Cuando el dictador Fulgencio Batista, sin más condiciones de mantenerse en el poder, renunció durante la noche de Fin de Año de 1959 y, huyó, en secreto, de Cuba hacia República Dominicana, no fue sólo su gobierno quien cayó. Todo el Estado cubano se había desintegrado y 1959 se convirtió en un año realmente nuevo. Días después, cientos de guerrilleros barbudos, gran parte de guajiros (trabajadores rurales), sucios, con los uniformes rasgados, entraron en La Habana, bajo el mando de Fidel Castro, Ernesto Che Guevara y Camilo Cienfuegos. Era el clímax de una jornada, iniciada por apenas 16 sobrevivientes, de los 82 revolucionarios que desembarcaron del yate Granma, en el litoral de Cuba, el 2 de diciembre de 1956. Fidel Castro tenía entonces 30 años y, durante dos años, comandó la guerra de guerrillas, junto con su hermano Raúl Castro, Ernesto Che Guevara y Camilo Cienfuegos, organizando el Ejército Rebelde, que destruyó la dictadura del sargento Fulgencio Batista, respaldada por los Estados Unidos.
La revolución cubana fue el hecho político más poderoso y el que mayor impacto causó en América Latina, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, no por causa de su carácter heroico y romántico o porque el régimen implantado por Fidel Castro derivó posteriormente en el comunismo, sino porque puso de manifiesto de forma dramática las contradicciones no resueltas entre los Estados Unidos y los demás países de la región. No fueron los comunistas quienes promovieron la revolución cubana, en el contexto de la Guerra Fría. Aunque algunos de sus líderes, como Ernesto Che Guevara y el propio Fidel Castro, en pequeña medida, adhiriesen a las ideas marxistas, no pertenecían a ningún partido comunista y no era inevitable que la revolución cubana se desarrollase a tal punto de identificarse con la doctrina comunista e instituyese su forma de gobierno. No sin razón, el historiador Thomas Skidmore, de la Brown University, señaló a Cuba como “un estudio clásico del fenómeno nacionalista”, agregando que el pueblo podía ver el carácter autoritario del régimen, pero “el llamado real del régimen de Castro era el nacionalismo”. En efecto, la revolución cubana fue autóctona, tuvo un carácter nacional y democrático, y la implantación de un régimen según el modelo de los países del Este europeo resultó de una contingencia histórica, no de una política emprendida por la Unión Soviética, sino, sí, emprendida por los Estados Unidos que, sin respetar los principios de la soberanía nacional y autodeterminación de los pueblos, no aceptaron los actos de la revolución, como la reforma agraria, y transformaron contradicciones de intereses nacionales en un problema del conflicto Este-Oeste.
En abril de 1959, cuatro meses después de la toma del poder en La Habana, Fidel Castro estuvo en Buenos Aires, a los efectos de participar de uma conferencia del Comité de los 21, organismo encargado de estructurar la Operación Panamericana, y su discurso, según el entonces presidente Juscelino Kubitschek, reflejó “mejor que los demás la tragedia de América Latina”, dada la crudeza que surgía de sus palabras. Causó un “verdadero impacto” al reclamar de los Estados Unidos una ayuda financeira para América Latina, por un valor de U$S 30 millones. Kubitschek, luego de conversar con Fidel Castro en Brasilia y tener “la oportunidad de conocer, en profundidad, su pensamiento”, concluyó que él era “un idealista amargado, que había sufrido en carne propia las consecuencias del apoyo dado por los Estados Unidos a las dictaduras en América Latina”, dado que Cuba había estado marcada por una “larga tradición de tiranía” y su pueblo, habiendo soportado “el garrote del régimen de Batista, no conseguía separar la trágica realidad de la situación interna del apoyo irrestricto de Washington al opresor del país”.
A su regreso de Buenos Aires, Fidel Castro pasó por Río de Janeiro e hizo un discurso en la Plaza Barón de Río Branco, organizado por la Unión Nacional de Estudiantes (UNE) y en el cual repitió, basicamente, lo que había dicho en Buenos Aires: “Ni pan sin liberdad ni libertad sin pan”. Recuerdo bien sus palabras, pues estaba a su lado en el estrado, en la Explanada del Castelo. Y, en La Habana, Fidel Castro volvió a reiterar que “la ideología de nuestra revolución es bien clara; no sólo ofrecemos a los hombres libertades sino que les ofrecemos pan. No sólo le ofrecemos a los hombres pan, sino que le ofrecemos también libertades”. A lo largo del discurso, durante el cual trató de definir la ideología de la revolución, Castro, luego de destacar que en el mundo se discutían dos concepciones, la que ofrecía a los pueblos y los mataba de hambre y la que ofrecía pan, pero les suprimia las libertades, afirmó:
“Nosotros no nos vamos poner a la derecha, no nos vamos a poner a la izquierda, ni nos vamos poner en el centro, que nuestra Revolución no es centrista. Nosotros nos vamos a poner un poco más adelante que la derecha y que la izquierda. Ni a la derecha ni a la izquierda, un paso más allá de la derecha y de la izquierda”.
En abril de 1960, cuando estuve en La Habana, acompañando a Jânio Quadros, entonces candidato a la presidencia de Brasil, vi a Fidel Castro mostrarle un crucifijo que traía colgado del cuello, indicando que no era comunista y que respetaba a la Iglesia. Pero, un año después, el 16 de abril de 1961, luego del bombardeo de los aeropuertos de San Antonio de los Baños, Santiago y La Habana por parte de los aviones de la CIA, Fidel Castro, después de compararlo, con justo motivo, al ataque pérfido y traicionero de Japón a Pearl Harbor, en 1941, declaró que los Estados Unidos no perdonaban a Cuba porque “esta es la revolución socialista y democrática de los humildes, con los humildes y para los humildes”.
Al hacer esta declaración, Fidel Castro buscó comprometer a la Unión Soviética en la defensa de Cuba. Jugó con el conflicto político e ideológico que había estallado entonces entre Moscú y Pekín y había dividido el Bloque Socialista, pues temía que Nikita Kruschev, en la línea de coexistencia pacífica y en un entendimiento con John Kennedy, cambiase a Cuba por Berlín Occidental, en pro de mejores relaciones con los Estados Unidos. La proclamación del carácter socialista de la revolución cubana, sin embargo, representó igualmente un duro golpe en los dogmas cristalizados por Joseph Stalin y otros líderes comunistas, bajo el rótulo de marxismo-leninismo, dado que había sido llevada a cabo no por un partido supuestamente obrero, constituido bajo las normas del llamado centralismo democrático y rotulado de comunista, sino por el Movimiento 26 de Julio, una organización compuesta, especialmente, por elementos de las clases medias, que, en el curso de la guerra de guerrillas, pasaron a incorporar campesinos y trabajadores rurales, los guajiros, al Ejército Rebelde, en beneficio de los cuales realizaron la reforma agraria.
De conformidad con la ortodoxia stalinista, Cuba no disponía de medios materiales sino para realizar una revolución agraria y democrática, mediante la instalación de un “gobierno patriótico”, de unión con la burguesía progresista, que se propusiese impulsar el proceso de industrialización y, liberando el país del dominio imperialista, promover el desarrollo económico y la emancipación nacional. Los dirigentes comunistas, que visitaban La Habana, consideraban la revolución en Cuba extraña al modelo, por ellos reconocido, dado que allá no existía un operariado industrial, y juzgaban a Fidel Castro y sus compañeros como un “grupo inexperiente, con formaciones ideológicas diversas y poco definidas”, orientados por lo que calificaron como “marxismo amador, o mejor aún, como cubanismo”. Oí cuando Luiz Carlos Prestes, entonces secretario general del PCB, calificó a Fidel Castro como “aventurero”, en una entrevista otorgada a la prensa de Río de Janeiro, en 1959.
Pero el nacionalismo representó, a lo largo de la historia de Cuba, un importante hecho de cohesión y permitió que el gobierno revolucionario pudiese mantener un suficiente apoyo popular, en medio de todas las vicisitudes. Y la presencia de Fidel Castro continuase proyectando su influencia, incluso antes de delegar, provisoriamente, el poder a su hermano Raúl, el 31 de julio de 2006, a los efectos de someterse a una intervención quirúrgica de colon. Él ya no era imprescindible para el funcionamiento del gobierno y del régimen. La sucesión ya se había producido y pocos la habían percibido. El poder había pasado a una nueva generación de dirigentes, con Raúl Castro en el comando de las Fuerzas Armadas; Ricardo Alarcón, hábil negociador y perito en relaciones con los Estados Unidos, en la Asamblea Nacional; Carlos Lage, como primer ministro, controlando la economía del país; y Felipe Pérez Roque, en la conducción de la política y de las relaciones exteriores, manteniendo un extraordinario apoyo internacional a Cuba. Era solamente el héroe nacional, junto a José Martí. Y no sólo el héroe nacional.
Su renuncia a la presidencia de Cuba, luego de un largo período de convalescencia, no sorprende. Era esperada. Pero el hecho de que permaneció casi medio siglo en el poder, enfrentando y resistiendo el embargo y todas las agresiones del Imperio – invasión, sabotajes e, inclusive, decenas de intentos de asesinato por parte de la CIA – constituyeron la mayor derrota política que los Estados Unidos sufrieron, no obstante su inmenso poderío económico y militar, el mayor de todos los tiempos. Fidel Castro, el más importante líder de América Latina, en el siglo XX, se convirtió en el símbolo de una era. Y el hecho de que el presidente Barack Obama reanudó las relaciones diplomáticas con Cuba, luego de 53 años desde que el presidente Dwight Eisenhower las rompió (enero de 1961), constituyó una más de sus victorias. La Revolución Cubana triunfó. El Imperio Americano lo intentó todo. Sin embargo, jamás consiguió destruirla. Y Fidel Castro, aún muerto, continúa vivo como héroe y símbolo de la mayor epopeya de América Latina en el siglo XX.
Por Luiz Alberto Moniz Bandeira
Traducido para LA ONDA digital por Cristina Iriarte
La ONDA digital Nº 796 (Síganos en Twitter y facebook)
Traducido para LA ONDA digital por Cristina Iriarte
Foto, O Jornal de todos
* Luiz Alberto Moniz Bandeira é cientista político, professor emérito de la Universiade de Brasília y autor de más de 20 obras, entre las quais De Marti la Fidel: la Revolução Cubana y la América Latina, Formação del Império Americano y la Segunda Guerra Fria.
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