La cultura del 78, la del consenso, nos ofrecería un pacto: ciertas cuotas de poder a cambio de un trozo de nube, un par de estrellas y un metro cuadrado de azul. El cielo no se conquista por consenso, sino por asalto, decía Pablo Iglesias hace unas semanas. Lo dijo en clave interna, pero sin duda la frase sirve para aplicarla a la batalla externa.
Nuestro tiempo se caracteriza por una marcada dosis de alienación. Según el diccionario, alienación es, entre otras cosas, el acto por el que se traspasa la propiedad de una cosa.
Fue Ludwig Feuerbach quien explicó la alienación a través de la relación del ser humano con Dios. El filósofo alemán escribió que Dios no creó al ser humano, sino el ser humano a Dios, proyectando en él sus mejores atributos, su propia imagen idealizada, sus deseos y necesidades. Es decir, el ser humano delega en Dios, renuncia a su propia naturaleza en favor de la de un ser ajeno que él mismo creó. Es lo que llamó la enajenación o alienación del ser humano.
Esta noción, que Feuerbach la restringía al ámbito religioso, Karl Marx la extendió a todas las esferas, criticando la concepción de un sujeto pasivo de Feuerbach. Para Marx, la alienación se registra en diversos campos, desde la producción de bienes –la gente pierde el control sobre el producto de su trabajo– hasta la política, con la división entre la sociedad civil y el Estado. El Estado, que debería ser concebido como la representación de los intereses de la mayoría social, puede convertirse, sin embargo, en un instrumento represivo al servicio de unos pocos. Es decir, se apropia de tareas que nos corresponden a todos, destruyendo los espacios para la participación y la vigilancia ciudadanas. Y así sufrimos una alienación política, confundiendo delegar con claudicar. Frente a ella es preciso recuperar el Estado.
Un simbólico ejemplo histórico de formación de un Gobierno de carácter popular se produjo en el siglo XIX, en la experiencia conocida como la Comuna de París, cuando el pueblo parisino –harto de la pobreza y la represión– tomó el poder y se organizó frente a la máquina burocrático-militar del Estado. Sus logros fueron numerosos: se redujo la jornada laboral, se abolió el trabajo nocturno, se concedieron pensiones a viudas y huérfanos de la Guardia Nacional, se defendió la laicidad del Estado, se estableció el revocatorio de los mandatos, hubo condonación de deudas por alquileres, se apostó por la autogestión de los trabajadores, por la educación y la cultura para todos.
A eso se refería Marx cuando dijo que la gente de la Comuna de París de 1871 “tomó el cielo por asalto”. A enfrentar la alienación. A hacerse con los espacios perdidos que nos corresponden.
De ello trata este año crucial en el plano político, social, y también cultural. Lo dijo recientemente el filósofo Santiago Alba Rico en su intervención en la asamblea de Podemos, recordando el papel del ágora o la plaza pública de los griegos, donde se compartían discursos, razones, principios, y reivindicando la necesidad de llenar los huecos o espacios que nos pertenecen:
“¿De qué está lleno el Parlamento hoy? ¿Quién ocupa ese hueco en España? No los ciudadanos, sino los persas y sus soldados [en referencia a Ciro el Persa mientras pensaba en conquistar Grecia], fuerzas extranjeras que nos gobiernan además desde el extranjero: el Fondo Monetario Internacional o el Banco Central Europeo, los mercados financieros que nadie ha elegido. Persas son los bancos, los paraísos fiscales, las agencias de evaluación, los políticos corruptos que facilitan los desahucios de familias con niños mientras se gastan nuestro dinero en fiestas y relojes de lujo”.
Por más que algunos vociferan en contra de Podemos, lo cierto es que la formación liderada por Iglesias se ha convertido en herramienta clave para que seamos capaces de «llenar los huecos», de participar, de ocupar los espacios que nos pertenecen y nos corresponden, para recuperar la democracia frente a la alienación.
El cielo está ocupado y controlado por los bancos, por los fondos de inversión, por los corruptos, por quienes fomentan la desigualdad, por los evasores de impuestos, por los que se enriquecen a costa de políticas que despojan a la mayoría social de derechos fundamentales.
La Cultura de la Transición, la del ‘consenso’, nos ofrecería un pacto: ciertas cuotas de poder a cambio de un trozo de nube, un par de estrellas y un metro cuadrado de azul. Sería un cielo de cartón piedra, una falsa representación, un gatopardismo con el que este país continuaría sumergiéndose en el empobrecimiento, la precariedad y la dificultad que tantas familias ya padecen.
Este curso 2014-2015 necesita nuevas políticas dispuestas a la rotundidad para evitar el riesgo de que todo quede reducido a una restauración, a disfraces que sigan legitimando el árbol corrupto y putrefacto. Está en juego el futuro de millones de personas. Está en juego el regreso de la razón y la cordura después de tanto tiempo de inmoralidad e infamia.
Por Olga Rodríguez
Periodista española
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