Nicolas Sarkozy quiere ser Charles De Gaulle. El general se presentó en 1958 con galones de héroe nacional y como el líder providencial capaz de sacar del caos a una Francia al borde de la guerra civil, fracturada por la crisis de Argelia. Agonizaba la IV República y él fundó la V, que tras múltiples avatares no goza hoy, precisamente, de una salud de hierro. Sarkozy, por su parte, asegura que quiere unir a los franceses, combatir la cólera y la falta de esperanza que ha traído la titubeante presidencia de François Hollande, evitar la quiebra de un país troncal en Europa que podría arrastrar en su caída a toda la UE, y evitar la humillación y el aislamiento que provocaría el triunfo del ultraderechista y xenófobo Frente Nacional (FN).
Solo que Sarkozy no es De Gaulle. Si se buscan paralelismos, no hay que hacerlo en Francia, sino en Italia, encarnados en un Silvio Berlusconi, hoy casi fuera de juego –solo casi- que hizo del populismo, la demagogia y la conveniencia propia todo un programa político que, de forma incomprensible, arrastró a millones de sus compatriotas.
No puede tomarse como simple casualidad que, como el antiguo Il Cavaliere, tenga un reguero de cuentas que arreglar con la justicia, como sospechoso de corrupción, tráfico de influencias y financiación irregular de sus campañas a la presidencia: la de 2007 (que ganó) y la de 2012 (que perdió). Y, como Berlusconi, acusa a sus acusadores y denuncia con contumacia que es objeto de una persecución por parte de los jueces, que quieren truncar su carrera política.
Sea como sea, Sarkozy es un animal político que ha elegido con gran astucia el momento para saltar de nuevo a la palestra y postularse para dirigir la derechista Unión para un Movimiento Popular (UMP), como paso previo para lanzar su candidatura a la presidencia en 2017, una carrera cuyo pistoletazo de salida arranca con tres años de antelación.
Su partido está hecho unos zorros, con su último líder, Jean-François Copé –implicado en una de las causas contra Sarkozy- que tuvo que retirarse por la puerta trasera y con un triunvirato provisional de ex primeros ministros (Juppé, Fillon, Raffarin) que apenas oculta las profundas diferencias internas. En cuanto al Partido Socialista (PS), que acoge una fracción rebelde purgada en el último reajuste de Gobierno, su líder natural, François Hollande, bate a la baja récords de popularidad (13%), pagando un alto precio por su ortodoxia (léase recortes) para sanear las cuentas del país, y arrastra en su caída al primer ministro, Manuel Valls, que hasta hace poco suponía una clara alternativa para el caso de que el presidente no optase a un segundo mandato.
Para completar el panorama, el ascenso del Frente Nacional de Marine Le Pen, la formación más votada en las últimas elecciones europeas, hace cada vez más probable que esta habilísima política, una loba capaz de disfrazarse de oveja, llegue a la segunda ronda de los comicios presidenciales. Y no necesariamente para perder, aunque ése sea el pronóstico. Depende de quién sea su contrincante. Según las encuestas, sería derrotada por casi todos los hipotéticos candidatos del PS y la UMP, pero se impondría a Hollande, lo que da idea del precipicio por el que éste se precipita.
Para un 30% de los franceses, el partido de Le Pen, que pretende romper barreras de clase, recoge mejor que ningún otro las aspiraciones de la población, incluso en sectores de la clase trabajadora que hasta no hace mucho votaban a la izquierda. Un resultado cuyo mérito hay que atribuir tanto al torpe desempeño de los políticos tradicionales como a la habilidad y carisma de su líder, pero que no oculta los riesgos alarmantes que la emergencia de la formación ultraderechista supone para la estabilidad, la solidaridad y la salud moral del régimen republicano.
Las opciones de Sarkozy pasan por los deméritos ajenos más que por los propios. Esa pose de salvador de la patria que adopta ahora, esa actitud de líder providencial choca frontalmente con el estado lamentable en que dejó su partido y su país cuando abandonó la presidencia. Además, sus recetas económicas no se alejaron mucho de las que ahora aplica Hollande y por las que le demoniza. Los sectores más desfavorecidos de la población sufrieron sus efectos con especial virulencia.
Si acaso podría argüirse en su favor lo que en su momento se dijo cuando Zapatero se plegó a la ortodoxia financiera y asumió con la energía del converso la necesidad de drásticos recortes sociales: que siempre será mejor un mal original que una buena copia, y que era preferible que esa dura e impopular medicina la aplicase la derecha que la lleva incorporada en su código genético. Quizás por eso, Sarkozy, que saca partido de la debacle y la incongruencia ideológica socialista, consciente de que la frontera entre izquierda y derecha es cada vez más movediza, se dice partidario de superarla con una alternativa patriótica imprescindible para salvar un país al que los alemanes -y no solo ellos- comienzan a considerar como el nuevo enfermo de Europa.
Trucos de zorro viejo, de trilero, de mago capaz de maniobrar en aguas turbulentas. Pero no hay que engañarse. Sarkozy no es un hombre providencial. Tampoco lo fue De Gaulle, pero así se lo pareció en su momento a la mayoría de los franceses, y hay que admitir al menos que su presidencia actuó como revulsivo y estabilizante en una época particularmente convulsa.
Sarkozy no es lo que hoy necesita Francia. Tampoco era Berlusconi lo que necesitaba Italia y, aun así, voto a voto, año tras año, fue capaz de controlar la política italiana durante dos décadas. Ojalá que los franceses no cometan el mismo error.
Por Luis Matías López
Exredactor jefe y excorresponsal en Moscú de EL PAIS, miembro del Consejo Editorial de PUBLICO hasta la desaparición de su edición en papel, Luis Matías López pretende con esta columna analizar sin sectarismos la actualidad internacional, y en ocasiones la española.
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