La pasión como íntima experiencia de dimensión antropológica o bien como tragedia con fuertes resonancias afectivas, emocionales, sociales y por supuesto hasta históricas, es el potente disparador temático de “Amour fou”, la removedora coproducción de la realizadora y guionista austriaca Jessica Hausner.
No en vano la palabra “fou”, que es naturalmente una voz francesa, tiene una variada gama de acepciones: loco, arrollador, trepidante, maníaco, insensato y demente, entre otras.
La propia semántica de ese vocablo marca el rumbo y la construcción simbólica de una película que circula a través de los canales del habitualmente escabroso territorio de las compulsiones.
En este caso, el correlato precisamente de ese amor loco es el suicidio, como estrategia de fuga hacia la nada, salto al vacío o mero instinto autodestructivo.
La propia aridez del tema pone en alerta al espectador, recurrentemente jaqueado por el escabroso manejo mediático que estas conductas originan, sin ningún atisbo de análisis sobre eventuales causalidades.
Aunque no es una biografía en sí misma, este relato abreva de la vida y trágica muerte del poeta y dramaturgo prusiano y referente del romanticismo alemán Heinrich von Kleist (autor de La marquesa de O”), acaecida el 21 de noviembre de 1811. Por entonces, tenía apenas 34 años de edad.
En su época, fue una suerte de escritor “maldito”, ignorado e incomprendido, cuya obra recién comenzó a cobrar relevancia luego de su abrupta desaparición física.
Mediante una minuciosa reconstrucción de época que recrea detalladamente a la Prusia de la transición entre el siglo XVIII y el XIX, Jessica Hausner construye un cuadro humano cargado de reales contradicciones.
Era una sociedad plena de rupturas y diferencias de clase, con una aristocracia hegemónica que temía que los turbulentos vientos de la revolución francesa la despeinaran.
En juego estaban nada menos que los privilegios de un estrato social que hizo del ocio una suerte de estilo de vida, que le permitió conservar un sólido statu quo hasta bien entrado el siglo XX.
Esa es precisamente la escenografía cinematográfica en la cual se desarrolla esta historia, donde por cierto conviven la realidad con la personal inspiración de los realizadores.
Esa sensación de soterrado desencanto no exento de miedo por el fantasma de la incertidumbre, es una parte medular de la peripecia del protagonista.
Empero, en este caso el hilo conductor es el amor, como un sentimiento que emerge impetuoso y trasciende a los parámetros meramente racionales.
Este poeta pasional y absolutamente disociado de su época, es un suicida en potencia, que aspira a compartir su experiencia de autoeliminación con alguien que ama.
Heinrich (Christian Friedel) es por cierto el protagonista de esta suerte de auto-impuesto martirologio, que es casi un acto de contrición y emancipación.
Tras proponerle tan macabro proyecto a su prima Marie, la seleccionada para compartir esta experiencia de inmolación es Henriette Vogel (Birte Schnoeink), quien padece una enfermedad incurable, en una época de analfabetismo médico no exento de fuerte discriminación hacia el mal llamado sexo débil.
La grave patología, sumada a la admiración que la mujer profesa por el poeta, dotará a esta alianza de fortalezas y certezas, hasta un desenlace tan dramático como previsible.
En este caso, la muerte no es una tragedia en sí misma, sino una suerte de migración rumbo a una dimensión tal vez más trascendente, donde no existe la incertidumbre ni el trauma de la pérdida.
Aunque ha sido recurrentemente catalogada como una comedia agridulce, no exenta de humor sardónico, esta película es realmente un drama.
Empero, el drama no está en la mera muerte por autoeliminación- que es por supuesto un acto volitivo- sino en la sensación de crudo desencanto que experimentan los personajes reales de esta atribulada historia.
Por supuesto, esta peripecia humana está asociada al propio romanticismo literario que cultivó el protagonista, en tanto predominio de los sentimientos sobre las por entonces hegemónicas corrientes racionalistas.
En ese contexto, la cineasta Jessica Hausner construye un elocuente friso de época, orlado por fuertes pinceladas costumbristas y, por supuesto, testimoniales.
Por más que aun restaba más de un siglo para que el mundo se transformara en estupefacto testigo del advenimiento del odio genocida del nazismo, la sociedad que recrea la inquieta realizadora y guionista austriaca ya denuncia los rasgos del nacionalismo exacerbado que culminó en una hecatombe de dimensión realmente irracional.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
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