Decenas de miles de personas han estado “ocupando” las calles, llenas de gases lacrimógenos, del distrito Central de Hong Kong para luchar por sus derechos democráticos. Muchas más pueden unírseles. Aunque algunos hombres de negocios y banqueros están molestos por esa perturbación, los manifestantes tienen razón en protestar.
El Gobierno de China ha prometido a los ciudadanos de Hong Kong que podrán elegir libremente a su Jefe Ejecutivo en 2017, pero, como los candidatos van a ser examinados cuidadosamente por un comité cuyos miembros no serán elegidos democráticamente, sino nombrados por ser prochinos, los ciudadanos no tendrían posibilidad alguna de elegir de verdad. Sólo personas que “amen a China” –es decir, al Partido Comunista Chino (PCC)– deben presentarse.
Casi podemos entender por qué los dirigentes de China han de estar desconcertados por esa muestra de desafío en Hong Kong. Al fin y al cabo, cuando Hong Kong era aún una colonia de la Corona, los británicos se limitaban a nombrar a los gobernadores y entonces nadie protestaba.
De hecho, el acuerdo que los súbditos coloniales de Hong Kong parecieron aceptar –el de dejar la política de lado a cambio de la oportunidad de perseguir la prosperidad material en un ambiente seguro y ordenado– no es tan diferente del aceptado por las clases instruidas de la China actual. La opinión común entre los funcionarios coloniales, los hombres de negocios y los diplomáticos británicos era la de que, todos modos, los chinos no estaban interesados de verdad en la política; lo único que les interesaba era el dinero.
Cualquiera que conozca mínimamente la historia de China sabe que esa opinión era palmariamente falsa, pero durante mucho tiempo pareció ser cierta en Hong Kong. Sin embargo, había una diferencia importante entre el Hong Kong británico y el chino actual. Hong Kong nunca fue una democracia, pero sí que tenía una prensa relativamente libre, un gobierno relativamente honrado y una judicatura independiente: todo ello respaldado por un gobierno democrático en Londres.
Para la mayoría de los ciudadanos de Hong Kong, las perspectiva de ser entregados en 1997 por una potencia colonial a otra nunca fue enteramente satisfactoria, pero lo que de verdad estimuló la política en Hong Kong fue la brutal represión en la Plaza Tiananmen de Beijing y en otras ciudades chinas en 1989. En Hong Kong hubo manifestaciones multitudinarias para protestar por la matanza y todos los años en el mes de junio se celebran conmemoraciones en masa de aquel suceso, lo que mantiene vivo el recuerdo, reprimido y mortecino en el resto de China.
No fue una simple rabia humanitaria lo que galvanizó a tantas personas en Hong Kong para movilizarse en 1989. Entonces comprendieron que bajo el futuro gobierno de China sólo una democracia autentica podía salvaguardar las instituciones que protegían las libertades de Hong Kong. Sin voz y voto válidos respecto de la forma en que debían ser gobernados, los ciudadanos de Hong Kong estarían a merced de los dirigentes de China.
Desde el punto de vista de los gobernantes comunistas de China, eso parece perverso. Consideran las exigencias democráticas de los hongkonguenses un intento desacertado de imitar la política occidental o incluso una forma de nostalgia del imperialismo británico. En cualquiera de los dos casos, el programa de los manifestantes está considerado “antichino”.
Según lo ven los gobernantes chinos, sólo un firme control desde la cumbre y la supremacía indiscutible del PCC pueden crear las condiciones necesarias para que surja una China rica y poderosa. En su opinión, la democracia conduce al desorden; la libertad de pensamiento causa “confusión” popular y la crítica pública del Partido va encaminada a derribar la autoridad.
En ese sentido, el PCC es bastante tradicional, pero, aunque el Gobierno de China siempre fue autoritario, no siempre fue tan corrupto como lo es ahora, como tampoco la política de China fue siempre tan poco respetuosa de la ley.
Tradicionalmente, China tenía instituciones –asociaciones de clanes, comunidades religiosas, grupos comerciales y demás– que eran relativamente autónomas. El gobierno imperial pudo ser autoritario, pero había grandes bolsas de independencia respecto del control central. En ese sentido, Hong Kong es tal vez más tradicional que el resto de China, excluida, naturalmente, Taiwán.
Actualmente, la supremacía política del PCC lo coloca por encima de la ley, lo que fomenta la corrupción entre los funcionarios del Partido, tanto en el nivel local como en el nacional. Un control estricto por parte del Partido de las expresiones religiosa, académica, artística y periodística asfixia la difusión de la información necesaria y del pensamiento creativo. La falta de una judicatura independiente socava el imperio de la ley. Nada de todo ello es beneficioso para el desarrollo futuro.
Cuando Hong Kong fue devuelto oficialmente a China hace 17 años, algunos optimistas pensaron que las mayores libertades de la ex colonia contribuirían a reformr al resto de China. El ejemplo de una burocracia limpia y jueces independientes fortalecería el imperio de la ley en todo el país. Otros, por la misma razón, consideraban a Hong Kong un peligroso caballo de Troya que podía socavar gravemente el orden comunista.
Hasta ahora no hay pruebas de que los manifestantes en el distrito Central de Hong Kong tengan ambición alguna de socavar –y menos aún derribar– el Gobierno de Beijing. Bastante tienen con levantarse para defender sus propios derechos en Hong Kong y las posibilidades de que lo logren parecen escasas. El Presidente de China, Xi Jinping, está deseoso de mostrar su fortaleza. La avenencia indicaría debilidad. Su objetivo parece ser el de hacer que Hong Kong sea más parecido al resto de China, en lugar de lo contrario.
Y, sin embargo, existen toda clase de razones para pensar que China se beneficiaría en gran medida del rumbo contrario. Menos corrupción oficial, más confianza en la ley y una mayor libertad de pensamiento harían de China una sociedad más estable, más creativa e incluso más próspera.
A corto plazo, es probable que no llegue a ser así, pero seguramente en las calles de Hong Kong se encuentran más personas que de verdad “aman a China” que en los cerrados complejos gubernamentales de Beijing.
Por Ian Buruma
Profesor y periodista, premio Shorenstein
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