El viernes pasado, Rafael Cantera produjo una nota titulada “La domesticación de la ciencia” (Brecha, N° 1.552, p.20), referida a los cambios propuestos por el Ministerio de Educación y Cultura para el Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable (IIBCE). El sistema que se intenta imponer pretende que los proyectos de investigación y los de formación de investigadores sean seleccionados, coordinados y evaluados por un grupo de funcionarios políticos (“cargos de confianza”) de diversos ministerios. El objetivo de esta superdirección sería asegurarse que el trabajo científico que se lleve a cabo sea el que arroje mayores beneficios económicos al país.
Estos propósitos son los que Cantera califica con justeza como “domesticación de la ciencia” y de los científicos, al tiempo que desnuda los presupuestos falsos, la concepción trivial y degradante del quehacer científico y la falta de resultados y aun los tremendos fracasos que han acompañado las intenciones de vieja data por someter el conocimiento a los dictados del poder político y su burocracia.
Estos intentos por ponerle el mango a la pelota son legendarios. Es la lucha de quienes detentan el poder por controlar el conocimiento, la educación, las costumbres y la vida de las personas para perpetuarse, para su beneficio o para lo que creen que han de ser los fines mismos de la especie. En ese marco, los científicos, los investigadores de cualquier tipo, los maestros, los trabajadores, los artistas, los filósofos, los historiadores, los artesanos, los poetas y en general quien pueda expresar algún pensamiento crítico o una idea novedosa es considerado un enemigo, un loco, un dilapidador de los recursos de la sociedad, un disidente peligroso o en una lógica más austera, propia de los orígenes del capitalismo, como un derrochador veleidoso e improductivo.
En 1543, Nicolás Copérnico dio a conocer su sistema astronómico heliocéntrico que superaba al antiguo sistema tolemaico que hacía de la Tierra el centro del cosmos. La revolución copernicana chocaba contra las concepciones que defendían los filósofos peripatéticos y los padres de la Iglesia Católica que eran el respaldo de un sistema feudal que el Renacimiento estaba horadando, fundamentalmente en Europa. La lucha sería larga y cruenta. En la hoguera se arrojó a Giordano Bruno y ya en el siglo XVII, Galileo Galilei debió retractarse de sus descubrimientos ante el Vaticano para salvar el pellejo.
Los potentes argumentos de Galileo y su lógica impecable siguen teniendo una vigencia luminosa y total cuatrocientos años después. En efecto, en 1615, dirigió un par de cartas defendiendo sus tesituras con las que habría que obligar a hacer planas a los ideólogos del MEC que han pergeñado el sistema de aherrojamiento del IIBCE. Reduzcamos estas cartas a una, la que Galileo dirigió “a Madama Cristina de Lorena, Gran Duquesa de Toscana, sobre la relación entre la autoridad de la Escritura y la libertad de la Ciencia”.
Ahora, en el siglo XXI, hay muchos aspirantes a controladores, indigestados por el apotegma simplista que sostiene que el conocimiento es poder y lo interpretan como la necesidad de reducir la política científica a la búsqueda del beneficio económico inmediato, la ganancia, o a la satisfacción de un dios mercado cortoplacista. De este modo, la política científica aparece reducida, a su vez, al gerenciamiento de los recursos.
Esto se debe a la visión acerca de “la neutralidad de la ciencia”, que tanto puede servir para un lavado como para un planchado y que según estos empresarios solamente se diferencia por la forma en que se la gestiona, es decir por la forma en que se administran sus recursos. Esta explosión de la gestión, que va acompañada de la explosión de la auditoría, sostiene que las políticas públicas (y la política científica vaya si lo es) no son buenas o malas sino que están bien o mal gestionadas.
La figura se completa con los gerentes, los CEO, que son los supremos gestores. Su fórmula también es conocida: se trata de aplicar las recetas de la empresa privada, las grandes corporaciones, a cualquier tipo de actividad.
La receta gerencial no solamente detesta las utopías y los planes a largo plazo sino que aborrece y oculta la historia del conocimiento y la epistemología. De hecho sustituye la libertad de investigación y de cátedra, si vamos al caso, por un esquema originado en la organización religiosa de las sectas evangélicas estadounidenses, los vendedores de Biblias del siglo XIX: visión y misión sobrenaturalmente establecidas pero que en el fondo tienen como objetivo el lucro. Los promotores de estos esquemas generalmente ignoran su origen pero confían en sus presuntas virtudes.
Nos referimos al gerenciamiento del saber porque la influencia de estas concepciones no se limita a la domesticación de la ciencia. El eficientismo suele crear falsas antinomias. Las más típicas son las que se establecen entre ciencia y tecnología o entre ciencias aplicadas o prácticas, por un lado, y las humanidades y las ciencias sociales, por otro.
Para estas concepciones, ignorantes de la filosofía y la historia del conocimiento humano pero rara vez ingenuas, la ciencia es un quehacer elitista, un entretenimiento para divagantes y en cambio la tecnología es un saber valioso porque permite producir o ganarse la vida con ventaja. Del mismo modo, las humanidades, verbigracia la historia, la literatura, la filosofía y las llamadas ciencias sociales: antropología, psicología, sociología, son conocimientos de segundo orden, improductivos, decorativos pero no esenciales.
Basta con considerar los rubros que se destinan a la promoción y el financiamiento de unos u otros de los pares antinómicos para darse cuenta de hasta qué punto esas concepciones siguen replicándose hoy en día. La idea de cuáles son los conocimientos útiles se refleja en los presupuestos, en el apoyo que reciben las instituciones, en las dificultades para sobrevivir enseñando ciertos conocimientos o trabajando con ellos, la pasmosa facilidad con que perdemos recursos humanos que son captados por los países poderosos que hace tiempo dejaron de engrupirse con las recetas gerenciales y las ofertas de formación y los campos de investigación (cuando investigan) que ofrecen las instituciones privadas y/o confesionales para las que la educación es una mercancía.
Por el Lic. Fernando Britos V.
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