El desaforado autoritarismo fascista, la pobreza, el desempleo, el primer amor, la pérdida de la inocencia, el erotismo nada explícito sino soterrado, la inconmensurable magia del arte y la bohemia son los siete principales ejes temáticos de “El bello verano”, el drama de la directora y guionista italiana Laura Luchetti, inspirado en la novela homónima de Cesare Pavese, que indaga en el siempre intrincado tema de los vínculos humanos en una escenografía histórica particularmente compleja, que apenas se percibe, porque el énfasis del relato está más centrado en las personas y en las situaciones que en la política propiamente dicha.
Empero, más allá de eventuales lucubraciones, el tópico central de esta película es la emancipación de la mujer, en un tiempo en el cual el sexo femenino ocupaba un lugar meramente marginal en la sociedad italiana de la década del treinta del siglo pasado.
En ese contexto, la síntesis de la política de género del régimen fascista estaba contenida en un enunciado realmente contundente: “La donne a casa”, que en castellano significa la mujer en casa, un concepto asociado más a la mujer meramente paridora que a la mujer como sujeto de derecho, como es debido.
En efecto, el régimen autoritario instalado a partir de 1922 con la figura de Benito Mussolini a la cabeza, fue la respuesta al hondo malestar existente en la sociedad de la época, que se encontraba abrumada por la desesperanza, la frustración, la pobreza y la rampante desocupación.
En ese marco, la estrategia de la dictadura fue agitar el nacionalismo exacerbado de los italianos, con el propósito de recuperar la economía y fortalecer a las clases sociales, pero muy particularmente a la familia como base de sustento.
Todo este fenómeno estaba atravesando por un capitalismo industrial incipiente, que intentaba superar la mera fase del agrarismo y la producción rural. Por supuesto, el campo era un escenario de conflicto y teatro de la lucha de clases, donde el campesinado permeado por la izquierda luchaba por sus derechos y amenazaba los intereses de la burguesía, recurrentemente alineada con la derecha.
En un panorama de aguda agitación social de acento si se quiere revolucionario de impronta marxista, Benito Mussolini, que era un político muy astuto, supo sacar partido de la situación y así entronizar a su Partido Nacional Fascista, que prometía orden y disciplina, en respuesta a lo que se calificaba como caos. Esas dos premisas impactaron durante su dictadura de la peor manera: con violencia y odio, particularmente el racial.
El déspota agitó el nacionalismo y los delirios de grandeza de los italianos, prometiendo nada menos que la restauración del imperio romano, que fue hegemónico en la antigüedad. Empero, para consolidar esa estructura y vertebrarla adecuadamente, necesitaba fortalecer los valores tradicionales, combatir a los movimientos socialistas y comunistas y al incipiente feminismo, que era sinónimo de emancipación.
En ese sentido fue su política de género, cuyo correlato era, naturalmente, la virilidad de los hombres y la fertilidad de las mujeres, mediante un discurso presuntamente correcto que exaltaba la masculinidad y la feminidad, con lo cual condenaba a todo aquello que no sintonizaba con los “valores de la nación”, como, por ejemplo, la homosexualidad y el lesbianismo.
En el discurso fascista la mujer debía cumplir un rol pasivo y ni siquiera se le reconocía como sujeto de derecho, ya que, en general, no tenía la prerrogativa de trabajar porque esa circunstancia le podría permitir construir una identidad más acentuada y hasta la autonomía que la dictadura le negaba. Obviamente, el sexo femenino no podía votar, lo cual sí logró a partir de 1946, luego del epílogo de la Segunda Guerra Mundial y de la caída del gobierno autoritario.
Por supuesto, las mujeres que trabajaban debían percibir salarios considerablemente más bajos que los hombres, para desestimularlas y que notaran claramente la diferencia entre géneros. Naturalmente, esa postura era firmemente respaldada por la Iglesia Católica, la cual consideraba que la mujer trabajadora afectaba, por su ausencia, la estructura de la familia y del hogar.
Como Italia padecía un grave problema demográfico, la mujer era clave para la procreación, por lo cual en la Italia fascista el sexo femenino se vio compulsivamente recluido en el seno de la casa y, de ese modo, anulado en su autonomía y en sus posibilidades de desarrollo, tal cual lo conocemos en el presente.
La marginación de la mujer fue una política deliberada, hija de una sociedad patriarcal que le reservaba el papel central al hombre como sostén económico de su hogar, mientras la mujer era una mera ama de casa, que se limitaba a cocinar, limpiar y a cuidar a los hijos. Era, naturalmente, una suerte de dictadura doméstica e incluso una modalidad de esclavitud.
Por supuesto, se promovía el matrimonio y, en se contexto, se implantó un impuesto a los solteros y las solteras, a los efectos de fomentar los casamientos y, por ende, la formación de hogares con nutridas proles, con el propósito de hacer crecer aceleradamente la población y así comenzar a echar los cimientos de lo que Mussolini definía como el “nuevo imperio romano”.
Asimismo, se promovía la “pureza de la raza”, acorde con la política de odio racial que fermentó ulteriormente en la Alemania nazi liderada por Adolfo Hitler. Ambos regímenes fueron aliados durante la Segunda Guerra Mundial y, junto al monárquico Japón, integraron el denominado eje.
Desafiando al pasado autoritario de su país, Laura Luchetti construye una historia de ficción ambientada en la Turín de 1938 en plena era fascista, apenas un año antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, que tiene como protagonistas a dos mujeres totalmente emancipadas, que desafían a los cánones de la época.
Una de ellas es Ginia (Yile Yara Vianello), quien, junto a su hermano mayor, adopta la drástica decisión de abandonar el campo donde nació y creció, y se instala en la capital piamontesa con el propósito de acceder a nuevas oportunidades de realización personal en un gran centro urbano. Aunque el joven no comparte la opción de su hermana porque extraña su solar natal, igualmente decide acompañarla en esta nueva etapa que, en más de un sentido, supone toda una aventura de adaptación y conocimiento.
La mujer, que por edad es una suerte de adolescente y no sabe casi nada del mundo de los adultos y menos aun de un lugar que le es extraño tanto por sus costumbres como por la profusa densidad poblacional, se emplea como ayudante en un atelier de lujo, donde expertas modistas fabrican ropa para mujeres de la alta burguesía. Por supuesto, las condiciones de trabajo no son las mejores, porque a las jornadas de trabajo extenuantes se suma el recurrente maltrato de la capataza del establecimiento. Obviamente, la tímida joven sueña con ser modista, aunque, en una primera etapa es una mera auxiliar, porque está aprendiendo. Sin embargo, su buen desempeño en el trabajo le permite crecer en la consideración de la mujer adulta que lidera el proyecto productivo. Esa circunstancia le posibilita ganar más dinero del pensado inicialmente y sostener el hogar junto a su hermano, aunque sea con una modestia extrema, pero sin que falte nada de lo esencial para la supervivencia.
Empero, la vida de la protagonista es extremadamente aburrida, gris y rutinaria, hasta que durante un camping a orillas del caudaloso río Po, experimenta una fuerte sensación visual que la estremece de pies a cabeza, cuando visualiza la espectacular silueta de Amelia (Deva Cassel, modelo y actriz hija de la emblemática intérprete italiana Monica Belucci y del actor francés Vincet Cassel), que realmente cautiva a todos.
Se trata de una suerte de aparición, que mixtura la belleza con el desparpajo, la audacia, la seducción y el desenfado, que tiene una intrínseca cercanía con sus amigos, particularmente con los del sexo masculino. Su imagen zambulléndose en el agua con ropas mínimas y emergiendo enérgicamente en la orilla emula a la de la desnuda diosa griega Afrodita, deidad del amor.
Este es el punto de inflexión de una historia que claramente desafía al paradigma femenino de la Italia fascista, donde las mujeres eran meras amas de casa y hembras paridoras, con sus derechos y su libertad terriblemente conculcados. En efecto, ni la joven aprendiz de modista, que trabaja para sustentarse y es soltera, ni esta belleza despampanante que posa desnuda para ser pintada por dinero, encuadran en el modelo del género femenino que implantó autoritariamente el régimen. A su modo, estas féminas son mujeres emancipadas, que se sustentan con el dinero que ganan trabajando y, en el caso de Amelia, con costumbres que harían escandalizar a toda la sociedad en la cual conviven.
Esa suerte de mutua obsesión, deviene en primera instancia en una estrecha amistad no exenta de atracción física y ulteriormente hasta en amor, que tiene mucho de veneración. En efecto, la modelo representa una suerte de ideal para la joven modista, porque transgrede todas las normas, por pertenecer a otra “fauna”, que es la del modelaje, pero también la de la bohemia del mundillo de las artes plásticas.
La verdadera paradoja es que estos jóvenes pintores que desestiman todo eventual prejuicio, pintan desnudos por encargo para venderle al mejor postor. ¿Quiénes compran las pinturas que les permiten vivir modestamente en departamentos ruinosos y cuasi abandonados pero igualmente sustentarse con su trabajo? Obviamente, los miembros de las clases acomodadas de la sociedad turinesa, que mientras en el afuera acatan rigurosamente las normas de convivencia impuestas por el gobierno, en la intimidad de sus casas seguramente se excitan y fantasean con las curvilíneas anatomías de las ninfas rentadas cuyas imágenes están condensadas en el lienzo. Una de ellas es, naturalmente, la fascinante e irresistible Amelia.
Por supuesto, ser modelo de desnudos era otrora muy rentable, porque se cobraba buen dinero prácticamente sin casi ningún esfuerzo físico y, además, permitía un acercamiento al universo diletante de la cultura, pero también del rampante desprejuicio.
Por más que este film contiene erotismo más sugerido que real, este es presentado con suma sobriedad y hasta con un vuelo intransferiblemente poético, que impregna a toda la historia. En efecto, la fotografía de esta película es una suerte de prodigio de paleta realmente pictórica, tanto en lo que atañe a las secuencias de bosques como del río Po y las imágenes callejeras, que recrean a la Turín de fines de la década del treinta.
En esos paisajes, que alternan la esplendorosa belleza de lo bucólico con la solemnidad de lo urbano, conviven seres humanos que desafían la rígida arquitectura de disciplinamiento social impuesta por el fascismo liberticida, cuya presencia es casi imperceptible. Sin embargo, se advierte, a menudo claramente y en otros casos subliminalmente, por ejemplo, en un discurso del dictador Benito Mussolini transmitido por radio que llega desde un apartamento lindero al de la protagonista, por algunas imágenes callejeras del tirano pegados en los muros de la ciudad y, simbólicamente, por una cuerda de la cual cuelgan sostenidas con palillos, numerosas camisas negras que pertenecen supuestamente a miembros de las bandas paramilitares del régimen que asolaban a la población y perpetraron toda suerte de crímenes y aberraciones.
En ese contexto, este film es una suerte de bofetada al autoritarismo y a la cultura patriarcal, cuyas protagonistas son dos mujeres rupturistas, que buscan la libertad detrás del muro simbólico de un régimen que, aunque desapareció luego de la Segunda Guerra Mundial, igualmente cultivó la semilla de la intolerancia que inspira, en el presente a partidos ultraderechistas y a organizaciones xenófobas y racistas que asuelen a Europa.
“El bello verano”, que tiene un título metafórico que contraste el calor estival con el intenso frío glaciar del autoritarismo y la dictadura, es un alegato bien feminista, acorde a las corrientes de un presente en permanente mutación, que apunta a la definitiva emancipación del sexo femenino de la opresión de la aun sobreviviente e ignominioso cultura patriarcal, que abreva de la peor genética represiva hegemónica.
Esta película, al igual que otras que la precedieron, como la también magnífica “Siempre habrá un mañana” (2024), de la actriz, directora y guionista italiana Paola Cortellesi, transforma a la mujer en protagonista y no en mera agonista, de una historia que destaca por su explícito sesgo militante, su acendrada ambientación de época, su artística fotografía y por la actuación de dos intérpretes de fuste pese a su juventud: Yile Yara Vianello y Deva Cassell, quien, más allá de sus aprendizajes y de sus cualidades innatas para la actuación, tiene los talentosos genes de sus dos ilustres progenitores.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
FICHA TÉCNICA
El bello verano (La bella estate) Italia 2023. Dirección: Laura Luchetti. Guión: Laura Luchetti, basado en la novela de Cesare Pavese. Fotografía: Diego Romero Suárez Llanos. Música: Francesco Cesari. Reparto: Yle Vianello, Deva Cassel, Nicolas Maupas, Andrea Bosca, Anna Bellato y Alessandro Piavani.
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