel, y sobre todo las condenas, también se emplean para proporcionar chivos expiatorios de ansiedades sociales. Con ello, generalmente, se pretende tranquilizar a la gente sobre cuestiones sobre las que puede no tenerse control. La lectora con imaginación seguro que puede pensar en casos recientes en los que se propone el uso de la cárcel para solucionar problemas imprevisibles e incontrolables en sociedades de 45 millones de personas. Si a mí me dicen que van a encerrar a aquellos que un día actúan de manera imprevisible y generan muchos y graves daños a personas, me da tranquilidad, pues ya se han tomado medidas y se está haciendo algo. La realidad es que hay ciertas cosas sobre las que no se puede hacer nada (en todo caso, algo preventivo desde fuera del sistema penal), y que muchos no estamos preparados para convivir con la incertidumbre sin que eso nos provoque ansiedad. La cárcel ayuda a reducir esa ansiedad. Además, ayuda a dar la sensación de que se está haciendo algo por solucionar un problema, se haga o no se haga nada más que encerrar a unos pocos de todos los que delinquen.

Más recientemente, sobre todo en los últimos años, y a raíz de los cambios políticos en la regulación del mercado laboral y en la forma y extensión de las políticas sociales, se ha propuesto que el castigo se está utilizando de una forma creciente para paliar problemas de legitimidad de los Estados. En concreto, se ha señalado que los Estados neoliberales están utilizando el sistema penal para dos cuestiones fundamentales: fomentar la aceptación de los trabajos precarios, inadmisibles e ilegales 40 años atrás, y, de manera más amplia, transformar un problema de seguridad social (pérdida de servicios públicos y de garantías asociadas al empleo) en uno de inseguridad criminal (Wacquant, 2009). Dado que el Estado ya no se presenta como garante de unas condiciones mínimas de explotación (el ejemplo más visible son las trabajadoras pobres), vuelca sus mensajes y actuaciones hacia la provisión de seguridad, redefiniendo las expectativas ciudadanas sobre la actuación estatal (Garland, 2001). –Algo de esto ya se comentó y utilizó en la entrada sobre la Ley Mordaza-.

Algunas de estas funciones (otro día se podrían señalar algunas más) son muy importantes para entender la existencia y pervivencia de una institución, su funcionamiento y las demandas a atender. El hecho de que no estén contempladas por una ley no quiere decir que sean ilegales, ni que sean indeseadas, ni tampoco que sea justo que se usen así. Podría plantear cuestiones sobre la honestidad de las instituciones, que siguen prometiendo penas más duras para problemas que nada tienen que ver con eso. El Estado coge dos cuestiones inconexas –por ejemplo, brotes psicóticos y el encierro de niños; asistencia sanitaria a las personas y procesos migratorios- y las une mágicamente mediante un discurso enmarcado en medidas punitivas que pueden tener, o no, un efecto sobre el problema concreto, pero que, en todo caso, reafirman soberanamente una declaración de intenciones. Por seguir hablando de honestidad, parece también que a la mayoría de la gente le vale con la promesa, por cuanto le evita preocuparse de ciertos problemas, o relajarse con los que están preocupados. La cárcel a veces es una alfombra, y a mucha gente parece darle igual lo que pase debajo de ella, siempre que el salón luzca bonito.

De nuevo, y a riesgo de ser demasiado insistente, la idea fundamental es incidir en la complejidad de la cárcel, a pesar de lo que solemos pensar, o no pensar. Y eso que de momento no hemos visitado el complicado microcosmos de la vida en prisión, y las entradas en este foro se siguen manteniendo a un nivel eminentemente macro. En breve entraremos en la cárcel.

Por Ignacio González Sánchez

Fuente: ssociologos com

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Referencias:

Foucault, Michel [1975], Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión. Madrid: Siglo XXI. 1979.

Garland, David  [1990], Castigo y sociedad moderna: un estudio de teoría social. México: Siglo XXI. 1999.

Ignatieff, Michael [1981], “State, civil society and total institutions: a critique of recent social histories of punishment”, en Stanley Cohen y Andrew Scull (eds.), Social control and the State. Oxford: Martin Robertson. 1983. Pp. 75-105.

Melossi, Dario y Massimo Pavarini [1977], Cárcel y fábrica. Los orígenes del sistema penitenciario (siglos XVI-XIX). México y Buenos Aires: Siglo XXI. 1980.

Rothman, David J. (1971), The discovery of the asylum: social order and disorder in the new republic. Boston: Little, Brown.

Rusche, George y Otto Kirchheimer [1939], Pena y Estructura Social. Bogotá: Temis. 2004.

Spierenburg, Pieter (1984), The spectacle of suffering. Executions and the evolution of repression: from a preindustrial metropolis to the European experience. Cambridge: Cambridge University Press.

Durkheim, Émile [1925], La educación moral. Madrid: Trotta. 2002.

Foucault, Michel [1975], Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión. Madrid: Siglo XXI. 1979.

Garland, David (2001), The culture of control. Crime and social order in contemporary society. Oxford: Oxford University Press.

Melossi, Dario y Massimo Pavarini [1977], Cárcel y fábrica. Los orígenes del sistema penitenciario (siglos XVI-XIX). México y Buenos Aires: Siglo XXI. 1980.

Rusche, George y Otto Kirchheimer [1939], Pena y Estructura Social. Bogotá: Temis. 2004.

Wacquant, Loïc [2009], Castigar a los pobres: El gobierno neoliberal de la inseguridad ciudadana. Barcelona: Gedisa. 2010.

Artículos de Ignacio González Sánchez en thesocialsciencepost.com 

http://thesocialsciencepost.com/es/2015/03/algunas-notas-sobre-los-origenes-de-las-carceles/

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