El periodista Glen Greenwals cobró notoriedad cuando coordinó la publicación en The Guardian de las revelaciones del ex agente estadounidense Eduard Snowden sobre la vigilancia masiva y mundial de Internet y los teléfonos por parte de la Agencia Nacional de Seguridad de los Estados Unidos. En este artículo para su revista web The Interceptor describe evidencia de que la mera posibilidad de que nos vigilen nos hace cambiar nuestra conducta, haciéndola más conformista y sumisa. La posibilidad de que nos vigilen es grande. En 2013, la policía allanó la casa de la comentarista de música Michele Catalana, en Nueva York, porque había buscado información sobre ollas a presión para cocinar quinoa, su marido había pedido precios de mochilas y su hijo había leído noticias sobre el atentado a la maratón de Boston. Esta semana, un profesor de matemáticas fue hecho bajar del avión porque estaba escribiendo “cosas raras” en una libretita. Para contrastar, en Estados Unidos es delito federal “tocar” el buzón de una casa, pero un senador acusó a WhatsApp de colaborar con el terrorismo por encriptar sus mensajes. Dejamos a los lectores de La ONDA digital que reflexionen sobre si cambiaron sus hábitos.
Glenn Greenwals
Una nueva investigación del Jon Penney, de Oxford, proporciona evidencia Empírica para un argumento clave que los activistas por la privacidad han esgrimido desde hace tiempo: que la mera existencia de vigilancia por el Estado crea miedo y conformismo, y sofoca la libre expresión. Esta mañana, en su información sobre el estudio, el Washington Post describe el fenómeno: “Si creemos que las autoridades vigilan nuestras acciones en línea, podemos dejar de visitar ciertos sitios web o no decir ciertas cosas, solamente para evitar parecer sospechosos.
El nuevo estudio documenta como, desde las revelaciones de Snowden a principios de 2013 (de las que el 87% de los estadounidenses tienen conocimiento), “hubo un descenso de 20% en la visita a las páginas de Wikipedia relacionadas con terrorismo, incluyendo las que mencionaban a ‘Al Quaeda’, ‘auto bomba’ o ‘talibán’.” La gente teme leer artículos sobre esos temas por miedo a que hacerlo los ponga bajo una nube de sospecha. Los peligros de esa dinámica fueron bien expuestos por Penney: “Si se atemoriza a la gente o se le hace desistir de informarse sobre importantes temas políticos, como el terrorismo y la seguridad nacional, se está amenazando el adecuado debate democrático.”
Como explica el Post, varios otros estudios han demostrado también cómo la vigilancia masiva aplasta la libre expresión y el libre pensamiento. Una investigación de 2015 examinó información de búsquedas de Google y demostró que los usuarios post-Snowden “era mucho menos probable que usaran palabras de búsqueda que temieran que les acarrearan problemas con el gobierno de los Estados Unidos” y que esos “resultados sugieren que hay un efecto paralizante en las conductas de búsqueda debido a la vigilancia gubernamental en Internet.”
El temor, que causa autocensura desborda el ámbito de la teoría. Abundante evidencia demuestra que es real… y racional. Un estudio de PEN de los Estados Unidos, halló que 1 de cada 6 escritores limitó sus contenidos por miedo a la vigilancia y mostró que los escritores “no sólo están abrumadoramente preocupados por la vigilancia gubernamental sino que, como resultado de ello, estaban autocensurándose”. Académicos de Europa han sido acusados de apoyar al terrorismo por tener material de investigación sobre grupos extremistas, mientras que las bibliotecas británicas se rehúsan a incluir ningún material sobre los talibanes, por temor a que los acusen judicialmente de apoyar al terrorismo.
También hay numerosos estudios psicológicos que demuestran que la gente que cree que están siendo vigiladas adoptan un comportamiento mucho más complaciente, conformista y sumiso que quienes creen que actúan sin que los monitoreen.
La misma convicción sirvió, hace siglos, como fundamento al Panopticon de Jeremy Bentham: que el comportamiento de grandes grupos humanos puede ser controlado efectivamente mediante estructuras arquitectónicas que hacen posible que los vigilen en todo momento, incluso si no pueden saber si los están controlando y, por este motivo, se ven forzados a actuar como si siempre los estuvieran observando. El mismo efecto paralizante de autocensura que la potencialidad de estar siendo vigilados fue la clave de la tiranía sobre la que Orwell nos previno en 1984:
Por supuesto, no había manera de saber si estabas siendo vigilado en un momento determinado. Cuán a menudo o por qué sistema la Policía del Pensamiento enfocaba a cualquier persona en particular era materia de conjetura. También era posible que vigilaran a todo el mundo todo el tiempo. Pero, desde que en cualquier momento pueden enchufarse a tu conexión cuando quisieran, debían vivir -vivían de hecho, por hábito e instinto- en el supuesto de que cada sonido que emitieran iba a ser escuchado y que, excepto en la oscuridad, cada movimiento sería analizado.
Este es un punto crítico aunque elusivo que, como el Post recuerda, yo he estado sosteniendo desde hace años, incluyendo en la charla TED que di en 2014 sobre el daño de la erosión de la privacidad. pero uno de mis primeros encuentros viscerales con esta dinámica dañina surgió años antes de que trabajara con las revelaciones sobre la NSA. Ocurrió en 2010, la primera vez que escribí sobre WikiLeaks. Eso fue antes de todas las publicaciones más famosas de ese grupo.
Lo que motivó entonces mi escrito sobre WikiLeaks fue un informe secreto del pentágono de 2008 que declaraba a ese grupo casi desconocido como una amenaza a la seguridad nacional y planificaba su destrucción. Un informe que, irónicamente, filtró WikiLeaks. (Poco después, WikiLeaks publicó un informe de la CIA describiendo -en forma profética- cómo la mejor forma de mantener en Europa el apoyo popular a la guerra de Afganistán sería la elección de Barak Obama como presidente, dado que le pondría una cara popular y progresista a esas políticas.)
Como resultado de ese informe de 2008, investigué sobre WikiLeaks, entrevisté a su fundador, Julián Assange y encontré que el grupo había estado comprometido con proyectos vitales de transparencia por todo el mundo: desde revelar el volcado ilegal de basura por parte de corporaciones en África oriental a la corrupción política y mentiras oficiales en Australia. Pero ellos tenían un gran problema, acceder a fondos y recursos humanos les estaba impidiendo procesar y publicar numerosas filtraciones. Así que escribí un artículo en el que describía su trabajo y recomendaba a mis lectores que los apoyaran, sea con trabajo voluntario, sea con donaciones. E incluí un link para que se pusieran en contacto.
En respuesta, numerosos lectores estadounidenses me expresaron -vía emails y en la sección comentarios a la nota- el temor a que aunque apoyaban a WikiLeaks estaban petrificados por el temor de que apoyar al grupo les iba a ocasionar figurar en una lista del gobierno en algún lado o, peor, a que los acusaran penalmente si WikiLeaks terminaba siendo acusada de ser una amenaza para la seguridad nacional. En otras palabras, se trataba de estadounidenses que voluntariamente cedían derechos civiles fundamentales -el derecho a apoyar al periodismo en el que creían y el de organizarse- debido al miedo a que sus donaciones y trabajo en línea fueran monitoreados y vigilados. Las siguientes revelaciones que mostraban persecución y vigilancia contra WikiLeaks y quienes la apoyaban, que incluyeron intentos de denuncirlos por su periodismo, probaron que esos temores eran suficientemente racionales.
Hay una razón por la que los gobiernos, corporaciones y numerosas otras entidades de autoridad ansían vigilar. Es precisamente porque la posibilidad de que nos monitoreen cambia radicalmente el comportamiento individual y colectivo. Específicamente, esa posibilidad nutre el miedo y fomenta el conformismo colectivo. Eso siempre estuvo claro intuitivamente. Ahora se acumula evidencia Emp.rica que lo prueba.
Informe
Traducción: Jaime Secco
La ONDA digital Nº 767 (Síganos en Twitter y facebook)
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