La prisión de Uribe alienta la esperanza

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  /*María McFarland Sánchez Moreno / Álvaro Uribe fue condenado por soborno en un hecho que habría parecido inconcebible hace una década. Es nada menos que una señal de esperanza en medio del ascenso de la autocracia. Uribe provocó y avaló hechos para merecer mucho más, pero éste puede ser un comienzo.

El 25 de octubre de 1997, grupos paramilitares atacaron el remoto pueblo agrícola de El Aro, de 300 habitantes, en el departamento colombiano de Antioquia. Durante los cinco días siguientes, los paramilitares narcotraficantes masacraron a 17 personas, violaron a varias mujeres e incendiaron el pueblo, obligando a los habitantes restantes a huir.

María M. Sánchez Moreno

El abogado Jesús María Valle llevaba más de un año suplicándole al gobernador del estado, Álvaro Uribe, que detuviera la brutal toma del campo por parte de los paramilitares y su connivencia con el ejército. En cambio, Uribe lo calificó de «enemigo de las fuerzas armadas». En una declaración a la fiscalía tras la masacre de El Aro, Valle solicitó una investigación exhaustiva sobre lo que describió como una «alianza» en Antioquia entre paramilitares, el ejército y Uribe para asesinar civiles y apropiarse de sus tierras, en nombre de la lucha contra la guerrilla izquierdista de las FARC. A los pocos días, dos hombres trajeados irrumpieron en el despacho de abogados de Valle en el centro de Medellín y lo mataron a tiros.

Durante décadas, Uribe parecía casi intocable. Como presidente, obtuvo reconocimiento nacional e internacional —incluida la Medalla Presidencial de la Libertad de Estados Unidos otorgada por George W. Bush— gracias a sus éxitos, con miles de millones de dólares en ayuda militar estadounidense, en la represión de las abusivas FARC. Cuando lo conocí en 2004, se paseaba por su sala de conferencias, sermoneándonos a mí y a mis colegas de entonces sobre cómo nadie había hecho más que él, para garantizar la seguridad del país.

Las representaciones entusiastas del historial de Uribe en aquel entonces pasaban por alto rutinariamente sus esfuerzos por aprobar leyes que favorecían a los paramilitares y socavar las investigaciones sobre sus vínculos con el poder. Durante su presidencia, la Corte Suprema de Colombia llevó a cabo lo que se conoció como las investigaciones de la «parapolítica», contra aproximadamente un tercio de los miembros del Congreso por colusión —incluyendo, en muchos casos, fraude electoral— con los paramilitares. Uribe emprendió una furiosa campaña de desprestigio contra los magistrados, y su servicio de inteligencia realizó vigilancia ilegal de magistrados y periodistas independientes.

Sin embargo, a lo largo de los años, altos mandos paramilitares han testificado sobre la participación del ejército y del jefe del Estado Mayor de Uribe en Antioquia, Pedro Juan Moreno, en la masacre de El Aro. Múltiples investigaciones han documentado una amplia colusión entre paramilitares y sectores importantes de la clase política y militar de la época. También existen pruebas —incluidas declaraciones que obtuve en una entrevista en prisión con un líder paramilitar— de que la oficina de Uribe, cuando era gobernador, tenía estrechos vínculos con los paramilitares, y de que Moreno aprobó el asesinato de Valle. Uribe lo ha negado todo reiteradamente.

La condena de esta semana surgió en el contexto de una investigación de la Corte Suprema sobre las acusaciones de que Uribe fundó un grupo paramilitar en la década de 1990. Uribe alegó inicialmente que las acusaciones fueron inventadas por un miembro del Congreso, pero la corte determinó que sus afirmaciones carecían de fundamento. En cambio, la Corte Suprema ordenó una nueva investigación sobre la posible manipulación de testigos por parte de personas que trabajaban para Uribe (entonces senador), incluyendo presuntos pagos a paramilitares para alterar sus testimonios. Uribe renunció a su escaño en el Senado, lo que obligó a que el caso se trasladara de la Corte Suprema a un tribunal inferior y, ante la aparente renuencia de los fiscales a avanzar, durante años pareció que el caso podría simplemente desaparecer, como muchas otras investigaciones previas. Sin embargo, con un nuevo fiscal jefe en el cargo, el caso cobró impulso nuevamente, resultando finalmente en la condena de esta semana.

No sorprende que el gobierno estadounidense de Donald Trump haya intentado desacreditar a los tribunales colombianos, con Marco Rubio, el secretario de Estado, denunciando la «utilización del poder judicial colombiano como arma». Pero todo esto ya forma parte de una estrategia trillada.

Es la misma retórica que Trump y sus aliados han usado para desacreditar a los tribunales estadounidenses, incluso a los designados por Trump, que han fallado en su contra. Es la forma en que Trump se ha referido al caso contra su amigo Jair Bolsonaro en Brasil y a las investigaciones de la Corte Penal Internacional. Y es la forma en que el propio Uribe difamó a activistas como Jesús María Valle en la década de 1990 e intentó socavar la Corte Suprema de Colombia a principios de la década de 2000.

Pero, para mí, el fallo de esta semana significa algo más: que, por mucho poder que acumulen los líderes, en última instancia no están por encima de la ley. Y por muy desesperada que sea la situación, con valentía y compromiso, podemos hacer mucho para abrir un camino hacia la rendición de cuentas.

María McFarland Sánchez-Moreno es directora ejecutiva de RepresentUs y autora del galardonado libro «Aquí no hay muertos: Una historia de asesinatos y negación en Colombia». Lideró el trabajo de Human Rights Watch sobre Colombia durante la mayor parte de la presidencia de Uribe.

María McFarland Sánchez Moreno

 

 

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