La radical rebelión contra el inmutable dogma de una religión conservadora y a menudo hasta inmovilizante es la provocadora temática que aborda “El apóstata”, la polémica coproducción hispano-uruguayo-francesa del realizador compatriota Federico Veiroj, autor de “Acné” y “La vida útil”.
Este film, que ha generado razonables controversias, aborda una temática que suele motivar acalorados debates a la luz de la prédica de doctrinas hegemónicas de talante represivo.
En ese contexto, las reflexiones y actitudes del Papa Francisco han sacudido las estructuras de la Iglesia Católica Apostólica Romana, una milenaria institución de fuerte raigambre y predicamento en el planeta, pese a la fuga de fieles y las lógicas disidencias devenidas por el desgaste de un discurso que cada vez seduce y convence menos.
En este caso, ese cuestionamiento tiene como protagonista a un joven criado en un hogar conservador, quien decide desafiar al statu quo y emanciparse de la pesada carga de la opresiva herencia espiritual paterna.
Esta es realmente la temática central de esta película, que deviene explícito retrato de una sociedad aun aferrada y sometida a normas de conducta bastante intransigentes.
El protagonista de esta historia es Gonzalo Tamayo (Álvaro Ogalla, actor y coguionista), un inmaduro burgués nada afecto al trabajo y al esfuerzo, quien vive una auténtica crisis existencial.
Su mayor trauma es su resistencia al paso del tiempo y a asumir las responsabilidades propias de sus más de treinta años de edad, que para nada está dispuesto a aceptar.
En cierta medida, este hombre consentido se sigue considerando un niño y se niega a crecer y a realizarse como persona, acorde a las pautas de un entorno naturalmente demandante.
Aunque el film está ambientado en la década de los ochenta, parece clara la lectura relacionada con muchos jóvenes del presente, propensos a no asumir compromisos políticos, ideológicos o afectivos.
En ese marco, este vividor se plantea inesperadamente un gran desafío de reafirmación de su identidad y autodeterminación: renegar de la fe católica que le inculcaron desde su infancia.
Por supuesto, el bautismo –un acto religioso involuntario pergeñado por sus progenitores- constituye una suerte de compromiso no asumido al cual aspira a renunciar.
Si bien este sacramento tiene un mero carácter simbólico y para nada es vinculante, para él igualmente constituye una suerte de pesada cargada social y emocional. La anulación de ese documento por parte del protagonista, supone comenzar a consagrar la ruptura con una fe que no comparte y en la cual no cree.
Esa suerte de sublevación es precisamente la materia temática del relato, que claramente pone en cuestión la fe ciega e irreflexiva, el deseo y, obviamente, la culpa.
Habiendo violado más de un mandamiento “divino”, la decisión de apostatar se transforma en una especie de imperativo ético, por más que lo enfrente de bruces con las creencias de su familia y con el poder de la teocracia dominante.
Mimado, sobreprotegido y reprimido desde su nacimiento, Gonzalo se enfrentará ahora al momento más crucial de su vida, en el cual –pese a su proverbial inmadurez- deberá actuar como un adulto y no como un mero imberbe.
Esa compulsión a emanciparse está en correspondencia con una vida fútil y poco o nada aferrada a los mandatos de la autoridad paternal o religiosa.
Las erráticas conductas del protagonista, que desde la mirada del un fundamentalista religioso serían cuasi pecaminosas, incluyen también un obsesivo deseo por dos mujeres: una vecina (Bárbara Lennie) y una seductora prima (Marta Sarralde).
La película demarca claramente un territorio de disputa entre la ortodoxia de la Iglesia y la radical actitud de ruptura del joven rebelde, en tanto ser independiente que aspira a construirse a sí mismo sin eventuales tutelas inmovilizantes.
Para enfatizar esa rebelión, el autor apela recurrentemente al simbolismo de acento dialéctico, como sucede en la discusión entre el obispo (Jaime Chavarri) y el protagonista o en la secuencia onírica que tiene como escenario al mismísimo Edén, con claras reminiscencias del cine de Pier Paolo Pasolini.
Más allá de su mero tono de comedia jocosa y por momentos irreverente, “El apostata” denuncia la intolerancia de la religión jaqueada por el desafío de alguien que cuestiona sus dogmas y reivindica su libertad.
Federico Veiroj corrobora su intrínseca sabiduría para construir personajes realmente creíbles, como en el caso de las recordadas “Acné” y “La vida útil”, aunque en esta película el discurso artístico sea más frontal, revulsivo y exacerbado.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
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