La tragedia, la soledad, el silencio cómplice, el demoledor vacío devenido de la inexorabilidad de la muerte y la solidaria contención afectiva como bálsamo son las cinco elocuentes líneas argumentales que propone “Espejos Nº 3”, el impactante film dramático del realizador alemán Christian Petzold, que indaga en el vía crucis de personas que, por diversos motivos, afrontan pérdidas irreversibles con toda la carga dramática que ello supone.
Considerado una figura clave de la muy influyente Escuela de Berlín, Christian Petzold se caracteriza por construir narrativas con una gran variedad de géneros, que oscilan entre el drama, el melodrama
y hasta el thriller. En ese marco, su producción indaga en temas sumamente trascendentes, como la identidad, el desarraigo y la memoria, en contextos históricos complejos como la posguerra y la Guerra Fría, todo ello con una impronta intransferiblemente existencialista.
Su nueva producción, sugestivamente intitulada “Espejos Nº 3”, es un drama de profunda raigambre humana, cuyo título remite a la tercera pieza de la suite “Espejos” del compositor francés Maurice Ravel. Esta composición es la representación musical de un barco solitario navegando en la inmensidad del océano, con sus olas que crecen en fuerza y extensión, sugiriendo el peligro y la soledad; la obra está dedicada al pintor Paul Sordes y evoca la sensación de estar a la deriva en un vasto mar.
En la película, de fuerte carga simbólica y hasta alegórica, afloran por los menos dos componentes de la pieza musical: la soledad, que embarga como una condena a los personajes y la indomeñable furia del océano, que claramente alude a los fantasmas interiores de los seres humanos que habitan esta historia de turbulencias.
Incluso, hasta podríamos relacionar esta película con El estadio del espejo del eminente psicoanalista francés Jacques Lacan, quien postulaba que el niño recién nacido comienza a construir su yo a partir de su visualización en un espejo, donde se observa de cuerpo completo y no fragmentado. En efecto, por más que son adultos, todos los personajes de la película son como niños, porque deben luchar contra su propia vulnerabilidad y también redescubrirse para superar el pasado trauma de la tragedia. Desde ese punto de vista, este film es profundamente introspectivo, porque está más hecho de silencios, gestos e insinuaciones que de palabras.

El film comienza con una escena extraña y de enorme belleza estética, que no guarda prácticamente ninguna relación con el ulterior desarrollo del relato. En esa imagen, ambientada en un paisaje realmente esplendoroso, Ana (Paula Beer), una solitaria mujer con rostro triste, observa un inmenso lago en un paraje rural, visualizando a un hombre que viste de negro transitando parado y apaciblemente en una canoa. Lo más impactante es la belleza del entorno y la actitud de la mujer, que no esboza ni siquiera un gesto como si estuviera paralizada o a punto de arrojarse al agua para terminar con su vida. Hay, en su rostro, un dejo de amargura, e incluso se intuye que puede estar deprimida.
Empero, esa ignota joven tomará parte de una aventura insólita de imprevisibles consecuencias, al compartir un malogrado viaje con su novio y con otra pareja. Sin embargo, en un momento parece intuir algo que le hace desistir de seguir adelante y le pide a su novio emprender el regreso. En el camino, se cruza con una mujer madura que está parada en la carretera y luego sucede lo imprevisto: el vehículo derrapa y vuelca, el hombre fallece en el acto y la joven herida se salva, con el auxilio de la mujer mayor con la cual la pareja se cruzó en la ruta.
Obviamente, todo lo que sucede a velocidad de vértigo sorprende al espectador, porque el relato pasa de un ritmo cansino y algo sosegado a una celeridad vertiginosa y culmina en tragedia. En efecto, lo que inicialmente comienza con la reunión de dos parejas –una de ellas muy enamorada y la otra algo distante e indiferente- parece encaminarse hacia una mera comedia. Sin embargo, el paisaje humano muta súbitamente y se torna lúgubre ante el advenimiento de la muerte.
Seguramente, si la protagonista hubiera imaginado lo que sucedería, no adoptaba la decisión de retornar sobre sus pasos y, en cambio, hubiera proseguido viaje junto a su novio con la pareja de amigos. Empero, como si se tratara del destino manifiesto impreso en la mitología griega, la pareja tomó el camino equivocado con un trágico desenlace.
Si sorpresivo fue el accidente no tan sorpresiva fue la irrupción de la mujer madura que estaba parada al costado de la ruta, quien acudió prestamente al rescate. Con el devenir del relato, el espectador conoce que esta mujer es Betty (Barbara Auer), quien vive muy cerca del lugar del siniestro y acoge solidariamente a la accidentada, además de llamar a una ambulancia.

Sin embargo, luego de las curaciones de rigor, la joven, pese a estar absorta y aun impactada por lo sucedido, declina la posibilidad de ser hospitalizada y decide quedarse con la anfitriona. Aunque el rostro de la joven denota perplejidad, no llora, como si no lamentara lo sucedido. En efecto, no parece una persona que esté procesando un duelo, más allá de su perplejidad.
Duerme mucho, como si se quisiera refugiar en el sueño para no sufrir y habla poco, porque aun está conmocionada por lo sucedido. Sin embargo, se adapta paulatinamente a su nueva vida, en un lugar que no es el suyo y con una mujer mayor que no es su familiar, a quien ayuda con las tareas del hogar, con el cuidado de las plantas comestibles del jardín y hasta con la pintura de una cerca.
Viste ropas femeninas que no son suyas, pero tampoco de la anfitriona, lo cual induce a pensar que, en algún momento otra mujer habitó esa casa enclavada en medio de un bucólico y desolado paisaje. Para percibir ese detalle, que parece mínimo, hay que estar realmente muy atento, porque si algo requiere el visionado de esta película es concentración, ya que cada detalle, cada movimiento y cada gesto vale y cada palabra vale y tiene su interpretación, por más que en el primer tramo de esta historia los diálogos sean mínimos.
Empero, pese a que se ha gestado un vínculo bastante amistoso y no exento de afecto, lo que falta es la comunicación. En efecto, ambas parecen entenderse casi sin hablarse y sin necesidad de explicaciones que revelen su pasado y su presente.
De todos modos, sucede algo que comenzará a cambiar radicalmente el curso de la relación, cuando la joven Laura descubre un viejo piano que parece abandonado y está naturalmente desafinado por la antigüedad y la falta de uso.
Inmediatamente, Betty advierte que si la joven sabe reconocer el tono de un piano desafinado es porque supuestamente conoce bien el funcionamiento de este instrumento. Las dudas quedan zanjadas cuando la joven le confiesa ser pianista y que está a punto de graduarse. En ese contexto, los primeros acordes de la suite de Maurine Ravel que identifican el título de la película generan una suerte de mutación en el ambiente. El motivo de ese cambio radical se conocerá en el devenir de la narración.
¿Realmente la anfitriona ama la música? ¿La pieza de Ravel le recuerda algo o a alguien? Estas dos interrogantes también tendrán su respuesta, en el curso de una historia que destaca por su aridez y por lo enrevesada, ya que tiene una superlativa carga psicológica. En efecto, casi todo transcurre en la psiquis de los personajes, en una situación que se podría extrapolar con un iceberg, que sólo deja ver la superficie.
Empero, aunque esa mujer mayor vive sola, realmente no está sola en el mundo, porque tiene un marido y también un hijo joven que trabajan como mecánicos y viven en una propiedad muy cercana, aunque no comparten techo con ella. Se trata de un vínculo extraño, ya que si bien la familia no convive tiene una relación muy cordial. Incluso, la hospitalaria Betty invita a su esposo e hijo a cenar, como si estos fueran amigos o extraños y no sus familiares.

La visita de Richard (Matthias Brandt), el marido, y Max (Enno Trebs), el hijo de Betty, ambos mecánicos, sugiere que algo entre ellos no está bien. En tal sentido, la gota que cae incesantemente del grifo de la cocina y la supuesta avería del lavavajillas parece sugerir que hay algo para reparar en ese núcleo familiar fracturado aparentemente sin razón.
Al respecto, la presencia de esa joven extraña, que cocina albóndigas para agasajar a los comensales a sabiendas que es su plato preferido, parece profundizar aun esa crisis, que se dirime sin violencia entre los tres integrantes de esta familia distante y poco cariñosa. En ese contexto, antes de probar la cena, los dos “visitantes” intercambian miradas y silencios, en una suerte de complicidad gestual que parece ser más expresiva que las propias palabras. Aunque ambos hombres asumen que la anfitriona está encantada con la joven, igualmente exhiben una actitud bastante dubitativa, que tiene mucho de rechazo. En efecto, aunque no la conocen, aun sin explicitarlo, la consideran una suerte de intrusa.
Mientras ambos hombres reparan la gotera del lavabo y el lavavajillas seguramente para distraerse o por su obsesión que todo esté en orden, lo que no parece estar para nada ordenado es el vínculo humano, porque la presencia de la mujer lo ha distorsionado. Al respecto, aunque nadie le reprocha nada a la madura anfitriona, el malestar se percibe en el aire, acorde al talante intransferiblemente lacónico de los protagonistas. ¿Por qué nadie le pregunta a la joven de dónde viene? ¿Por qué nadie le pregunta las circunstancias en las cuales se registró el fatal siniestro de tránsito en el cual su pareja perdió su vida? ¿Por qué nadie se pregunto el por qué de su hermetismo y el motivo por el cual no manifiesta tristeza por su pérdida inexorable?
Nadie pregunta nada, tal vez porque todos parecen confabulados para callar otra verdad oculta que les duele intensamente, aunque no lo expliciten. Esa verdad oculta es un secreto de familia que recién aflora muy cerca del epílogo de esta película, que está poblada de claros y oscuros, de silencios y de grietas interiores cubiertas por escombros afectivos de larga data.

Esa irrefrenable tendencia a lo elusivo es contrastada con un recurso que Petzold utiliza magistralmente, que es hacer trabajar su cámara sobre superficies, como la de inmensos ventanales que reproducen los rostros y los cuerpos enteros. Por supuesto, esos elementos, al igual que los espejos, nos permiten percibirnos como realmente somos, aunque siempre nos veamos cómo queremos vernos. Este detalle, que no es caprichoso y puede pasar inadvertido en la medida que el espectador no esté atento, es muy importante, porque recrea el estado de ánimo de los personajes, casi sin que estos lo advierten.
Es en estas imágenes, aparentemente mínimas, es que aflora un vínculo con el Estadio de los espejos del psicoanalista suizo Jacques Lacan, cuya teoría es que la construcción del yo comienza en la infancia, cuando un niño se sitúa frente a un espejo, lo cual le permite comenzar a descubrir que existe y reconocerse en toda su plenitud, que hasta el momento desconoce.
En esta película también se opera una suerte de redescubrimiento, en la medida que la joven demuestra su resiliencia y su poder de adaptación luego de la trágica muerte de su novio. Un caso similar es el de la extraña anfitriona de esa casa emplazada en un casi desolado pareja rural, que se redescubre como mujer solidaria cuando recibe a una desconocida, la cuida, la apaña e incluso hasta la integra a su hogar aparentemente unipersonal.
A su modo, todos los personajes se observan en sus propios espejos y también se redescubren a sí mismos, lo cual hace aflorar un dolor intenso y profundo que hasta hora permanecía soterrado y cubierto por una pesada capa de deliberado silencio, con el propósito de mitigar el sufrimiento.

“Espejos Nº 3” es un drama sin dudas potente, en el cual el padecimiento se procesa interiormente y sólo puede ser intuido por los silencios y los gestos, aunque casi ningún espectador intuya, a priori, qué o quién está faltando en este complejo rompecabezas humano y emocional, conformado por cuatro personas a las cuales les cuesta expresar lo que sienten. Por supuesto, prefieren ocultarlo para sufrir menos. Es, aunque no se sepa de qué se trata hasta el final, un duelo muy mal procesado.
A las virtudes en materia visual con soberbios encuadres del paisaje y una banda sonora regada por el maravilloso arte de Ravel, se suma la extraordinaria actuación protagónica de la estupenda Paula Beer, la actriz fetiche del realizador alemán, quien corrobora -nuevamente – su monumental talento interpretativo para componer personajes de una extrema complejidad psicológica.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
FICHA TÉCNICA
Espejos Nº 3 (Miroirs No. 3). Alemania2025): Dirección y guión: Christian Petzold. Fotografía: Hans Fromm. Edición: Bettina Bohler. Música: Maurice Ravel. Reparto: Paula Beer, Barbara Auer, Philip Froissant, Enno Trebs, Matthias Brandt y Christian Koerner.
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