Analía Kalinek creció en épocas de impunidad. Su padre formal, Eduardo, era oficial, y recibía educación en colegios católicos. «Creía que éramos como la familia Ingalls, de tan buenos y cariñosos». La vida la lleva a un hombre de familia anarquista. El kirchnerismo entra en escena y se anulan las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, «y no pasaron ni dos minutos antes de que su padre fuera detenido, acusado de más de 180 casos de tortura, secuestro y asesinato en los centros clandestinos porteños». Ella ya tenía 25 años y un hijo de 2.
El mandato familiar era que había que hacer frente común con el comisario: no cuestionarlo, no incomodarlo, en esa cárcel que era un club de campo con asado los domingos; Eduardo le decía que no se preocupara. Ella lo acató hasta cierto punto, pero en 2008, con la causa en juicio oral, se accedió a toda la documentación. «Fue terrible. Leía las declaraciones y rogaba que no apareciera el nombre de Eduardo Kalinec. Hasta que me topé con un apartado dedicado a él. Ya después no me quedaron dudas».
Fueron varias las rupturas que sufrió la integridad afectiva de Analía. La inicial, de la que ni noticias tenía, la de la niña-objeto que sólo quiere ser niña, la de un padre que pasa a justificarse («era una guerra y tenía que salir a poner el pecho a las balas»), y una conversación final. Llama Eduardo y le dice a Analía: «Necesito que me digas que me querés». El terrorista de Estado necesita afecto de quien supo secuestrar. Nunca más hablan.
Analía es fundadora de Historias Desobedientes, que agrupa a hijos apropiados y familiares de genocidas en pro de memoria, verdad y justicia. Qué menos.
El afecto y sus variables, incluídos el desinterés al desafecto, es el trazo en común de las 15 historias de Desobedientes y recuperados, de Daniel Gatti. Pareciera al lector que fueran más, que fueran todas, pero no. Ellas recorren al parecer todo el abanico de posibilidades del niño objeto que continúa viviendo, pero esto se afirma ignorando las posibilidades que le da gente así a la perversidad.
La mujer pierde el embarazo, y el marido le trae un niño recién nacido. Ella se debe haber alegrado de que todo el instinto y el fluir de leche materna que genera tenga un destino sustituto. En esos momentos, su verdadera madre es asesinada.
La estructura de la sucesión de casos no es casual, sino un mecanismo que lleva a conclusiones, una tras otra. Hay amor que está pero no se nombra en el relato, hay un sobrio dolor en el ascetismo del lenguaje con que se narra, hay conclusiones que se pueden sacar de casi cada uno de los relatos. Y hay una conclusión que resplandece para el autor de estas líneas, a cargo de Carlos Solsona. El se salvó porque estaba fuera del país, por disposición de su organización militante, PRT. Su mujer Marta, embarazada de ocho meses, desapareció. Finalmente la bebé es identificada: nacida en 1977, es el año 2019.
Antes de la conclusión que resplandece, una acotación: dejar con vida los niños por nacer o nacidos era –en silencio, por cierto– atribuída en general al humanismo cristiano que podía subsistir en esos terroristas de Estado. La academia no le buscó explicación, y en general se le atribuyó ésa. Carlos señala: «Quien ella llama todavía su padre la cuidaba: en cierta manera, la respetaba. Pero el cuidado incluía que no se enterara de nada».
Carlos tiene, como parte de sí, lo que Gatti llama ‘la política del aguijón’, y transcribe diálogos de Carlos con su hija: «A vos no te trajo la cigüeña. Si vamos para atrás, podemos llegar tal vez al que asesinó a tu madre». Una abuela de Plaza de Mayo le dijo a Analía: «Ahora que sabés la verdad, vas a poder enterrar tu pasado». Tras pensar, ella contestó: «no tengo nada que enterrar. Ahora tengo una identidad más completa; pero enterrar, no». Hace falta por cierto entereza para asumir ese pasado y al tiempo, este presente. Carlos dice (p.105) pero en seguida duda: ¿cuál es la vida que hubiera debido vivir ‘naturalmente’?
Si se presta atención al conjunto de información reunida sobre los seres que adoptan, se encuentran fácilmente inconductas, deshumanizaciones, perversiones, esposas que son peores que sus maridos torturadores y asesinos, gente que juega a la familia ideal pero que tarde o temprano muestra la hilacha. Seguramente la psicología explica mejor la imposibilidad de que el bien y el mal convivan a esa distancia.
Solsona dice, y parece un arrebato, pero pleno de sentido: esto de robar chiquilines «fue de las cosas más terribles que hicieron los milicos en todos estos países: que los quilombos naturales que cada uno tiene fueran mucho más profundos. Trastocaron las vidas de decenas de miles de personas de varias generaciones. Y lo planearon.» (p. 105).
Y lo planearon. La lógica de la represión indica que esas apropiaciones sistemáticas de hijos e hijas no podía hacerse si no era parte de la política represiva. Lo que ejemplifica el trabajo es que esa planificación ocurrió, aún utilizando instintos maternos y paternos de represesores, aunque la beba de una asesinada le haga fluír leche del pecho a una mujer que perdió su embarazo. No sé, tengo para mí que es la primera vez que se afirma esta verdad. Lo que plantea, de paso, que nos falta mucho por saber, y en particular, por entender.
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