Los occidentales tienen el reloj; nosotros tenemos el tiempo, dicho árabe

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Ya lo advirtió Jean de la Fontaine: “De nada sirve el correr; lo que conviene es partir a tiempo”. Pero el ritmo frenético al que vivimos, especialmente intenso en las grandes ciudades, parece comernos por los pies. Lo que algunos han bautizado como la «enfermedad del tiempo», otros lo han definido a la perfección: “La vida es aquello que te sucede mientras estás ocupado haciendo otros planes”, decía John Lennon.

Somos esclavos de los horarios, del ruido, del consumo, de la hipoteca y de lo que se espera de nosotros. Entonces, ¿tenemos consciencia de nuestra propia vida? ¿Estamos satisfechos con ella? La velocidad define nuestros pasos y, aunque trabajar menos y producir más fuera una de las promesas de la revolución tecnológica, hay estadísticas que demuestran que trabajamos 200 horas más al año que en 1970. «Nuestra cultura nos inculca el miedo a perder el tiempo, pero la paradoja es que la aceleración nos hace desperdiciar la vida», opina Carl Honoré, autor de Elogio de la lentitud (RBA), donde hace una radiografía de los males de nuestra sociedad y ofrece el remedio para sanarlos: la filosofía Slow.

Reducir la marcha y buscar el tiempo justo para cada cosa. En eso, con la ambigüedad propia de cualquier teoría, consiste el slow living. Basada en la reflexión y en la toma de conciencia, esta filosofía se ha extendido también a la industria, dando lugar a movimientos transversales como Slow Fashion, que se opone a la producción en masa y a la homogeneización, de la misma manera que Slow Food surgió como alternativa a la generalización de la comida rápida.

Honoré defiende la lentitud como una manera de priorizar la vida. «Lo que denuncio no es la rapidez en sí misma, sino que vivimos siempre en el carril rápido y hemos creado una cultura de la prisa donde buscamos hacer cada vez más cosas con cada vez menos tiempo. Hemos generado una especie de dictadura social que no deja espacio para la pausa, para el silencio, para todas esas cosas que parecen poco productivas. Un mundo tan impaciente y tan frenético que hasta la lentitud la queremos en el acto», señala el autor, que se lamenta de que «hemos perdido la capacidad de esperar».

«Vivimos en una sociedad en que nos enorgullecemos de llenar nuestras agendas hasta límites explosivos», asegura Honoré: “Al principio era sólo el terreno laboral pero ahora ha contaminado todas las esferas de nuestras vidas, como si fuera un virus: nuestra forma de comer, de educar a los hijos, las relaciones, el sexo… Hasta aceleramos el ocio”.

La necesidad de ser cada vez más productivos, la obsesión por la competitividad, la rapidez de las nuevas comunicaciones, la globalización… también le pasa factura a la salud. “El entorno ha cambiado, la vida va más deprisa, hay una carga de estrés superior y eso hará que los trastornos psíquicos se multipliquen. No hay duda. Formo parte de un consorcio europeo que reflexiona sobre los retos de los próximos 20 años y es una de nuestras conclusiones”, contaba la investigadora alsaciana Brigitte Kieffer.

Pero el estrés no se reduce con las cuatro horas al día que cada español se pasa delante de la televisión, aunque ese sea el objetivo. De hecho, cada vez más especialistas relacionan la televisión con el déficit de atención. La tele se ha vuelto el agujero negro del tiempo en la vida moderna, chupa todo el tiempo de ocio y nos deja cansados, hiperestimulados y pobres de tiempo.

«En nuestra cultura ser lento es sinónimo de ser torpe, tonto o inútil. Se impone la rapidez y la impaciencia, todo tiene que estar disponible al momento», declara José Luis Trechera, autor de La sabiduría de la tortuga. Sin prisa, pero sin pausa. Que miremos de media 150 veces al día nuestros móviles es un claro ejemplo de que vivimos dejándonos llevar por la inercia de la prisa.

Trechera introduce así su libro: “En la costa oeste de Nicaragua se produce en las tardes-noche de julio un espectáculo inolvidable: cientos de tortugas emergen de las aguas del Pacífico para conquistar la orilla y con sus movimientos pausados buscan un lugar idóneo para enterrar sus huevos en la arena. Con el objetivo de cumplir con la misión de mantener la especie, cada animal quizás haga un recorrido de miles de kilómetros para volver al sitio donde nació y en ello, según la tradición popular, puede que empleen unos treinta años. Desde nuestro contexto, ¿cómo evaluaríamos ese modo de proceder? ¿Es una pérdida de tiempo?”.

Los occidentales tienen el reloj; nosotros tenemos el tiempo, reza un dicho árabe. Con su Dolce far niente los italianos se refieren al placer de hacer nada, que no es matar el tiempo, sino vivirlo.

 

Por Laura Zamarriego Maestre
Periodista española

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